Nació en Israel, estudió en el Instituto Jung de Zurich, se graduó como analista en 1959. Tuvo práctica privada en Haifa y fue profesor y supervisor de estudiantes de postgrado en la Universidad de Tel-Aviv. Expresidente de la Asociación Israelí de Psicología Analítica. Este documento hace parte del libro Spiegelman, J.Marvin (Ed.) (1990). Analistas Junguianos. Barcelona: Ediciones Índigo.
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Mi respuesta inmediata a esta cuestión es que, por supuesto, yo no lo hago, sino que dejo que ocurra. Cuanto más lo quiero y lo intento hacer, menos se dạ. Esto es sólo una verdad a medias, porque al recibir a la persona que analizo, sentado enfrente de ella, refiriéndome a ella, ya hago algo. Para no escribir sólo sobre lo que pienso, me pregunté cómo podría expresar mi trabajo analítico mediante el cuerpo. Me vi con los brazos abiertos, sonriente e inmóvil, delante del paciente. Le miraba y sabía que mi siguiente movimiento dependía por entero de él. Si se movía, yo también me movería como el cuerpo quisiera moverme. Hacia adelante o hacia atrás, hacia un lado, cerrando un poco los brazos, abriéndolos de nuevo, y así sucesivamente. Me sentía en completa referencia con el cuerpo, dando espacio y libertad de elección al paciente. Podía animarlo a que se moviera conmigo, podía seguirlo y podía acelerar o frenar los movimientos.
¿Y yo dónde estaba, qué expresaba el cuerpo? Sentí que pies bajaban, se hundían en la tierra, y que las manos subían hacia el cielo. Sentí un movimiento hacia la derecha, hacia afuera, activo, y un movimiento hacia la izquierda, hacia dentro, pasivo. Sentí que tiraban de mí en diferentes direcciones, aunque al mismo tiempo armonizaba con ellas. Sentía lo opuesto, lo expresé en el cuerpo y al mismo tiempo sentía el cuerpo como uno. Empecé a bailar con la imaginación. Expresé el sufrimiento de sentirme desgarrado y de pronto me sentí feliz por poderme manifestar con el cuerpo. Entonces me dominó otro fuerte impulso: dejé de moverme, me sentí como inmovilizado, pesado, muerto y luego otra vez de vuelta a la vida, moviéndome contento, ligero, feliz.
Lo que sentí en mi cuerpo se corresponde a la teoría de Jung sobre la unión de los opuestos. La fantasía relatada comenzó con la imagen de mi relación con el paciente, de pie frente a él, y evolucionó en una fantasía sobre mí. Estos dos aspectos, la relación con el otro y conmigo mismo, son los dos aspectos esenciales de mi trabajo.
Respecto al paciente, me vinieron a la mente estas palabras: amor, empatía, sentimiento, dar espacio, ser consciente y preguntarse sobre la diversidad de los seres humanos y sobre la diferente forma de expresarse de cada ser humano. Luego me pregunté qué colores expresarían mejor mi manera de trabajar. Primero pensé en un rojo cálido y sedante, a veces intenso y entusiasta. (Claro, la función sensitiva, comentó el analista que hay en mí.) Pero entonces aparecieron el marrón y el verde, tierra, base, raíces y vegetación, vida vegetativa, plantas, crecimiento natural. Y sólo entonces siguió el azul: frío, interpretativo, analista al tiempo que distante, espiritual, significativo.
Primero quiero retroceder a mis años de estudio en Zurich, a principios de la década de los cincuenta. Recuerdo dos frases que dijo Jung durante una charla con los estudiantes del Instituto. Una es muy conocida: «Mi método es no método». La segunda es: «Estoy contento de ser Jung y no junguiano». Con esto entendí que tenía que encontrar mi propia forma de trabajar para liberarme, hasta cierto punto, de la teoría junguiana. Significaba relacionarme con el paciente más con el corazón y las entrañas que con la cabeza. Esto era muy difícil de conseguir, dada la normal inseguridad de un joven terapeuta en el encuentro con la persona que sigue un tratamiento. Según lo que había estudiado, había que saber dónde estaba el paciente en relación con su patología. Mi analista y los analistas que me supervisaban me ayudaron mucho a encontrar mi propio camino. Acudí a cuatro o cinco analistas diferentes para que me supervisaran y a veces llevé el material de los mismos pacientes a diferentes analistas. La diferencia en su interpretación del material, de los sueños, me dio muchos dolores de cabeza y me forzó a formarme mis propias conclusiones.
