Guillem Feixas y
Ma Teresa Miró
Guillem Feixas Viaplana es profesor titular de Técnicas de Psicoterapia en la Universidad de Barcelona, presidente de la Sociedad Española para la Integración de la Psicoterapia (SEIP) y coautor de la obra Constructivismo y Psicoterapia, entre otras. María Teresa Miró Barrachina es profesora titular de Psicoterapia en la Universidad de La Laguna. Ambos autores tienen varios años de experiencia clínica y cuentan con decenas de publicaciones en esta área. Además son miembros didactas de la Asociación Española de Psicoterapias Cognitivas (ASEPCO). Este documento corresponde a un segundo segmento del Capítulo 1 de su libro Aproximaciones a la Psicoterapia (1993), Barcelona: Editorial Paidós.
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La pregunta sobre quiénes son los que practican la psicoterapia en la actualidad puede plantearse, al menos, de dos formas distintas. Por un lado, puede plantearse desde el punto de vista de los requisitos formales que se requieren para ser socialmente autorizado como psicoterapeuta, área que abarca la formación profesional de los psicoterapeutas. Pero, por otro lado, también puede formularse desde el punto de vista de las características personales asociadas con la elección de la profesión de psicoterapeuta, área sobre la que existe en la actualidad un incipiente cuerpo de datos empíricos.
Con relación a los requisitos formales, conviene tener presente que, aunque el rol social del psicoterapeuta es muy antiguo, la profesión de psicoterapeuta es muy reciente. Hasta mediados de este siglo no se inició el proceso de institucionalización de la profesión de psicoterapeuta que, gracias al fuerte incremento de la demanda social, empieza a consolidarse en nuestros días. En este sentido, a la psicoterapia se le ha llamado la quinta profesión (Henry, Sims y Spray, 1971). Con esta expresión se han querido poner de manifiesto dos hechos: por un lado, que el papel de psicoterapeuta se ha ejercido tradicionalmente en el marco de la medicina, la pedagogía, la asistencia social y la religión, y por otro que, en la práctica, cada una de estas profesiones necesita recurrir actualmente a los conocimientos y técnicas psicoterapéuticas. Como Orlinsky (1989) ha señalado: «El hecho es que miembros de varias profesiones se capacitan, después de una preparación especial, para practicar la psicoterapia» (pág. 422). Considerar a la psicoterapia como la quinta profesión significa, en última instancia, reconocer tanto que la psicoterapia comparte aspectos importantes con las profesiones antes mencionadas, como que no puede identificarse correctamente con ninguna de ellas (Orlinsky, 1989). En definitiva, la psicoterapia tiende en la actualidad a consolidarse como una profesión autónoma.
Esta consolidación de la psicoterapia como profesión autónoma lleva consigo el problema de la formación del psicoterapeuta. Tradicionalmente, esta formación se ha venido realizando de un modo más o menos estructurado dentro de los contextos profesionales que habían asumido la psicoterapia entre sus funciones. En la actualidad, sin embargo, la formación de los psicoterapeutas tiende a consolidarse en el marco de la psicología científica. Para poder desempeñar su labor, los psicoterapeutas necesitan poseer conocimientos específicos sobre los procesos de aprendizaje, la dinámica de la personalidad, los procedimientos y técnicas de la evaluación psicológica, la psicopatología, los principios de la interacción social, los procesos cognitivos y emocionales, el desarrollo durante el ciclo vital, etc… Junto a estos aspectos básicos de la formación de los psicoterapeutas sobre los que existe un consenso razonable, existen otros aspectos que resultan específicos de cada modelo psicoterapéutico y sobre los que el consenso no es tan claro. Por ejemplo, desde el punto de vista psicoanalítico se considera imprescindible la realización de un psicoanálisis personal y didáctico antes de que el futuro psicoanalista pueda ejercer como tal. En resumen, podemos decir que, aunque la tendencia en la actualidad apunta hacia la formación de psicoterapeutas en el marco de la psicología científica, los principales argumentos en este campo se han desarrollado en el marco de los distintos modelos psicoterapéuticos y, por esta razón, los abordaremos con mayor detalle más adelante.
Con relación a las características personales de los que practican la psicoterapia, Guy (1987) ha realizado una interesante sistematización de la investigación sobre las características personales asociadas con la elección de la profesión de psicoterapeuta. Los datos en los que se basa esta revisión están extraídos de encuestas realizadas a psicoterapeutas profesionales. Este autor ha distinguido entre motivaciones funcionales, es decir, las que resultan beneficiosas para el ejercicio de la profesión, y motivaciones disfuncionales, que son las que pueden minar la eficacia psicoterapéutica y reducir la satisfacción profesional. Ambos tipos de rasgos se describen en las tablas 2 y 3.
