LUIGI ZOJA
Luigi Zoja es analista junguiano italiano, formado en el Instituto Jung de Zurich, del cual fue docente posteriormente. Expresidente de IAAP (International Institute for Analytical Psychology) y del CIPA (Centro Italiano de Psicología Analítica). Ha vivido y trabajado en Milán, Zurich, Nueva York y Buenos Aires. Autor del libro Paranoia (FCE). Publicado inicialmente en © Venerdì, La Repubblica, la traducción al español fue de Román García Azcárate, y publicado en la Revista Ñ, del diario argentino Clarín.
Se trata de una excusa frecuente de los políticos: “Es una crisis inesperada”. A menudo es totalmente falsa cuando agregan: “Sin precedentes”. Así se dijo de la ola anómala de migraciones que Medio Oriente descargó en Europa en 2015. En cambio, los precedentes no están lejanos y se agigantan en las bibliotecas: la huida de judíos de la Alemania nazi en los años 30, de los peores estragos de la historia; la huida de diez millones de alemanes ante la llegada de los soviéticos, a su vez la mayor migración involuntaria de la humanidad. No es por lo tanto un hecho casual que la única iniciativa histórica frente a la crisis de 2015 provenga de Alemania. Y no es casual que los pocos comentaristas de su alcance histórico sean judíos anglosajones como Roger Cohen. El “Yes, we can” (Sí, podemos) de Obama, muy estadounidense, ha renacido como “Wir schaffen es” (lo lograremos) de Merkel, ante los fugitivos. Estados Unidos desciende al nivel de nación vieja y postinmigratoria; la novedad audaz viene de Alemania. ¿La canciller Merkel ha dicho “sí” a los inmigrantes a pesar de no saber si tenía los medios para absorberlos? Así es. Del mismo modo en que Lincoln dijo “sí” a la liberación de los esclavos, dudando sin embargo de que su país estuviese listo para integrarlos: siempre en 2014-2015, muchos sucesos trágicos de EE.UU. (violencia de la policía contra los afroamericanos, seguida de revueltas en los guetos negros) han dado testimonio de que, un siglo y medio más tarde, la asimilación de los descendientes de los esclavos no se ha cumplido. No obstante, nadie duda de que la abolición de la esclavitud haya sido un acto histórico.
Pero los interrogantes no se han acabado. El ciudadano europeo puede incluso aceptar la necesidad de acoger víctimas de emergencias extremas en oleadas ocasionales. El flujo inmigratorio hacia Europa, sin embargo, ya está en curso desde hace tiempo: se trate de mareas de personas “en fuga de” un riesgo inmediato o de ríos estables de “migrantes hacia” un futuro imaginario de mejor vida. Estos hombres (atención a la palabra “hombres”) deberán echar raíces en la tierra nueva: pero los abusos de la noche de fin de año en Colonia muestran que muchos de ellos no están preparados. Por esto, Angela Merkel debe mirar hacia horizontes más trascendentes aún. Los precedentes en los que debe basarse son la historia y la geografía mismas.
Europa se metamorfoseó en lo que llamamos Occidente, enviando –durante siglos y de a millones– sus inmigrantes hacia el oeste, a las dos Américas. En la parte septentrional hasta el Río Grande (frontera entre Estados Unidos y México) los inmigrantes llegaron en un principio del mundo anglosajón, mientras que en la otra más al sur, de España y Portugal. La “cultura de la migración” de ambas no podría ser más dispar. Así, en la América de lengua inglesa y en la latina nacieron dos sociedades distintas. La primera se convirtió en el prototipo de la riqueza y la modernidad, con sus bondades y males. A la segunda, hasta hace poco tiempo, se la clasificaba como “Tercer mundo” y se la consideraba sinónimo de abismo entre riqueza y pobreza, de corrupción, de machismo y ausencia de rectitud política, de dominio de las élites por intermedio de los militares y de paramilitares. ¿Por qué esta diferencia? América Latina tiene tantas riquezas naturales como Estados Unidos; tiene capitales a disposición, pero también pensadores, escritores, intelectuales que no tienen nada que envidiar a América del Norte. ¿Por qué, entonces, las dos Américas son sinónimos una de desarrollo y la otra de inmovilismo?
Ya desde las primeras inmigraciones, cuando Estado y estructuras públicas no existían todavía, en el Norte se encontraba la base de una sociedad estable: la familia patriarcal. Inmigraban parejas graníticas: con la Biblia, el fusil y un proyecto inspirado en la promesa divina. Fundaron así una sociedad nueva: los pocos nativos fueron exterminados o apartados a rincones cada vez más lejanos (hoy se llaman reservas). A América Latina, en cambio, durante mucho tiempo llegaron sólo hombres. En los primeros siglos, de las naves españolas y portuguesas desembarcaron sobre todo dos grupos masculinos: los laicos, es decir los conquistadores, y —siguiendo el antiguo pesimismo católico por el cual el instinto no se gobierna: o se reprime o se finge que no existe— los sacerdotes encargados de educarlos según la conducta cristiana. (Todavía en el 1900, el tango nacerá para satisfacer a los numerosos hombres solos, abatidos por la necesidad de encuentros de pareja que no fuesen sólo sexuales, sino también dotados de elegancia). El pesimismo estaba justificado. Con la “conquista”, a los varones indígenas se los mataba o se los destinaba al trabajo en minas. Las mujeres, a lo doméstico, que incluye prestaciones sexuales: en las localidades más distantes de España, los conquistadores de tierras y de cuerpos llegaban a acumular hasta cien concubinas por cabeza. Con el tiempo, de Europa también comenzarían a llegar las mujeres, y los sacerdotes para celebrar aquellos matrimonios que con los indígenas no valía la pena contraer. Pero mientras tanto se había constituido una sociedad mestiza con hijos bastardos: una marca que a lo largo de los siglos dejará una escasa autoestima. Generaciones enteras de hijos han tenido una madre pero no un padre. En México, todavía hoy ante algo maravilloso se exclama “¡Qué padre!”. ¿Por qué? Los psicoanalistas locales me explicaron: “Para el mexicano el padre ha sido largamente la cosa soñada pero nunca poseída”. La socióloga chilena Sonia Montesino llama a América Latina “el continente de los dos padres ausentes”: el familiar y el político, sustituido este por funcionarios corruptos o militares violentos.