Recuerdo una de mis primeras experiencias como analista en Israel. Después de la primera entrevista, una mujer -víctima del holocausto- dijo que era el primer terapeuta que no había tomado notas durante la entrevista, ¡y yo era su décimo terapeuta! (Si relata un sueño o un hecho importante lo anoto después de la hora, para ayudarme a recordar.) Así me di cuenta de lo importante que es para mí escuchar con empatía lo que se dice e interiorizarlo antes de hacer comentario o interpretación alguna. Estoy abierto, escucho desde el Yo, desde el centro de mi personalidad, desde las entrañas, y no desde la cabeza.
Al principio de mi carrera profesional como analista, utilicé demasiado la jerga junguiana y, sobre todo, demasiado pronto en mis análisis. Me percaté de ello al hablar con analistas de otras escuelas. Recuerdo frustrantes discusiones en grupo en las que cada uno se mantenía en su postura teórica y la comunicación era imposible. En discusiones privadas con colegas de otras escuelas no sólo aprendí a apreciar su trabajo, sino que encontré que detrás de todas las diferencias teóricas había muchas veces una base común que tal vez se podría denominar «punto de vista humano». Aprendí a formular sin jergas profesionales, con pacientes y colegas. Por otro lado, discutir con colegas junguianos_utilizando, por ejemplo, los conceptos de Animus o «ánima» ayuda y fomenta el proceso de entendimiento mutuo. No obstante, también puede ser restrictivo: nombrar los complejos puede sacar la esencia de la persona y muchas veces se vuelve negativo (ejemplo, Animus = complejo negativo). Al nombrar un complejo decimos muy poco de la persona en sí, y muchas veces los analistas desconocemos nuestros propios complejos mientras hablamos de los que tienen los demás.
A continuación expongo una experiencia con un paciente que me animó a encontrar mi personal forma de terapia. Un paciente, que había estado en tratamiento con un colega, me explicó en una sesión lo bien que se sentía al poder hablarme sobre cosas que le habían ocurrido durante la semana. En el tratamiento que había seguido previamente, los sueños constituían el principal punto de atención, y muchas veces se iba de la sesión muy frustrado y tenso por no haber podido desahogarse, expresar su rabia y desesperación por cosas que le habían ocurrido y sobre las que no había hablado, al poner su énfasis en el análisis de los sueños. Aunque también trabajo mucho con sueños, presto más atención a lo que llamamos la «realidad externa», no sólo mediante la interpretación del material del inconsciente en términos de situación interna, sino también en relación con hechos externos. Asimismo, considero la realidad externa desde el punto de vista interno. Es fácil perderse en uno de los dos extremos: trabajar sólo sobre la realidad interna, los sueños y la imaginación activa, o trabajar sólo sobre la realidad externa. Escojo el camino de en medio y, según la condición del paciente, doy más importancia a lo interno o a lo externo.
Recuerdo a una paciente de treinta y cinco años que estaba inmersa en un mundo interior de cuentos de hadas. Podía referirme a ello con empatía, eludiendo interpretaciones. Esta actitud de no enjuiciar, así como mi aceptación de su mundo interno, hicieron que, poco a poco, ella desarrollara una actitud más sana hacia los valores terrenales que, en su caso, eran sobre todo problemas de dinero.
Una mujer con problemas de la infancia (complejo de madre negativa) tuvo durante años un grave problema matrimonial. Intentó encontrarle sentido a la vida estudiando filosofía hebrea y arte en la universidad. Durante nuestro trabajo llegué a la conclusión de que el análisis no le podía ayudar mucho. Se interesaba por el trabajo artístico y me dio la impresión de que no debería aumentar su actividad intelectual, podría dejar sus estudios universitarios y su preocupación por su problema matrimonial y dedicarse al espíritu en su trabajo creativo. A partir de ahí me liberé de la creencia de que el análisis, trabajando sobre uno mismo, es algo que tiene que hacer todo el mundo. Si el espíritu creativo quiere expresarse a través del artista, yo, como una comadrona, tengo que ayudar a nacer al bebé: el trabajo artístico.