Tabla 2. Motivaciones funcionales asociadas con la elección de la profesión de psicoterapeuta (adaptado de Guy, 1987)
— Interés natural por la gente y curiosidad sobre sí mismos y los demás. Esta característica parece asociada con el aprecio por los aspectos creativos, expresivos y artísticos de la vida. También se ha descrito corno un deseo de descubrir los aspectos más profundos de la vida y la experiencia humana.
— Capacidad de escuchar. Es uno de los principales instrumentos curativos del psicoterapeuta. Las personas inclinadas a convertirse en psicoterapeutas parecen tener una tendencia natural a disfrutar oyendo a los demás hablar de sí mismos, aunque esta habilidad también puede mejorar con una preparación adecuada.
— Capacidad de conversar. Los que devienen psicoterapeutas suelen tener buenas habilidades verbales y conversar les resulta reforzante y reconfortante.
— Empatía y comprensión. Estas personas son capaces de reflejar el significado y la motivación de la conducta, los pensamientos y los sentimientos de sí mismos y los demás.
— Capacidad de discernimiento emocional. El conocimiento y la aceptación de las propias emociones promueve una acritud natural y genuina que facilita la curación psicoterapéutica de los demás (Rogers, 1961); de igual modo, el trabajo del psicoterapeuta no sólo requiere tolerar un amplio rango de emociones, tristeza, ira, alegría, desilusión… sino que puede requerir también su facilitación.
— Capacidad introspectiva. La tendencia a la introspección en los psicoterapeutas puede ayudarles a facilitar la autoexploración del cliente (Rogers, 1951).
— Capacidad de auto negación. La capacidad de abnegación y de negación de las gratificaciones personales resulta beneficiosa para la práctica de la psicoterapia, en el sentido de que la tarea requiere que el terapeuta deje a un lado sus propias necesidades personales y se centre exclusivamente en las necesidades del paciente.
— Tolerancia a la ambigüedad. Entendida como la capacidad para soportar lo desconocido, las respuestas parciales y las explicaciones incompletas. Es importante para la práctica de la psicoterapia, ya que muchas situaciones vitales y existenciales no tienen a menudo una respuesta clara. El terapeuta debe tener la capacidad para resistir un cierre prematuro, dar respuestas rápidas o asumir una posición autoritaria ante el estado de confusión y crisis del cliente.
— Capacidad de cariño. Las personas que eligen la profesión de psicoterapeuta parecen poseer una actitud de paciencia y cariño hacia los demás, a menudo acompañada con una acritud no crítica que les permite aceptar a las personas como son.
— Tolerancia a la intimidad. El deseo de intimidad, contacto y cercanía con otras personas parece ser otra motivación importante de los que eligen esta profesión, que resulta beneficiosa para su práctica, porque el terapeuta eficaz debe ser capaz de tolerar una intimidad profunda durante largos períodos.
— Confortable con el poder. Aquellos que disfrutan sintiéndose en una posición de poder e influencia pueden sentirse atraídos por la profesión de psicoterapeuta, dado que pueden llegar a tener gran influencia sobre las vidas de sus clientes. Sin embargo, el psicoterapeuta eficaz debe saber evitar la trampa de sentirse omnipotente.
— Capacidad de reír. Aquellos que tienen un buen sentido del humor y disfrutan riendo con otros pueden sentirse cómodos en el papel de psicoterapeuta. Esta capacidad de reír es interesante para la práctica de la psicoterapia no sólo por la inherente cualidad tragicómica de muchas situaciones de la vida, sino también porque el humor, cuando se expresa en el momento oportuno, tiene ciertas propiedades curativas.
Tabla 3. — Motivaciones disfuncionales asociadas con la elección de la profesión de psicoterapeuta (adaptado de Guy, 1987)
— Aflicción emocional. Varias investigaciones han puesto de manifiesto que muchos psicoterapeutas eligen esta profesión movidos por un deseo de alcanzar mayor comprensión de sí mismos, un mayor dominio sobre sus problemas personales y una auto curación de sus propios trastornos emocionales (Henry et al., 1973). Esta motivación, sin embargo, puede ser perjudicial o beneficiosa para el ejercicio de la profesión en función de si el futuro psicoterapeuta consigue, a través de su formación, superar sus trastornos personales. La naturaleza misma de la formación en psicoterapia promueve la introspección, el discernimiento emocional y la reorganización psicológica. Si todo ello conduce a que el futuro psicoterapeuta alcance una resolución de sus propios traumas y un nivel superior de funcionamiento, entonces es posible que las personas que han sufrido personalmente altos niveles de trastorno psicológico sean los mejores psicoterapeutas (Biau, 1989). Sin embargo, si ello no es así, el futuro psicoterapeuta puede desarrollar un deseo mesiánico de compartir vicariamente la curación de otros cuando la propia parece inalcanzable. Esta actitud mesiánica puede ser totalmente contraproducente para el ejercicio de la profesión, porque puede distorsionar seriamente la distancia terapéutica.
