JUAN CARLOS ALONSO
Juan Carlos Alonso acompañado por el moderador
y las otras ponentes de la mesa redonda
Juan Carlos Alonso es Psicólogo (Universidad Nacional, Bogotá) y Analista Junguiano de la IAAP (International Association for Analytical Psychology). Magister en Estudios Políticos (Universidad Javeriana). Miembro Fundador y Director de ADEPAC (Asociación de Psicología Analítica en Colombia). Atiende consulta particular como psicoterapeuta y analista junguiano especializado en adultos. Este artículo fue elaborado con base en la conferencia del mismo nombre presentada por el autor en el V Congreso Latinoamericano de Psicología Junguiana, celebrado en Santiago de Chile, del 4 al 8 de septiembre de 2009. Correo:adejungcol@yahoo.com
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RESUMEN
Desde lo junguiano es posible pensar la pareja como un vínculo susceptible de contribuir al proceso de individuación de sus miembros, en la mutua conciliación de los contrarios eros y poder. Considerando que los individuos son afectados por los cambios sociales que ocurren en su entorno, este trabajo se centra en la situación que viven las parejas latinoamericanas de clase media, en el paso de un modelo tradicional que devaluaba el eros, a otro modelo contemporáneo que lo idealiza, con inconsistencias en la realidad. En esta transición, las mujeres han asumido cargas laborales, que les han representado un indudable incremento del poder, en tanto que el desempleo en los hombres ha disminuido su sensación de poder y ha aparecido una noción de lo masculino crecientemente socavada. Estos cambios han afectado sus respectivos procesos de individuación. Los nuevos retos consisten en restablecer la tensión y el interjuego entre los opuestos eros y poder en la cotidianidad de sus vidas en pareja.
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Buenos días. Es muy grato para mí compartir esta charla con ustedes sobre el tema de la crisis de la masculinidad e individuación en las parejas. Para acompañar con imágenes la charla he escogido las obras de un artista muy conocido que admiro mucho y cuyas pinturas se ajustan al tema. Se trata de Marc Chagall, pintor francés judío de origen ruso, y que para mí es el pintor por excelencia de las parejas y del amor. Empiezo pues con una pintura y una frase suya. “En nuestra vida hay un solo color, como en la paleta de un artista, que ofrece el significado de la vida y el arte: es el color del amor”
1. Aclaraciones sobre la Individuación en las parejas
Acá vemos el estilo característico de Chagall, de ingenuidad infantil y con muchas profundidades del inconsciente. Podemos observar su clásica pareja flotando por los aires.
Jung describe la individuación como el proceso de desarrollo psicológico en el que la meta es el reconocimiento y la conciliación de conflictos internos, incluidas las polaridades femenino – masculino, y eros – poder. Aunque generalmente se analiza este proceso en el plano personal, es interesante examinarlo en la interacción la las parejas, ya que es el espacio por excelencia para el ejercicio de las funciones asociadas con el eros y el poder.
Sobre varios de los conceptos utilizados acá, se hacen las siguientes aclaraciones: 1) cuando se habla de la individuación en las parejas no se quiere dar a entender un proceso de desarrollo psicológico que se produzca en la pareja como un tercer componente distinto a sus integrantes, sino al desarrollo que puede darse en cada miembro de la pareja, facilitado por la apropiada interacción entre ellos; 2) se aborda sólo el caso de parejas heterosexuales latinoamericanas de clase media; 3) aunque hay un sinnúmero de polaridades (bien-mal, pasado-futuro, tiempo-espacio), se hará énfasis en la contribución que puede hacer la unión de los opuestos eros-poder a la meta general de la conciliación de todos los contrarios; 4) el presente análisis se basa en tendencias generales de comportamiento, que no niegan la existencia de rasgos particulares que se alejan de tal tendencia; 6) el término género se usa aquí como masculino y femenino, sin desconocer múltiples debates frente al contenido del concepto.