Con una paciente de unos cuarenta y cinco años, tuve una experiencia profundamente emotiva que me enseñó a ser muy sensible a cualquier intuición que tuviese al ver a un paciente por primera vez. Me recordó a mi difunta madre, se le parecía mucho y caminaba casi igual cuando la vi entrar en mi consultorio. Entonces no me preocupé de lo que eso podía significar. Un doctor en medicina me la había mandado porque tenía síntomas de obesidad e histeria, confirmados por los resultados de un test Rorschach que le había hecho un renombrado psicólogo. Un año antes de visitarme, un psiquiatra le diagnosticó depresión. Un test quirológico sugirió la presencia de una enfermedad física no específica. Empecé la terapia con una sesión semanal. Ella estaba bajo constante observación médica. A los ocho meses de iniciar la terapia, tuvo un ataque y un psiquiatra lo diagnosticó como un ataque epiléptico y ordenó que se le aplicara un EEG (electroencefalograma). Poco después contó un sueño en el que, delante de su madre, mató tres palomas y les sacó el cerebro. Dos semanas más tarde la operaron para extraerle un tumor cerebral (no maligno), pero murió al día siguiente sin haber recobrado el conocimiento. Entonces no sólo pude entender el sueño sino que también relacioné la impresión inicial que me produjo la semejanza de la paciente con mi madre: ambas murieron de un tumor cerebral. Es probable que se la hubiera podido salvar si se hubiera diagnosticado el tumor antes. Aprendí a tomar en serio mis sentimientos e intuiciones.
Como analista novato tuve dificultades en tratar con el amor cuando surgía durante la hora de sesión. Intenté explicar el sentimiento con ayuda del concepto de transferencia. ¿Cuál era la diferencia entre transferencia, relación y amor? Tuve un cambio de actitud cuando, en una ocasión, un joven paciente, moviéndose sin cesar en la silla, musitó: «Te quiero». Yo respondí, sin vacilar, de acuerdo con mis verdaderos sentimientos: «Yo también te quiero». Me sorprendió que después de eso el análisis siguiera su curso. Así también me liberé, en el tratamiento con pacientes femeninas, de mi inhibición de contestar el mismo «te quiero» cuando realmente lo sentía. En mi trabajo sobre la empatía doy cuenta de esas experiencias.
En lo referente a las víctimas del Holocausto, encontré una empatía de extrema importancia. Me liberé de tener que resolver la transferencia en cada caso. Este trabajo lo describí en mi informe sobre Psychotherapy of Nazi Victims.
Tout accepter, tout pardonner, dice el refrán (aceptarlo todo, perdonarlo todo). Puedo dar el ejemplo de una víctima del Holocausto que fue muy infeliz en su matrimonio. Su esposa no había vivido el Holocausto. Este hombre sufrió insoportables torturas y privaciones en un campo de concentración y, en mi opinión, merecía más amor y compasión. Su mujer no quería ocuparse de él, quería un hombre y no un marido que era como un niño necesitado. A causa de sus profundas necesidades y de su demanda de amor incondicional, este hombre echaba a perder las relaciones. Como analista, tenía el deber de trabajar sobre sus fantasmas para ayudarle a llevar una vida más normal. Mi identificación con la víctima constituía un obstáculo que tuve que superar para realizar ese trabajo. Estos problemas los expongo en Victims and Victimizers, donde intento demostrar que somos al mismo tiempo víctimas y victimarios, y esa identificación con un aspecto del arquetipo puede influir en la visión el otro aspecto.
Como terapeuta principiante, estaba muy entusiasmado y sólo más tarde me di cuenta de que ese entusiasmo repercutía positivamente en mi espontaneidad, pues vi que así era posible mantenerla después de muchos años de trabajo. Para mí, estar en forma significa descansar con cierta frecuencia, en contacto con la naturaleza, haciendo algún trabajo creativo diferente a la terapia, como puede ser escribir o dar conferencias. También significa estar abierto a las ideas nuevas tales como la holística, el movimiento de autoconscienciación, la parapsicología.
A lo largo de los años he tratado muchos de los llamados trastornos prematuros. Estos casos requieren mucha paciencia porque el proceso terapéutico es muy lento. Con frecuencia topo con mi propia lentitud y eso me da fuerzas para aceptar la del proceso.
