Nietzsche y el eterno femenino: una perspectiva psicológica
GERTRUDIS OSTFELD DE BENDAYÁN
Trudy de Bendayán es una Analista Junguiana, Magister en Filosofia, con un Doctorado en Estudios Psicoanalíticos. Reside en Caracas, Venezuela, es miembro de la IAAP (International Association for Analytical Psychology) y de la AVPA (Asociación Venezolana de Psicología Analítica). Autora de dos libros: Anima Mundi y Ecce Mulier: Nietzsche and the Eternal Feminine en proceso de publicacion por Chiron Publishing. Dedicada a la practica privada y a la enseñanza. Este documento corresponde a la conferencia dictada por la autora el 6 de mayo de 2009 en la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá. Su e-mail es: ughj@hotmail.com.
Yo nací un día en que Dios estuvo enfermo…
Hay un vacío en mi aire metafísico que nadie ha de palpar:
el claustro de un silencio que habló a voz de fuego.
Yo nací un día en que Dios estuvo enfermo….
Todos saben que vivo, que mastico… Y no saben
porque en mi verso chirrían,
oscuro sinsabor de féretro…
Todos saben… y no saben
Que la Luz es tísica
Y la Sombra gorda…
Pues, yo nací un día en que Dios estuvo enfermo…
gravemente enfermo.
César Vallejo, Espergesia
Bajo la protectora mirada de Euterpe, musa de la música, una íntima escena cotidiana: el infante Frederick Nietzsche, sentado frente al piano o al órgano de la iglesia escuchaba embelesado sobre el regazo de su padre, el pastor luterano Karl Ludwig, la música emanada de la extática alma de su apasionado progenitor. Siendo excluidos de este encuentro privado, su hermana Elisabeth, dos años menor y Joseph, el más pequeño.
Sin haber cumplido los cinco años, Nietzsche recibe un fuerte golpe existencial del cual jamás pudo recuperarse: su padre muere de lo que fue diagnosticado en aquel entonces como un “reblandecimiento cerebral”. Nietzsche, como lo denuncia el desgarrador poema de Vallejo, había nacido un día en que “Dios estaba gravemente enfermo”. Teniendo cuatro añitos, cuando ya comienzan a desatarse los tempestuosos síntomas de la infausta afección del padre, no se separa de la cabecera del padeciente. El niño comparte día y noche las terribles agonías provocadas por la parálisis, convulsiones, ceguera y, finalmente, la infernal demencia. No habiéndose cumplido un año del nefasto deceso, su hermanito, el pequeño Joseph muere súbitamente de “espasmos de la dentición”. La noche anterior a su fallecimiento, Nietzsche tiene el siguiente sueño que luego reporta en varias ocasiones en las notas autobiográficas de juventud:
Oí cómo en la Iglesia sonaba la música de órgano de la que se toca en los funerales. Al intentar averiguar de qué se trataba, observé cómo se abrió de pronto una tumba y de ella salió mi padre con su mortaja. Fue apresuradamente a la iglesia y volvió con un niño pequeño entre los brazos. Volvió a entrar en la tumba, cayendo la losa sobre ella. Inmediatamente cesó la música de órgano y yo me desperté. Un día después de esta noche, el pequeño Joseph comenzó a tener espasmos y murió a las pocas horas. Nuestro dolor fue inconmensurable. Mi sueño se había cumplido enteramente (DMV, 145).