2. Antecedentes de la polaridad Eros y Poder
Lo contrapuesto al eros no siempre ha sido el poder. En la teoría original freudiana, el impulso del eros reinaba solo y éste fue uno de los motivos que llevaron a Jung a oponerse a la teoría psicoanalítica de la neurosis. Para él, aunque Freud se basaba en un principio verdadero, pecaba de unilateralidad porque pretendía encerrar al eros dentro de la terminología sexual (JUNG, 2007). Más tarde, el mismo Freud hizo dos modificaciones a su teoría. De una parte, liberó al eros de lo meramente sexual, ampliándolo al impulso a crear relaciones cada vez mayores y, de otra parte, reconoció una falta de equilibrio en este impulso por lo que le contrapuso la pulsión de destrucción o muerte, que perseguía la disolución de las relaciones hasta acabar con ellas. En este juego de opuestos, Jung descubrió una trampa de racionalidad en Freud, al haber contrapuesto el impulso de muerte al eros, pues consideraba que eros no era sinónimo de vida como para contraponerle la muerte.
Jung recordó que Adler se había basado en el principio del poder para comprender las neurosis (JUNG, 2007). Según él, la voluntad de poder le permite al niño vencer su sentimiento de inferioridad generado por su dependencia familiar, y los fracasos en este campo tendrían una importancia mayor que las frustraciones sexuales como causantes de neurosis. Además, Adler utilizará un término muy significativo. Dirá que ante los intentos de sometimiento, las personas reaccionaban con una protesta “masculina”, y al decir eso, asociaba indirectamente el poder con lo masculino. Jung dirá que, tomadas por separado, las teorías de uno y otro resultaban unilaterales, pero que si se las unía, eran absolutamente convincentes, y propuso una teoría que trascendía las de Freud y Adler afirmando que, desde la lógica, es posible que lo contrapuesto a eros fuera la muerte, pero que psicológicamente, las fuerzas opuestas eran eros y poder (JUNG, 2007).
En esa polaridad, quien defienda conscientemente el punto de vista del eros tendrá su sombra compensatoria en la voluntad de poder. En este gráfico, se muestra el eros en el campo de la consciencia y su polo opuesto, el poder, en el inconsciente y por el contrario, quien acentúe el poder tendrá en eros su opuesto compensatorio. Estas fuerzas contrarias son una potencial fuente de desarrollo personal si logran hacerse conscientes. Es decir, las fuerzas reprimidas de eros y poder tienen que volverse conscientes para que pueda producirse una tensión entre ellas, pues de lo contrario sería radicalmente imposible seguir avanzando psicológicamente. El avance se logra al reconocer la tensión, aceptarla y llevar a cabo una conciliación entre las polaridades. Es decir, sin el polo opuesto, lo consciente está condenado a estancarse y sin ese opuesto, no podríamos progresar psicológicamente.
Asimilando eros al amor, Jung planteó su conocido axioma: “Donde reina el amor, no hay voluntad de poder, y donde predomina el poder, el amor se ausenta” (JUNG, 2007: 63). No obstante, como en todas las polaridades, es viable que una fuerza se convierta en la otra.
Eros y poder son arquetipos que han tenido múltiples abordajes en la historia de la psicología, por lo que conviene aproximarnos a su definición. Entenderemos psicológicamente eros como el impulso a crear relaciones entre unidades cada vez mayores y a mantenerlas unidas (JUNG, 2005, 2007). Al igual que todos los arquetipos, eros tiene manifestaciones positivas y negativas; entre las positivas estarían: afecto, cuidado de otros, contención, generosidad, acogimiento. En las negativas estarían: dependencia excesiva, sumisión, debilidad, sometimiento, servidumbre, subordinación.
El poder a su vez se define como el impulso a colocar el yo en el lugar más alto en todas las circunstancias de la vida y a evitar toda insinuación de sometimiento (JUNG, 2007). Asociado a las manifestaciones positivas del poder estarían: autonomía, seguridad, firmeza, independencia, libertad, emancipación En las negativas, estarían: autoritarismo, despotismo, dominación, egocentrismo, envidia, superioridad.
3. Conceptos aplicables al tema
Existe una diferencia entre sexo y género. Si bien uno emana del otro, el «sexo» con que nacemos y el «género» que se nos atribuye al nacer, no desembocan en lo mismo. En tanto que el sexo es determinado biológicamente, las identidades de género varían entre las culturas.