— Manejo vicario. Bugenral (1964) ha sugerido que muchos psicoterapeutas se deciden por esta profesión como una forma de tratar vicariamente con las contingencias y realidades de la vida. El psicoterapeuta puede así ponerse en la posición de ayudar a otros a superar cuestiones no superadas en su propia vida. Esta situación puede conducirle a adoptar una posición voyerista en la relación terapéutica, que difícilmente puede beneficiar al paciente.
— Soledad y aislamiento. Varios estudios han revelado que una proporción considerable de psicoterapeutas habían realizado esta elección profesional para superar una profunda sensación de soledad y aislamiento, provocada por circunstancias diversas (Henry et al., 1973), y ofrecen la cifra de un 60 % de los varios miles de psicoterapeutas considerados en su estudio. La profesión de psicoterapeuta puede así ser elegida porque, debido a la unidireccionalidad de la relación, permite satisfacer la necesidad de contacto e intimidad en un contexto estructurado y seguro. Esta motivación, no obstante, resulta perjudicial tanto para el ejercicio de la profesión como para la vida personal del terapeuta.
— Deseo de poder. Como se mencionó antes, el deseo de tener un sentido de poder personal puede ser una motivación funcional para el ejercicio de la profesión, pero cuando el psicoterapeuta no consigue una distancia apropiada de este poder, la idealización del mismo que realiza el cliente puede producir en el terapeuta una tendencia general hacia la agresividad, el dominio y la explotación de los demás en sus relaciones personales. De igual modo, aquellos terapeutas que sienten una necesidad de influir, controlar o «convertir» a los demás, pueden tener dificultades a la hora de respetar el derecho y la responsabilidad del cliente de tener su propia opinión y autonomía y pueden convertir la relación terapéutica en una plataforma de debate, confrontación e influencia.
— Necesidad de amor. Como mencionamos antes la necesidad de expresar cariño y amor puede ser funcional para el ejercicio de la psicoterapia; sin embargo, también puede ser perjudicial cuando va acompañada de un afán mesiánico o cuando el psicoterapeuta entiende que su amor y aceptación, por sí mismos, son agentes curativos. La grandiosidad de esta actitud puede ser contraria a los intereses del paciente.
— Rebelión vicaria. Bugental (1964) ha indicado que algunos pueden sentirse atraídos por esta profesión porque ofrece una oportunidad segura para expresar sus necesidades de rebelarse y atacar a la autoridad. Esta actitud también resulta perjudicial para la práctica de la psicoterapia, porque puede conducir a recomendar a los pacientes actitudes contrarias a la tradición que pueden, de hecho, funcionar en contra de los intereses de éstos.
Junto a los rasgos personales mencionados, la elección de la profesión de psicoterapeuta se ha estudiado también en relación con determinadas condiciones familiares. Como ya hemos indicado, muchos terapeutas admiten que entraron en la profesión buscando satisfacer una necesidad de intimidad. En el origen de esta necesidad suele haber experiencias de marginación social, económica o religiosa durante la infancia, de modo que muchos de estos futuros psicoterapeutas han crecido con una sensación recurrente de «ser diferentes» a los demás. Aunque no existen estudios suficientes para poder hablar de un perfil característico de las familias de origen de los que eligen la profesión de psicoterapeuta, los datos citados por Guy (1987) indican que la madre normalmente se describe como la figura central de la casa, mientras que el padre es presentado como pasivo y sin una interacción emocional intensa con el hijo. Frecuentemente, se describe a la madre con una tendencia a comunicar al futuro psicoterapeuta sus propios problemas forzando, de este modo, en el niño el proceso de maduración emocional y cognitiva. También resultan frecuentes las situaciones en las que el futuro psicoterapeuta se ve implicado en los problemas entre los padres. Aunque hay que insistir en su carácter tentativo, estos datos, en resumen, parecen indicar que los futuros psicoterapeutas provienen de familias en las que la situación de reciprocidad emocional ha estado alterada por diversas circunstancias, facilitando así una forma de relacionarse con los demás en la que se es muy sensible a las necesidades de los otros, mientras a la vez se aprende a silenciar la expresión de las propias necesidades.
Dado este estilo de interacción, la carrera de psicoterapeuta puede aparecer como la elección de algo lógico, confortable y familiar (Guy, 1987).