Si nos aproximamos al sueño desde una perspectiva reductiva, es falible interpretarlo como la realización del deseo inconsciente de muerte de su hermanito. Desde tal perspectiva el material onírico ofrecería tan sólo una re-edición del eterno drama de la rivalidad fraternal. Con todo, no podría dar cuenta del carácter anticipatorio del mismo. Sin embargo, desde la psicología jungiana se suele realizar, además, una lectura sintética-subjetiva; es decir, se asume cada imagen del sueño (padre, hermano, iglesia, tumba, etc.) como rasgos intrínsecos de la propia personalidad. Por ende, podríamos señalar que desde una visión simbólica-arquetipal, el sueño – el cual permaneció indeleble en la memoria de Nietzsche – además de anunciar vaticinadoramente la desaparición física del“pequeño Joseph”, también resultó ser heraldo del trágico destino del propio Nietzsche pues, el pasado, personificado por el padre muerto, viene a apoderarse del futuro representado en el niño. De tal manera, el niño pareciera estar condenado tempranamente. Nietzsche parece estar conciente de su aciago sino cuando confiesa a sus cuarenta y tres años: “Mi fatalidad es que como mi padre ya he muerto” (EH). Una situación que pone en evidencia el hecho de que a través de un duelo patológico Nietzsche encriptó la imago paterna e instaló su tumba en su interioridad. Cabe asimismo destacar la aparición de potentes símbolos femeninos en el sueño –la Mater Ecclesia y la tumba- lo cual sugiere una activación del arquetipo de la Gran Madre, aunque bajo su terrible aspecto devorador. Pues, como podemos hacer patente, el niño del sueño no es sacado de su casa sino de la iglesia, un lugar que no le ofrece el sustento necesario para nutrirlo ni protegerlo, a fin de ser conducido a la entrañas de la madre tierra. “La madre terrible”, señala el analista Erich Neumann, “es la tierra hambrienta que devora a sus propios hijos y engorda con sus cadáveres” (1991, 149). Y ¿dónde estaba Dios en toda la escena onírica? Ausente: no parece habitar en su propio recinto sagrado. Quizá por ello, años más tarde, cuando el hombre frenético de su creación busca consuelo en los sacros templos y no la halla, concluye: “¿Qué son estas iglesias, si no son las criptas y los mausoleos de Dios?” (CJ 125). Más aún, el sueño parece anunciar el colapso mental futuro ya latente en Nietzsche cuando evidencia que el ego naciente, también representado por el niño, es“tragado” por el inconsciente, personificado por la tumba. Estimo relevante señalar que en décadas posteriores, en su Zaratustra, Nietzsche incluye en el capítulo titulado “El adivino”, un sueño tenido por él y que parece replicar la misma temática re-afirmando con ello el adverso hado augurado ya en el sueño de su aurora. En ese sueño, o mejor dicho, en la pesadilla con reminiscencias góticas Nietzsche-Zaratustra se observa convertido en un vigilante nocturno y en un guardián de tumbas el cual habita en las montañas solitarias del castillo de la muerte. Además, con horror se percata que desde ataúdes de cristal la vida lo observa vencida (cf. Z II:19).
Marcado por dos tragedias en tan breve plazo, el trágico pensador quedó finalmente atrapado en el “Reino de las Madres” (Goethe), habitado por su madre, dos tías paternas solteras, la abuela paterna, su hermana y la cargadora. Un ámbito severo y oscurantista, plagado de despiadadas normas y rígidos preceptos que no parecían tener ningún sentido para el joven. A fin de asegurar su estricto cumplimiento, de continuo, era invocada la ira de un Dios implacable y punitivo. Además, la madre y sustitutas lo criaron bajo la imposición de una castrante anhelo: Nietzsche debía ser un pastor a fin de llenar la ausencia del padre y así cumplir con lo que estimaban era su destino. De tal manera, parecía existir en ellas el deseo de replicar la figura del padre muerto en la del hijo. En su adolescencia, Nietzsche muestra conformidad con el destino trazado cuando confiesa: “He tomado la firma decisión de dedicarme al servicio del Señor. Quiera el Señor darme fuerza para llevar a cabo mi propósito y quisiera ampararme en el camino de la vida” (cf. DMV). La madre, con su actitud, evidencia haberlo amado y cuidado asumiéndolo a modo del futuro que encarna al pasado. De tal manera, negó la individualidad de su propio hijo. En consecuencia, Nietzsche nunca pareció existir verdaderamente como sujeto: desde su juventud hasta el ocaso de sus días lúcidos Nietzsche se definió a sí mismo como una “signo de interrogación andante”: “conozco el alma de tantos y no se quién soy yo” (P, 30). La madre mostró carecer de toda conciencia acerca de las intenciones personales de su hijo: así, Nietzsche llegó a ser un objeto despersonalizado cuyas necesidades reales no fueron satisfechas:“Habitualmente, lo que una madre quiere en su hijo es más a ella misma que a su hijo”, escribe Nietzsche (HH 385) y agrega: “Muchas madres tienen necesidad de hijos felices y honrados; otras muchas, de hijos desdichados: de lo contrario, su bondad de madre no podría manifestarse” (HH 387).