Jung llamó la atención sobre otro aspecto fundamental respecto de las diferencias sexuales: el papel del sexo opuesto como factor generador de proyección. Su teoría sobre la contrasexualidad afirma que todos poseemos dentro de nosotros una personalidad del sexo opuesto: el elemento masculino en el inconsciente femenino y el elemento femenino en el inconsciente masculino. Se trata de un “otro” interior inconsciente que yace en estado de latencia; una especie de alma gemela con características tanto valoradas como desvalorizadas del sexo opuesto. En esencia, no son otra cosa que imágenes internas desarrolladas sobre el género femenino y el masculino (YOUNG, 1999).
Esta teoría resulta clara y útil en la esfera psicológica. En la vida conyugal, por ejemplo, el desarrollo personal puede analizarse a partir de la relación entre la contrasexualidad y el yo de cada miembro de la pareja. Esta teoría de la contrasexualidad de Jung es una excepción dentro de las muchas teorías psicológicas de género que se basan en lo que falta, o en lo que está disminuido en alguno de los sexos. Por eso, la teoría junguiana facilita tanto el análisis de las relaciones entre los géneros y ha sido adoptada por varias corrientes feministas. Se requiere aceptar que el “otro contrasexual” condiciona y define lo que cada uno puede llegar a ser. La manera en que el varón se percibe y actúa como hombre en la pareja encierra una limitación basada en lo que concibe como lo «no-hombre»: lo que asume como la mujer, lo femenino, el no yo. Así, las representaciones sobre el sexo opuesto se fundamentan en lo que cada uno excluye de sí mismo (YOUNG, 1999). Tales fantasías recogen por supuesto las construcciones culturales sobre las identidades femenina o masculina. En otras palabras, las creencias que tiene cada uno en la pareja sobre lo femenino y lo masculino, determinan lo que ellos se permiten ser como hombre y mujer.
El término “persona” en psicología analítica se define como los aspectos ideales de los individuos, los cuales se presentan al mundo externo. Para resaltar que no es la esencia del sujeto, Jung dirá que es “sólo una máscara… que finge individualidad, haciendo creer a los demás y a sí mismo que es individual” (citado por SHARP, 1994: 146). De otra parte, los aspectos que no coinciden con esa máscara y que por tanto son inadaptados y rechazados por la sociedad, se arrojan al inconsciente, en donde van formando la “sombra”. “Persona” y “sombra” son un par de aspectos opuestos y complementarios.
El género puede verse como una forma de “persona”, pues originalmente representa una máscara defensiva que asumimos con fines adaptativos, mientras que el “otro contrasexual” puede entenderse como sombra. Ambos, género y contrasexualidad, son construcciones sociales cuyas características varían con el tiempo y las culturas. Los individuos, hombres y mujeres, se presentarán tal y como se espera que actúen según las máscaras del género, y reprimirán los modelos socialmente rechazados según la sombra de lo masculino o lo femenino. Entonces, para nuestro caso, la “persona” es la “máscara” de lo femenino y lo masculino, que contiene los aspectos que resultan ideales para adaptarnos a la vida social. Y la sombra de lo femenino y lo masculino es todo lo rechazado socialmente, pero que a la vez representa aspectos potencialmente enriquecedores.
Al considerar el género como construcción social que asigna a hombres y mujeres papeles, identidades y estatus diferentes, las explicaciones deterministas a las diferencias entre hombres y mujeres, se reducen significativamente. Cuando los individuos insisten en mantener una marcada división entre los sexos, asumiendo por ejemplo que las mujeres son, por naturaleza, más dependientes y los hombres más autónomos, se exponen a perder para siempre potenciales en ellos mismos (YOUNG, 1999). Por ejemplo, si una mujer se ve sólo como una persona típicamente femenina, dependiente y sumisa, tenderá a proyectar sus aspectos más autónomos en los hombres, y perderá la posibilidad de desarrollar tales actitudes en ella. Igualmente, los hombres no van a descubrir sus propias capacidades relacionales, nutricias y de cuidado, si las ven como propias y exclusivas de las mujeres.