El subdesarrollo secular de América Latina respecto de la anglosajona se debe, aún hoy, en gran parte al altísimo porcentaje de mujeres menores y solteras que quedan embarazadas. Eso las condena a ellas y a sus hijos a la marginación social, con un contagio psíquico que se transmite a través de las generaciones: a menudo los niños cohabitan con la madre, pero también con una abuela, que a su vez ha concebido a su hija siendo menor y soltera. Incluso en Estados Unidos la desventaja histórica de los afroamericanos respecto de los blancos deriva en gran medida del porcentaje bajísimo de hijos que crecen con sus dos progenitores: sólo el 29%, según los datos de 2014. Esta falta de familia es a su vez una plaga que se prolonga a través de los siglos de esclavitud. La regla era que el niño creciera con la madre, mientras que el padre podía ser vendido en forma separada: no eran parejas casadas; los esclavos carecían de la personalidad jurídica necesaria para contraer matrimonio.
Una campaña constante de Obama, poco conocida en Europa, consiste en difundir entre los afroamericanos varones el orgullo de convertirse en jefes de familia. En cada sociedad humana, el nivel de desarrollo y de civilización mantiene un delicado nexo con el modo en que los varones se acercan a las mujeres (acerca de por qué lo hacen, las dudas son menores), después se relacionan con ellas y procrean hijos. Si el hombre frecuenta a la mujer, pero no establece enseguida un vínculo con ella y con la prole, los destina a la marginación social. Otra cosa de la que no somos bastante conscientes es que el reciente e impetuoso desarrollo de China no sólo se ha beneficiado con la laboriosidad, sino con el hecho de que su porcentaje de hijos-madre está entre los más bajos del mundo. Esta es una condición necesaria pero no suficiente: sabemos que el mundo árabe está formado en gran parte por familias estables, pero se encuentra lejos de poseer otros aspectos culturales que le permitan el desarrollo chino.
Volvamos a donde partimos. Desde que existen los seres humanos, los varones buscan a las mujeres: es una búsqueda inicialmente sexual, pero que después se ramifica de maneras complejas y satisface necesidades afectivas, de colaboración, de vínculo. Si las leyes, las condiciones sociales y demográficas cooperan, el encuentro será el primer paso hacia la constitución de una sociedad estable y rica: como en el caso de los protestantes que fundaron Estados Unidos. Si, en cambio, la sociedad no contribuye a canalizar los impulsos, se formará —como en América Latina— un mundo más frágil: donde los hombres, en lugar de jefes de familia, se convertirán a menudo en machos alfa de la manada, facinerosos, competitivos. E hipersexualizados como adolescentes, independientemente de su edad.
Hay dos maneras de afrontar los sucesos de Colonia. La primera es de corto plazo. La fuerza pública deberá prevenir determinadas concentraciones públicas, desarrollar la video vigilancia, interceptar los mensajes que han permitido reunirse a los agresores (probablemente utilizando simples celulares). La segunda corresponde a una mirada que apunta lejos. Quizás una mirada-Merkel, consciente de los crímenes nazis, de la Alemania comunista y de los millones de mujeres violadas por los vencedores de 1945. Admitir hoy demasiados varones frustrados equivale al injerto de una planta envenenada, que puede contaminar la sociedad a lo largo de generaciones. Dos tercios de los solicitantes de asilo en Alemania son varones, y casi la totalidad proviene de sociedades en las cuales la sexualidad está reprimida fuertemente. Un riesgo superado sólo por el de Italia, donde los solicitantes, aunque menos, son en un 90% varones.
Las cuotas de inmigración no son políticamente correctas, pero siempre son exitistas: Estados Unidos ha mantenido su carácter anglosajón utilizando precisamente este filtro. Si en el largo plazo se ha dado tanto un antecedente entre los europeos (racista, por cierto) respecto de los africanos o los asiáticos, la señora Merkel podría presentarlo en función de las inmigrantes mujeres (procedencia sexista pero de signo opuesto al sexismo machista tradicional): o, por lo menos, dar prioridad a las familias ya constituidas. Ninguna sociedad, en ningún rincón de la historia, ha proporcionado hasta ahora una respuesta más estable a la exuberancia de los varones jóvenes que la de la familia: es verdad, siempre existió además el mercado del sexo, pero sus implicancias son trágicas y los resultados, efímeros.
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