Privado de una figura paterna, Nietzsche dependía de su madre (y sustitutas) para estimular y reflejar sus propios potenciales arquetipales masculinos. No obstante, ya sea por sus dificultades personales y carencias, con su mandato “no seas diferente”, se le impidió al niño desarrollar el sentido de su propia autoridad y, en consecuencia, su autoestima se vio seriamente dañada. Nietzsche nunca pudo sociabilizar con sus pares; siempre vieron en él a un ser extraño: les parecía diferente, crecido hasta el momento entre mujeres, era demasiado serio y afable, lo cual le confería un aspecto cómico que incitaba a sus compañeros a toda clase de bromas sobre el “pequeño pastor”, tal como lo llamaban. Durante esos años infantiles leía asiduamente versículos bíblicos y poemas religiosos que solía declamar de continuo. Además, gustaba sumergirse en el mundo de la música bien sea interpretando piezas magistrales o componiendo sonatas para piano. Ya desde entonces le rodeaba ese aura de diferenciación, tan protectora para él como dolorosa y peligrosa, que le acompañaría a lo largo de su vida imposibilitándole toda integración social plena. La soledad y la melancolía tomaron residencia permanente en su ser. “Si se priva a un árbol de su copa” – señala a los catorce años rememorando la muerte de su padre – “éste se vuelve solitario y triste. Sus brazos penden lánguidamente hacia la tierra y los pajarillos abandonan las ramas secas: desaparece de él cualquier signo de vida” (DMV, 87). Por ello, en una mirada retrospectiva concluye: “Desde una edad absurdamente temprana, a los siete años tuve la certeza de que ninguna palabra humana podría jamás alcanzarme” (EH II:10). Luego, durante su adolescencia, internado por seis años en la Real Escuela Provincial de Pforta, se percibe a sí mismo como perdido y fragmentado en ese ajeno ámbito masculino, “sobre mi alma se abate el influjo de múltiples armonías inquietantes: no sé que me produce tanta melancolía; deseo llorar y luego morir. ¡Ya no me queda nada!.. En mi cuarto reina un silencio de muerte….quisiera escribir la historia de mi vida… mis otros yoes deambulan todavía por el valle de las lágrimas” (DMV, 197), confiesa a los diecisiete años. No hallando a ese necesitado Dios “capaz de ampararlo en el camino de su vida” comienza, como bien lo señala, a “arriesgarse, sin guía ni compás, en el océano de la duda” para concluir que “Todo el cristianismo está fundado en afirmaciones gratuitas. La existencia de Dios, la inmortalidad, la autoridad de la Biblia, la revelación continuarán siendo problemas eternamente”(DMV, 312). Sin embargo, temiendo la ira de su progenitora silencia sus dudas teológicas y, al graduarse se inscribe en la Facultad de Teología de Bonn. Allí se sintió aún más miserable, alienado y desolado. En la primera nochebuena trascurrida en el mundo libre tuvo una visión tenebrosa en la que declara haber observado a un moribundo en su cama rodeado por una especie de sombras flotantes quienes, enfurecidas, vociferaban: “Tú, año malvado, ¿qué me prometiste y qué me has deparado?. Soy más pobre que antes… ¡Maldito seas!”(DMV, 239). Decide entonces “viviseccionarse” a fin de “conocer al ser humano empíricamente y no dejarme influenciar en mi tarea por ninguna creencia o doctrina conocida”. Para ello, se encierra en completa oscuridad e, intentando poner su mente en blanco, registra lo que emerge de su interioridad: surgen de la “caja negra” numerosas “figuras versátiles y vivas”. Lamentablemente no queda registro de tales experimentaciones. Estimo que es salvado de una eventual depresión o quizá de la locura, es la aparición de una figura paternal que, a semejanza del mástil de Odiseo, evita que sea arrastrado por el fatídico canto de las sirenas. Se trata Ritschl, su profesor de filología. Estimulado y apoyado por el catedrático, además temiendo por su propia sanidad decide abandonar los estudios teológicos y se dirige tras los pasos de éste a Leipzig, donde se inscribe en la facultad de filología: “El sentimiento de incapacidad de vivir en lo más oscuro de universo me arroja en los brazos del rigor científico” (DMV, 260). Sin despedirse de sus compañeros, una noche, como un fugitivo