Así, el concepto junguiano de contrasexualidad permite valorar la capacidad potencial de cada sexo para desarrollar cualidades del sexo opuesto en algún momento de la vida, como parte del proceso de individuación. Los comportamientos asociados al eros y al poder están presentes en los modelos valorados de la máscara del género y devaluados de la sombra de la contrasexualidad, por lo que las diferentes culturas resolverán la oposición entre estas dos fuerzas contrarias, en los papeles que se esperan de ambos sexos. Por ejemplo, en nuestra sociedad latinoamericana ha existido culturalmente una mayor valoración a las manifestaciones del eros en las mujeres y del poder en los hombres, lo que ha hecho que los dos sexos no hayan desarrollado por igual la misma habilidad para manejar dichos aspectos. Así mismo se espera que los hombres sean más autónomos que dependientes, y lo contrario en las mujeres. Esto influyó en el desarrollo del modelo tradicional de la hegemonía masculina.
4. Modelo tradicional que devaluaba el eros e idealizaba el poder
Este trabajo se centra en el actual momento de transición que viven las parejas latinoamericanas de clase media, en el viraje de un modelo tradicional que devaluaba el eros a otro modelo contemporáneo que lo idealiza, manteniéndose el poder como referente deseable.
En el modelo tradicional las identidades masculinas y femeninas eran excluyentes una de la otra, construidas con base en la división sexual del trabajo y fundadas en la separación de la vida social entre las esferas pública y privada, en la que el paradigma era el poder. En la esfera de lo público, predominaba el poder de la producción, y en la esfera de lo privado prevalecía el eros de la reproducción (ALONSO, 1998). En este universo social se asignaba la primera a los hombres y la segunda a las mujeres. Sus trabajos y funciones diferenciados se complementaban para organizar la subsistencia en torno a la familia nuclear.
Las ocupaciones laborales remuneradas eran casi exclusivas de los varones, por lo que su identidad estaba construida a partir de su función de protector del hogar, autoridad y proveedor de sustento. La sociedad reforzaba el cumplimiento de este mensaje, premiándolos con el privilegio del poder. Se identificaban con un paradigma de individuo fuerte, inteligente, creativo y con poder, y esta “máscara” de lo masculino los estimulaba a sobreestimar sus habilidades y posibilidades. En esto se basaba la configuración de la llamada hegemonía masculina.
No obstante, esta polarización del hombre hacia el poder, tenía sus costos. En el plano psicológico, los varones tendían a sentirse ajenos a sus impulsos relacionales del eros, y llegaban al extremo de negar sus sentimientos. Incluso, la dimensión erótica se reducía al plano sexual, en el que la “virilidad” era otra forma de poder. Otro costo era que el modelo masculino estaba constantemente en duda, por lo que necesitaba una permanente comprobación y afirmación social, ya que se podía perder ante la menor debilidad. O sea, el modelo masculino le ofrecía un refugio pero al mismo tiempo podía ser causa de angustia. En Latinoamérica se incentivaba en los hombres la conducta agresiva, en tanto que aspectos como la debilidad o la dependencia hacían parte del “otro contrasexual” femenino, y el asomo de estos rasgos en ellos era anuncio de homosexualidad (YOUNG, 1999).
En contrapartida, las mujeres se encargaban de los principios relacionales ligados al eros. Las pesadas tareas de cuidado en lo doméstico, poco o nada valoradas, constituían el polo femenino afectivo y cariñoso del hogar, lo cual respondía también a los mensajes sociales (ABARCA, 1999). La “máscara” del género estimulaba a las mujeres ser dependientes, dedicarse a las labores domésticas, fomentar las redes entre parientes, mantener los rituales familiares y cuidar de los hijos. De otro lado, la sombra de la contrasexualidad les exigía evitar el mundo laboral, reprimir la agresividad y la autonomía. El resultado era, como afirma Young-Eisendrath, que se las hacía creer que eran inferiores a los hombres en fuerza, inteligencia y poder, y ser socializadas para ser marginales. Su sombra contrasexual de fuerza, inteligencia, poder y competencia se disociaba, o era proyectado en individuos masculinos.