Aunque los datos que acabarnos de mencionar pueden ser muy interesantes por lo que respecta a la cuestión de qué tipos de personas eligen la profesión de psicoterapeuta, no se centran directamente en los atributos y habilidades que debe poseer el buen psicoterapeuta o el psicoterapeuta eficaz. Y no conviene confundir ambas cuestiones.
Lo que verdaderamente interesa, tanto para facilitar la formación de psicoterapeutas como para consolidar la propia profesión, es saber qué características y habilidades del terapeuta están asociadas con el proceso y el resultado de la psicoterapia. Por esta razón, desde sus inicios en los años cuarenta en el marco de la escuela de Rogers, la investigación empírica en psicoterapia se ha dirigido a aislar las variables del terapeuta asociadas con un buen resultado terapéutico. De hecho, esta escuela de investigación psicoterapéutica llegó a sostener que la implantación eficaz de las técnicas específicas debe descansar en las cualidades personales del terapeuta (Truax y Carkhuff, 1967).
Este punto de vista en la actualidad ya no resulta representativo, porque, entre otras cosas, el avance de la investigación (véase el capítulo de «Aproximación metodológica») ha permitido «manualizar» los modelos terapéuticos de forma tal que el nivel de competencia en la aplicación de las técnicas ha podido aislarse como una variable del terapeuta que ha mostrado tener una relación positiva con variables de éxito terapéutico (Beutler, Crago y Arizmendi, 1986). Y el nivel de competencia no depende tanto de las cualidades personales del psicoterapeuta, como de su formación y práctica en el manejo de las técnicas psicoterapéuticas.
Hasta el momento nos hemos referido al terapeuta en un sentido unipersonal; sin embargo, para ser estrictos nos deberíamos referir al sistema terapéutico como entidad que puede incluir más elementos que el terapeuta. Por ejemplo, muchas psicoterapias, especialmente de grupo o familiares, contemplan el rol del co-terapeuta. Se trata de una figura que trabaja de forma coordinada con el terapeuta, pudiendo ser su relación muy variada: desde un trabajo paritario en el que los dos se sitúan al mismo nivel (hablaríamos entonces de dos co-terapeutas más que de terapeuta y co-terapeuta) hasta distintos grados de colaboración en los que el co-terapeuta adopta un papel más secundario (toma notas, se centra en tareas más específicas y limitadas, etc.).
Esto nos lleva a plantear un concepto más amplio, el de equipo terapéutico, que incluye una mayor gama de posibilidades. Este equipo se caracteriza por compartir parte de la responsabilidad terapéutica, bien asesorando al terapeuta a partir de sus comentarios acerca del estado del caso (en lo que comúnmente se conoce como sesiones clínicas), bien observando el proceso directamente (a través de un vídeo o espejo unidireccional) y eventualmente participando de modo simultáneo en dicho proceso (mediante consultas con el terapeuta durante la sesión o incluso con mensajes dirigidos directamente al cliente). Aunque han sido principalmente los terapeutas sistémicos los que han desarrollado estas modalidades, éstas constituyen aportaciones de un valor considerable para la psicoterapia en general.
La figura del supervisor cuenta con mucha más tradición. Pero quizá, para decirlo con más propiedad, tendríamos que referirnos al contexto de supervisión, puesto que se realiza también en grupo. La supervisión del trabajo terapéutico es un ingrediente necesario no sólo para los terapeutas principiantes sino que resulta un recurso importante a lo largo de la trayectoria de un psicoterapeuta. Consiste en una consulta de un caso a un terapeuta considerado más experto, sea por su mayor experiencia, prestigio, o simplemente por la distancia en la que se sitúa al no estar implicado directamente en el caso.
Generalmente se distingue entre supervisión directa, en la que el supervisor observa desde un monitor o espejo unidireccional el trabajo del terapeuta, y supervisión indirecta, opción mucho más frecuente en la que la consulta de supervisión se realiza con posterioridad y parte del relato del terapeuta.
En resumen, la característica más relevante del papel de terapeuta es que intenta ayudar al paciente. Como veremos luego, disponemos de algunos datos acerca de las características del terapeuta eficaz. Sin embargo, no existe hoy por hoy un consenso claramente establecido sobre qué es lo que el terapeuta tiene que hacer para resultar útil, una pregunta quizás ingenua pero que, en realidad, encierra la complejidad de nuestra empresa. En un sentido general, independientemente de su orientación, es obvio que el terapeuta tiene que (a) formular alguna hipótesis acerca del problema del cliente y (b) tomar decisiones acerca de qué hay que hacer primero y qué hay que hacer después. Y tanto para (a) como para (b), el terapeuta necesita funcionar a partir de algún modelo terapéutico. Estas cuestiones, por tanto, las trataremos en el marco de los modelos terapéuticos.