huye de Bonn: “el único deseo que me enardecía de la mañana a la noche era el de construirme una vida que se adaptase a mi naturaleza; por eso rompí hasta el último refugio que me mantenía amarrado a mi pasado de estudiante en Bonn”(ibid.). Su decisión generó en la madre, abuela y tías una profunda decepción. Un nuevo duelo se apodera de su hogar. Como es de suponer, llevando el infierno en su mismidad, al poco tiempo se halla nuevamente insatisfecho con su elección profesional: «yo contemplo a la filología como aborto de la diosa filosofía, engendrado por un idiota o por un cretino», escribe, sin embargo, no se atreve a cometer una nueva trasgresión abandonando los estudios. Con el tiempo, tampoco encuentra en el temperamento convencional de Ritschl la imagen del padre idealizado. Su único consuelo es haber hallado accidentalmente la obra “El mundo como voluntad y representación” de Schopenhauer. En la visión de mundo del filósofo pesimista, Nietzsche halla un espíritu afín pues describe al hombre como un ser arrojado a un universo abandonado por la providencia: un mundo sin Dios. Confiesa a un colega que se siente como estando en casa en esas regiones oscuras ofrecidas por la filosofía shopenhauriana. Mientras se aferraba con extremada obsesión a Shopenhauer, a quien llamó “su padre”, se sometió durante catorce días a ejercicios de auto-tortura consistentes en flagelación, ayunos e insomnio a fin de alcanzar el sugerido idílico estado de nirvana propuesto como camino único de salvación. En esta oportunidad sus obligaciones académicas lo rescataron del naufragio mental, como él mismo reconoce. Con todo, tendrá durante este período de su vida unos de los encuentros más significativos. A través de Ritschl conoce a Richard Wagner. De tal manera, la hiper-idealizada figura paterna que permanece en la mente de Nietzsche bajo la personificación de un Dios, un genio, un redentor o un Superhombre encontró la figura más idónea para ser proyectada. El afamado compositor, nacido en 1813, el mismo año que su padre y de quien se decía que sus rasgos faciales resultaban ser bastantes semejantes (cf.Magee 2000, 288) resultó ser el portador por excelencia de la imago paterna. Cabe recordar que el vínculo emocional entre padre e hijo había sido precisamente la música y Wagner había sido ya realzado a la figura de genio musical. Por tres años, el maestro colmó el vacío dejado por la muerte del padre. Durante este período Nietzsche permaneció subyugado bajo el embrujo de la personalidad carismática del compositor viviendo la ilusión de que su inmemorable herida había finalmente sanado. Encontró en Wagner “el olor fáustico, la Cruz, la Muerte y la tumba”, como confiesa. ¿No son acaso los mismos atributos asociados a su padre? Por todo ello, Nietzsche consideró al músico como el nuevo redentor y el portavoz por excelencia de una concepción radicalmente dionisíaca del mundo a través del arte y decreta en “El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música”, su primera obra escrita inspirada en Wagner: “La vida sólo queda justificada como fenómeno estético”. Con Wagner-Dioniso parecía que su propia vida quedaba justificada. Nietzsche percibió en la visión de mundo y expresión artística de este demiurgo viviente la epifanía de un dios que, como el mítico Dioniso, era capaz de afirmar todas las contradicciones inherentes de su propia personalidad en la que de continuo se veía atormentado por voces disonantes, por sus “múltiples yoes”. Deseaba creer en un Dios muy diferente al Dios moralista y punitivo inculcado por su madre: deseaba creer en un dios, que a semejanza de Wagner y de Dionisos, “supiera bailar”. De tal manera, Nietzsche atribuyó a Wagner poderes divinos y solía referirse a él como “Júpiter”. En una ocasión le confesó a un amigo que “cercano a Wagner me siento próximo a la divinidad” (Carta a von Gersdorff in 1869). Además invistió a su “Pater Seraphicus” (Goethe), como también lo llamó, con un estatus ontológico: “Si yo no lo hubiese conocido yo sería solo una criatura muerta”, le escribe Nietzsche a Wagner en ocasión de su natalicio (20 de mayo de 1873) por ello “al celebrar su cumpleaños, celebro mi propio nacimiento”.