5. Transición hacia la idealización del eros
La época de cambio comenzó a vislumbrarse en Latinoamérica en los años 60 con la anticoncepción y los aumentos en escolaridad y participación económica de las mujeres. Estos procesos de cambio han seguido profundizándose, redefiniendo y resignificando lo masculino y lo femenino. Posteriormente, la crisis económica de los años 80 acentuó las tendencias de cambio, no solamente por la necesidad de las mujeres de vincularse al mercado laboral, sino que intervinieron otros fenómenos como la ruptura de uniones y la mayor aceptación al ejercicio de la sexualidad femenina no asociada a la maternidad. La participación laboral femenina llevó a la mujer a asumir la co-autoridad con el hombre, en un estilo que tiende a ser más equitativo, pero con múltiples contradicciones, inversión de roles, y expresiones de poder sobre el eros, con base en la capacidad de generación de ingresos de cada uno (ALONSO, 2008). La figura de la jefa de hogar se ha ido incrementando.
Con este nuevo escenario, empieza la crisis de la masculinidad. La ruptura neurótica de esta “máscara” de lo masculino en los hombres suele ir acompañada de una dolorosa decepción por la pérdida del poder. Ante el desempleo creciente, comenzaron los hombres a percibir la paradoja entre el mito del poder masculino y una realidad de predominio femenino en la esfera doméstica, en donde el hombre se mueve con inexperiencia. Empieza a verse como un extraño a sí mismo y como un mito vacío que tiene que empezar un proceso de reconstrucción de él mismo como sujeto. Comienza a derrumbarse la conexión entre el rol de proveedor y el orgullo de ser hombre, que era la piedra angular de la identidad masculina tradicional. En la medida en que la función proveedora se des-sexualiza, va quedando como lo que realmente es: como una responsabilidad que debe ser cumplida de modo compartido por los dos miembros de la pareja.
En medio de la permanencia del predominio del poder, el actual modelo ha conducido a un cuestionamiento general del modelo tradicional que devaluaba el eros y empieza a tender a otro modelo en el que se lo idealiza. Ha surgido una tendencia a devaluar las actitudes machistas asociadas al poder, y a revalorizar los rasgos vinculados al eros y a lo femenino, tradicionalmente desvalorizados, como la sensibilidad, la intuición, el afecto y la ternura.
No obstante, se nota una gran inconsistencia entre el ideal social y la realidad. Esta enaltecida visión de lo relacional y del cuidado de la familia contrasta en la práctica con una notoria devaluación de estas conductas, tanto por parte de hombres como de mujeres. Las mujeres han asumido nuevas cargas laborales, que les han representado un indudable incremento del poder, en detrimento de sus anteriores tareas relacionales y de cuidado familiar. A su lado, aparece, en los casos en que está presente, un hombre desempleado, para quien no es fácil sustituir a la mujer en este tipo de funciones de atención de los menores y los ancianos, porque nunca se le han desarrollado sus competencias emocionales orientadas al cuidado de otros, ni posee experiencia en ello, ni es reforzado socialmente.
6. Nuevos retos de la individuación en las parejas
Las parejas en transición se encuentran enfrentadas actualmente a una crisis desestabilizadora a causa de la inoperancia de los mecanismos del modelo tradicional que mantenía un precario equilibrio en las polaridades eros-poder, que hacía que las cosas parecieran funcionar bien, aunque no fueran justas. Por ello, la individuación de sus miembros invita a nuevos desafíos.