Intento liberarme de cualquier idea preconcebida. Recuerdo a una mujer que vino a verme, después de pasarse varios años en tratamiento freudiano, con un conflicto sobre si debía continuar en tratamiento o empezar a estudiar en la universidad, pues, por razones técnicas, no podía combinar ambas cosas. Sentía una honda frustración, dado que no había podido estudiar a causa del Holocausto y porque emigró inmediatamente después de la guerra (1945). Se alegró de que la animase a estudiar y de que le dijera que el tratamiento se podía posponer. Después de estudiar durante un año con buenos resultados, empezó la terapia y continuó sus estudios a un ritmo más pausado.
Pronto vi que los test pueden influirme y anular mi espontaneidad y empatía, sobre todo en las primeras sesiones. Por esta razón no leo los resultados de las pruebas antes de formarme una impresión del paciente en un encuentro personal. En numerosas ocasiones, después de la primera sesión, insto al paciente a que se haga un examen quirológico, como ocurrió en el caso de una mujer de sesentă y cinco años sobre la que dudaba de la conveniencia de hacerle un tratamiento analítico a causa de su edad. Mi valoración y la del quirólogo se publicaron en un artículo de Hael Haft-Pomrock (Psyche and Soma in Chirology: Personality Changes in Analysis as Reflected in the Hand).
Soy capaz de hacer cosas muy heterodoxas cuando lo considero necesario para un paciente. Una mujer que al principio del tratamiento estaba muy ansiosa porque me iba a ausentar varias semanas, me pidió que la acompañara a dar un paseo hasta un lugar que ella pudiera ver desde su piso, para así mantener el contacto conmigo mientras yo no estuviera. En ese momento no lo interpreté de ningún modo, pero accedí, consciente de los problemas que podía crearnos más tarde. Al parecer, debido a la naturalidad de mi consentimiento, este hecho constituyó un paso decisivo en su desarrollo interno.
Me he preguntado muchas veces cómo hacerlo con pacientes cancerosos. Recuerdo en particular a un paciente al que acompañé hasta su muerte, a los treinta y cinco años, y en el que el inconsciente no advirtió la enfermedad. Tuvo muchos cambios de personalidad a lo largo del trabajo y pudo vivir para disfrutar de la vìda que le quedaba. Aquí me di cuenta de lo que significa dejar que el inconsciente lleve el proceso. A otro hombre que acudió a mí angustiado, tras una operación de cáncer (había estado en tratamiento conmigo unos diez años antes de la operación), le pareció que después de unas sesiones tenía la fuerza suficiente para vivir los años que le quedaban sin ayuda. Pensé que esa independencia, a pesar de su enfermedad, era importante para él y le apoyé en su deseo de interrumpir el tratamiento.
Pedí a un paciente de hace unos veinte años que escribiera unas líneas para este trabajo. Esta es su respuesta:
Cómo lo hizo, la opinión subjetiva de su paciente: siempre me dio el espacio necesario para experimentar dentro del análisis el material procedente de los dibujos, de los sueños, de la imaginación activa y de los momentos importantes. De hecho, al ser un intelectual con unas funciones afectivas muy débiles, nunca me animó a entender, sino que siempre me instaba a sentir. Tratar con lo material era como sentir lo material en las entrañas y darle realidad, una existencia concreta en mí mismo. Así aprendí a sentir y a aceptar mis sentimientos.
Otro paciente ya había mencionado la sensación de tener espacio en el análisis y luego señaló que el cambio de su personalidad se produjo con suavidad, sin presión alguna. Estas reacciones confirman lo que dije antes, esto es, que es preferible no tener ideas preconcebidas y dejar que los cambios se den de forma gradual. Intento dar espacio al desarrollo psíquico.
Un punto importante de la pregunta «¿Cómo analizas?» es la cuestión adicional «¿Cómo te analizas a ti mismo?». En otras palabras, para hacerlo tengo que trabajar conmigo mismo. Casi siempre lo hago yo, aunque también comparto un sueño, una meditación, una imaginación activa o un problema con un colega. Para mí, hacer terapia es más un arte y un deber humano que una ciencia o una teoría.
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