No obstante, cuando Wagner decidió poner su arte musical al servicio de los ideales cristianos con su Parsifal y al de los intereses germanos con la construcción del teatro de la ópera en Bayreuth bajo el patrocinio de Luis II de Baviera, Nietzsche fue poseso por un proceso defensivo de devaluación primitiva. Observó con asombro lo que estimó una sumisión de su ungido padre celestial, al que consideraba “más allá del bien y del mal”, al dios de los evangelios: “¡Increíble!, Wagner se ha vuelto piadoso” (EH III: “HH” 5). “!Ay, también ante la Cruz te has venido abajo, también, también tú un sometido!”,son las lastimeras palabras incluidas en el poema dedicado a su ídolo caído (P, 129).
Por segunda vez Dios le había quitado a su padre. Cuando el dolor se transformó en ira, Nietzsche proyectó su propio conflicto del padre idealizado al ámbito celestial y, en una especie de transferencia cósmica, dirigió su martillo contra el cristianismo en particular puesto que el cristianismo es la religión del Padre y del Hijo. Nietzsche parecía percibirse a sí mismo como el hijo de un padre abandonante. Con la ausencia de Dios, el objeto absoluto se pierde y el amor traicionado se transforma en odio. Al igual que Cristo agonizante en la cruz, Nietzsche parece haber proferido el desgarrador lamento: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mateo 27,46; Marcos 15,34).
A raíz de la caída de la idealizada imagen de Wagner, a través de la voz del hombre frenético, Nietzsche pronunció su celebérrima frase: “Dios ha muerto”. Con el anuncio de la muerte de dios, el trágico pensador selló su destino. La muerte de Dios significó una catástrofe para Nietzsche pues tenía plena conciencia de sus fatídicas consecuencias:
¡Nosotros hemos matado [a Dios] -vosotros y yo! ¡Todos nosotros somos sus asesinos! ¿Pero cómo hemos hecho esto? ¿Cómo fuimos capaces de beber el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar todo el horizonte? ¿Qué hicimos cuando desencadenamos esta tierra de su sol? ¿Hacía dónde se mueve ahora? ¿Hacia dónde nos movemos nosotros? ¿Lejos de todos los soles? ¿No caemos continuamente?… ¿No erramos como a través de una nada infinita? ¿No nos sofoca el espacio vacío? ¿No se ha vuelto todo más frío? ¿No llega continuamente la noche y más noche?… ¿No escuchamos aún nada del ruido de los sepultureros que entierran a Dios? ¿No olemos aún nada de la descomposición divina? -también los dioses se descomponen. ¡Dios ha muerto! ¡Dios permanece muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado!»‘. ¿Cómo nos consolamos los asesinos de todos los asesinos? Lo más sagrado y lo más poderoso que hasta ahora poseía el mundo, sangra bajo nuestros cuchillos -¿quién nos lavará esta sangre? ¿Con qué agua podremos limpiarnos? ¿Qué fiestas expiatorias, qué juegos sagrados tendremos que inventar? ¿No es la grandeza de este hecho demasiado grande para nosotros? ¿No hemos de convertimos nosotros mismos en dioses? (CJ 125).