Recordemos que la individuación se lleva a cabo en un doble movimiento: el primero requiere que el sujeto se des-identifique de contenidos de la realidad; y el segundo que integre conscientemente elementos que emergen del inconsciente y los aplique a los patrones de la cotidianidad (STEIN, 2007). La crisis de los hombres se manifiesta en depresiones frente a la falta de piso seguro. En vez de culparse como lo harían las mujeres, los varones tienden a sentirse impotentes (YOUNG, 1999); han perdido el poder que les daba seguridad y no han encontrado un sustituto. Para superar el trance, requieren descubrir la experiencia de la depresión en términos de la proyección de lo contrasexual femenino (YOUNG, 1999). Como se había mencionado, sólo a través de lo opuesto se puede progresar psicológicamente. Detrás de las manifiestas ansias de poder masculinas existía un eros en estado inconsciente que es necesario aceptar. Hasta este momento, se había visto impulsado a identificarse con la máscara de lo masculino y mantenerse alejado de la sombra contrasexual, pero la individuación es un proceso de diferenciación que tiene por objeto el desarrollo de la personalidad individual. Por eso, exige que el hombre se distancie de los atributos masculinos colectivos con las que se había identificado, y preste mayor atención a los elementos emergentes de lo contrasexual. Eso lo llevará a valorar lo relacional femenino, permitirse la dependencia hacia los demás, aceptar las necesidades personales y tener menos exigencias de éxito, poder y ambición. Si no lo hacemos, nos estancaremos psicológicamente.
Por el contrario, en el caso de las mujeres, tras el eros devaluado manifiesto existían unas ansias de poder que han logrado emerger, acercándose a su sombra contrasexual masculina, pero los conflictos que afrontan en esta nueva etapa son resultado de la falta de conciliación entre el poder adquirido y las conductas asociadas al eros. Han ganado espacios de poder, pero se enfrentan con un conflicto entre lo laboral y el cuidado de los suyos, a lo que responden con síntomas neuróticos asociados a la autoculpabilidad. El resultado típico de la actual problemática femenina son las mujeres que han logrado una profesión y que trabajan exitosamente en ella, compitiendo con los hombres, pero que se sienten desprovistas de posibilidades para relacionarse afectivamente con el otro sexo. El poder y la autonomía recuperados tienden a remplazar las expresiones relacionales del eros. El problema ahora es tratar de mantener eros y poder conciliados, sin que medie la culpa. El acceso a la individuación debe realizarse a través de la integración de esas dos fuerzas. En otras palabras, que el poder no vaya a sacrificar al eros. Que eros y poder coexistan… sin culpabilidad.
Los miembros de las parejas del modelo actual que acabamos de describir, deben aprender a llevar a cabo la des-identificación de los elementos externos de la máscara de género, lo cual permitirá que cada uno pueda observar cómo las actitudes de eros y poder entran a la consciencia, y poder juzgarlas, sin necesidad de aferrarse a ellas ni de actuarlas impulsivamente como antes. Romper con esos automatismos de género del pasado puede generar una sensación de incertidumbre y de ir a la deriva, como lo que sienten algunos hombres en la actualidad, pero paulatinamente se creará un nuevo centro de estabilidad. A medida que nos desprendemos de las imitaciones sociales, nos liberamos de la repetición compulsiva de patrones culturales del pasado. Eso permite también prestar mayor atención a lo inconsciente, que es la segunda etapa de la individuación. Representa la integración de la sombra y una mayor consciencia de sí mismos. La atención y asimilación de contenidos inconscientes permiten además recibir la orientación que fluye del presente a un posible futuro (STEIN, 2007).
Se busca llegar a convertirse en “individuos psicológicos”, en términos junguianos. Se requiere que las parejas busquen espacios de reflexión que permitan actuar la “función trascendente”, la cual surge de la unión de contenidos conscientes e inconscientes. Aunque es un reto difícil, se trata de descubrir el lugar para un diálogo sincero y autocrítico, mediado por lo simbólico, en que se manifiesten eros y poder. Es buscar que lo no-racional tome el mando y la pareja pueda confiar en el fluir de un proceso vital que deje vía libre a nuevas posibilidades. A través del símbolo, podrán resolverse conflictos aparentemente sin solución racional y llevar a cambios de actitud en las personas. Ese lugar en que opere la función transcendente es comparable al «espacio transicional» de Winnicott, que no es ni la realidad ni la fantasía, sino un ámbito intermedio en el que se llevan a cabo los cambios de actitud. Es también asimilable al “espacio libre y protegido” de Dora Kalff, que se busca crear mediante el juego de la caja de arena,
Quizás un requisito previo al descubrimiento de este espacio transformador, es que hombre y mujer hayan hecho un trabajo interior de reconocimiento de su propia “máscara” y de su propia sombra. Si no lo han hecho, el problema del poder comienza a dominar la relación. La “máscara” de uno de los dos se vuelve sólo lo positivo, olvidando que tiene una sombra en su interior, y trata de convertirse en el “cónyuge perfecto”, sin defectos ni debilidades. En ese caso, el otro cónyuge se suele transformar en la sombra absoluta, débil y dependiente del ser perfecto, el cual se dirige al otro con poder. Nada de eros cuida del cónyuge “defectuoso” pues no hay sombra que se reconozca en el ser perfecto (GUGGENBHÜL, 1974). Esas son las consecuencias de no reconocer cada uno sus luces y sus sombras.