Buscando la salvación en el mundo patriarcal a través de una imitatio Dei, Nietzsche intentó tomar el lugar del Creador como Zaratustra. Bajo la égida de su magnum opus, mostró que él deseaba ser el propio rayo creador. Con su Zaratustra, pretendió ocupar el lugar de la Ley: asumió el orden del mundo en contra del Creador, tratando de ser él mismo su garante. Resultan notorios los numerosos paralelismos existentes entre esta obra y el Viejo y Nuevo Testamento. No sólo desde un punto de vista ideológico y doctrinal, sino estilístico. A través de numerosos himnos, mitos, parábolas, alegorías, sermones, poemas, sueños, canciones, enigmas, elegías y revelaciones apocalípticas, Nietzsche se propuso derruir las viejas tablas de la ley a fin de entregar a la humanidad las nuevas. Inconscientemente, lo que realmente anheló es oponer, en compensación a su propia condición existencial cercana a la sub-humana, una condición super-humana representada por el Übermensch, el“Super-hombre”. No obstante, Nietzsche confundió el símbolo por aquello simbolizado: no sólo fue el creador sino que llegó a identificarse con la propia creación: deseaba convertirse en el super-hombre. Sin embargo, fue un intento fallido: nunca pudo hallar su anhelado ideal: “Nunca ha habido todavía un superhombre. Desnudos he visto yo a ambos: al hombre más grande y al más pequeño. Demasiado semejantes son todavía entre sí” (Z II:4). Por ende, la obra culmina con el retiro del mundo de los hombres de un Zaratustra desilusionado para retornar de nuevo a las montañas de donde surgió abandonando así el mundo los hombres.
No obstante, siendo un espíritu profundamente religioso, Nietzsche no cejó en buscar un nuevo Dios, un “dios desconocido”, más ya no uno trascendente ni encarnado: más bien, aislado totalmente del mundo en su “séptima soledad”, buscó compulsivamente en su interioridad a un dios inmanente y personal que, como él conociera del sufrimiento y fuera capaz de comprender su alma atormentada. Sólo un dios capaz de afirmar la vida con todo su sufrimiento y terror podría darle sentido a su propio pathos y así validar todas las contradicciones inherentes de su ser. Como resulta evidente, a pesar de haberse declarado “ateo por instinto” toda su vida persiguió la senda de la redención, además, como bien lo señala el filósofo Clegg: “Todas sus batallas son teológicas: el combate un dios con la ayuda de otro… Por ello, su lector siempre se halla en medio de una disputa teológica.” Sin embargo, si Dios es destruido queda eliminado todo arkhé (fundamento), telos (finalidad) y nomos (Ley). El analista junguiano Edward Edinger, señala que cuando el camino hacia la“salvación” no puede ser seguido según el modelo gnóstico de elevación de la conciencia, es posible encontrarlo a través de la Gran Madre.(cf. 1995, 119). “Me parece indispensable decir quién soy yo… y lo expresaré en forma enigmática, como mi padre ya he muerto, y como mi madre todavía vivo y voy haciéndome viejo” (EH I:1), es el enigma propuesto por Nietzsche en Ecce homo, la obra autobiográfica que sella sus días finales de lucidez. Sin embargo, a diferencia del“eterno femenino” de Goethe que “impulsa al hombre hacia arriba”, en el caso de Nietzsche lo impulsa hacia abajo, hacia el temible mundo de la sombras:
[Me he vuelto] un hombre subterráneo, un hombre que taladra, que socava, que roe. Pero, ¿no será que quier[o] rodear[me] de una densa oscuridad que sea [mía] y nada más que [mía], [¿no será?] que trat[o] de adueña[me] de cosas incomprensibles, ocultas y enigmáticas, con la conciencia de que de ello surgirá [mi] mañana, [mi] propia redención, [mi] propia aurora? (A P:1).
Abandonado por los otros significantes y habiendo renegado de su madre y hermana a consecuencia de sus continuas y nefastas intromisiones, Nietzsche, apátrida y sin Dios, va deambulando de pueblo en pueblo y de pensión en pensión, emocionalmente aislado en su mundo autista. Alimentado sólo de sus propias entrañas, durante su retiro narcisista, se transformó en su propio devorador en la medida que iba alimentado su mundo interno en una búsqueda incansable de los abismos ónticos, a aquellas regiones prohibidas por la razón, las reglas y las convenciones, un mundo que ni el mismísimo Mefistófeles osó acompañar al Fausto. De tal modo, se sucedió una activación patológica de los contenidos inconscientes y la conciencia se vio arrollada por una intrusión anormal de complejos autónomos, “voces disonantes”, tragándose al ego y forzándolo actuar bajo la personificación de figuras míticas.
Pues si bien la ley de la Madre representa un camino no dogmático de aproximación a la existencia pues no es la ley moral de los “Debes” y “No debes” sino, más bien, el imperativo de los instintos, la sumisión a ella –como la seducción provocada por el canto de las sirenas- también es una forma de muerte pues exige la rendición y la inmersión del ego (la pérdida de identidad), es decir, la auto-aniquilación. Por ello, podemos calificarla como una vía de salvación urobórica o regresiva en la que se da el salto definitivo al enigmático, fascinante y terrorífico mundo del caos primordial representado por el cuerpo y el inconsciente con su pluralidad de instintos contradictorios, afectos y pasiones. Es el mundo de las sombras regido por el fatalismo, el destino y el azar.
Tal como Odiseo, yo también he estado en el inframundo
Y aún volveré a estar allí a menudo
Y no sólo estoy dispuesto a sacrificar corderos
para poder hablar con alguno de los muertos
sino que estoy dispuesto a entregar mi propia sangre en pago
F. Nietzsche, AOM 408.
En ese inframundo, finalmente encuentra no a los muertos sino al amado y, a la vez, temido “dios desconocido”, el dios cuya búsqueda ha iniciado desde los albores de su existencia, y lo reconoce como Dioniso, un dios regresivo que, como todos los dioses de la fertilidad, siempre vuelve a la madre (el dios del“eterno retorno”). No obstante, dada la fragilidad de su ego, es poseso por Dioniso en su forma más perversa, Dioniso “Zagreo”, el “cazador,” el que trae consigo el desmembramiento, es decir, la locura: el más psiquiátrico de todos los dioses según el mitólogo Walter Otto. “¿Pero qué es lo que Dionisos significó para Nietzsche?”, se preguntó Jung y responde a la vez: “No cabe la menor duda de que, en los estadios tempranos de su enfermedad, Nietzsche sabía que le estaba deparado el triste destino de Zagreo. Dioniso es el abismo de la disolución exaltada, en la que todas las distinciones humanas se fusionan en la divinidad animal de la psique primordial – una experiencia fascinante y terrible a la vez” (CW 12:118).
Tras el colapso mental provocado por la posesión de la orgiástica y regresiva deidad, la psique de Nietzsche pasó a ser el escenario de un encuentro arquetipal: el de Dioniso con su mítica pareja, Ariadna de Naxos. En la imaginería delirante de Nietzsche se realizó el sagrado matrimonio, más no en “este mundo”(en el de la conciencia) trayendo la unión mística a la realidad sino en el “más allá”: de modo de que ambas figuras se sumergieron nuevamente en el inconsciente. Su ego fue poseso, primeramente, por la mítica Ariadna a fin de entregarse a la fecundación divina personificada por Dioniso: “Y quién, excepto yo sabe, lo que significa Ariadna?” (EH III:Z 8). Nietzsche, como Ecce mulier, escribe entonces su propio lamento, “El lamento de Ariadna”, que reza así:¿Quién me calienta, quién me ama todavía?
¡Dadme manos ardientes!
¡Dadme un brasero para el corazón!
Tendida en la tierra, estremeciéndome,
como una medio muerta a quien se le calienta los pies,
agitada, ¡ay!, por fiebres desconocidas,
temblando ante glaciales flechas agudas de escalofrío,
cazada por ti, ¡pensamiento!
¡Innombrable! ¡Encubierto! ¡Aterrador!
¡Tú cazador entre las nubes!
¡Fulminada a tierra por ti,
ojo sarcástico que desde lo oscuro me mira!
Así yazgo yo,
me doblo, me retuerzo, atormentada
por todos los martirios eternos,
herida,
por ti, el más cruel cazador,
tú desconocido – dios…
¡Hiere más hondo!
¡Hiere de nuevo!
¡Pica, pica en este corazón!
¿A que viene este martirio
con flechas de dientes romos?
¿Qué miras otra vez
sin cansarte del tormento humano
con malévolos ojos de rayos divinos?
¿No quieres matar tú,
sólo martirizar, martirizar?
¿Para qué martirizarme – a mí,
malévolo dios desconocido?
¡Ah, ah!
¿Te acercas sinuoso
en semejante medianoche?…
¿Qué quieres tú?
¡Habla!
Me estrechas, me oprimes,
¡ah! ¡Ya demasiado cerca!
Tú me oyes respirar,
tú acechas mi corazón…
¡Tú atormentador!