Otra dificultad es que las contradicciones internas entre eros y poder producen descontento dentro de cada individuo, y como ese descontento se produce de manera inconsciente, se suelen proyectar las contradicciones sobre el cónyuge. Y eso crea una atmósfera crítica en la dinámica de la pareja. Pero paradójicamente, esa es una condición imprescindible para que haya una ampliación de conciencia en ambos. Otro tropiezo más es que, a menos que exista un desarrollo individual por parte de las dos personas, la pareja no podrá sobrevivir. Sin embargo, las circunstancias de vida harán que haya momentos en que los dos crezcan interiormente al mismo tiempo, mientras que en otros se favorezca el desarrollo de sólo uno de ellos. Del grado de solidez de la pareja dependerá su capacidad de resistir y superar estos desequilibrios.
7. Conclusión
Es posible analizar la dinámica eros – poder en ambos modelos, tanto en el plano de la sociedad como de las parejas. En ambos modelos ha imperado el poder, pero en el primero había una subvaloración del eros. Los hombres habían desarrollado el poder y las mujeres el eros, y la creación de redes y las funciones de cuidado estaban por consiguiente en manos de ellas.
Las tendencias del nuevo modelo han llevado a una idealización del eros pero la valoración social del poder continúa. Los hombres han disminuido su poder pero sin aumentar su eros, mientras que las mujeres han ganado en poder y han disminuido su eros, y las funciones de cuidado se han ido convirtiendo en un conflicto adicional de la pareja: continúan en manos de la mujer, con participación del cónyuge, o en manos de terceros o en la opción de no tener hijos. Pero los hijos y los viejos comienzan a verse como obstáculos a los desempeños laborales que empoderan y no como vínculos afectivos gratificantes.
Se requiere que ambos sexos valoren las transformaciones que se están produciendo en esta transición, como un símbolo de equilibrio, para ir asumiendo paulatinamente la des-sexualización de la función proveedora, con un poder que se comparte y un eros fortalecido en la dimensión relacional y de cuidado de los demás. Así, las relaciones lograrían constituirse en un lugar de individuación para ambos sexos. Es necesario que cada miembro de la pareja desarrolle la capacidad de verse no sólo desde la perspectiva única del complejo contrapolar eros y poder. El camino está en que hombres y mujeres lleven a cabo una autopercepción de sí mismos y faciliten la aparición de espacios nuevos de evolución mutua (YOUNG, 1999). De este modo, esa relación íntima logra constituirse en un lugar de individuación para ambos, en la medida en que se reflejan mutuamente en la transformación y descubren una actitud lúdica para lidiar con los demonios y falsos dioses de la contrasexualidad, como decía Jung (JUNG, 1935).
Al sostener las tensiones de los opuestos eros y poder, y reflexionar sobre los significados que tienen para cada uno, los miembros de la pareja pueden descubrir que su convivencia es una «relación psicológica» tal como la denominara Jung, entendida como un espacio sagrado en que cada miembro se enfrente tanto con lo temido como con lo ideal, a través de las reflexiones del otro. Pensar la pareja sólo en términos de felicidad significa que uno se casa con la idea de que la convivencia nos va a llevar a un estado de bienestar, satisfacción, paz y plenitud. Pero si la entendemos en términos de conocimiento, significa verla como una vía de desarrollo personal y un camino hacia el proceso de individuación. Pero hay que aceptar el conflicto en la convivencia, pues en la pareja hay dos individuos que chocan con sus respectivas zonas inconscientes (GUGGENBHÜL, 1974). Gracias.