¡Tú – dios verdugo!
¿O debo yo, como el perro,
refregarme contra el suelo ante ti?
¿Sumisa, embelesada fuera de mí
la cola por amor – menear?
¡Es inútil!
¡Punza otra vez!
¡El más cruel aquijón!
No soy tu perro – sólo tu presa.
¡El más cruel cazador!
tu más orgullosa prisionera,
tú bandido tras las nubes…
¡Habla al fin!
¡Tú encubierto con el rayo! ¡Desconocido! ¡Habla!
¿Qué quieres tú, salteador, de – mi?…
¿Cómo?
¿Un rescate?
¿Qué quieres tú de rescate?
Pide mucho – ¡lo aconseja mi orgullo!
Y habla poco – ¡lo aconseja mi orgullo!
¡Ah, ah!
¿A mí – quieres tú? ¿A mí?
¿A mí – entera?…
¡Se acabó!
Entonces huyó él,
mi único compañero,
mi gran enemigo…
Mi desconocido
¡mi dios-verdugo!…
¡No!
¡Vuelve!
¡Con todos tus martirios!
¡Oh, vuelve,
mi dios desconocido! ¡Mi dolor!
¡Mi última felicidad!…
Un rayo. Dionisos aparece con esmeraldina belleza.
Dionisos:
¡Sé juiciosa, Ariadna!…
tú Tienes orejas pequeñas, tú tienes mis orejas:
¡pon en ellas una palabra juiciosa!
¿No hay que odiarse primero, si se ha de amarse?…
Yo soy tu laberinto…
El ditirámbico pensador, el hombre “humano, demasiado humano” perdió finalmente el hilo de Ariadna, y se extravió en los laberintos dionisíacos de su propia psique. Sólo su cuerpo permaneció como una cáscara vacía por otros once años. En los primeros días de Enero de 1889, David y Cándida Fino, los caseros de Nietzsche en Turín, describieron el bizarro comportamiento mostrado por su inquilino. Despertados a medianoche por unos extraños aullidos y por excéntricos sonidos extraídos alocadamente del piano de la habitación de Nietzsche, se dispusieron a espiar a través de la cerradura, horrorizándose al observar como éste frenético danzaba desnudo representando, en la soledad, lo que asemejaba ser misteriosos ritos dionisíacos.
¡Amor fati!, “amor por el destino”, como si corroborara su defendida doctrina, el designio del oráculo onírico acaecido en su aurora se había cumplido enteramente: “¡Te sigo destino! Y aunque no quisiera, entre suspiros tendría que hacerlo” (Nietzsche, A 195).
ADDENDUM
Pese a que Nietzsche pasó a ser una leyenda de locura, no obstante, es justo señalar que no sólo tuvo el coraje de “descender” a las profundidades abismales del ser – estando conciente de los peligros que tal viaje de-constructivo le acarearía – sino que además fue capaz de articular y de trasmitir a través de sus escritos sus experiencias de nekya.
El visionario pensador fue un explorador y un cartógrafo de ignotos territorios psíquicos: “Envía tus naves a mares inexplorados”, exhorta a su lector en La Ciencia Jovial (124). Además, le dio forma y coherencia a los archai del misterioso mundo del inconsciente (“Uno Primordial”) no a través de conceptos o sistemas opacos característicos de la investigación metodológica racional sino mediante el empleo de imágenes míticas y mitopoéticas tanto de la Hélade arcaica como de la clásica. Su modo de expresión se había alejado notoriamente de aquel cultivado en la Modernidad: Nietzsche retornó a las palabras primordiales de los antiguos oráculos, enigmas y profecías. Pues, acorde a su visión, lo inefable emergido del abismo enigmático no puede ser aprehendido, capturado o petrificado a través del uso de conceptos (metáforas cosificadas) las cuales reprimen o suprimen los afectos.
Si sus escritos hubiesen sido tan solo los productos delirantes de un demente no habrían evocado tanta reflexión en sus lectores ni hubiesen tenido una influencia tan canónica en el mundo occidental sobre temas fundamentales en áreas epistemológicas como la filosofía, literatura, ética, estética, política y movimientos críticos contemporáneos (deconstrucción y revisionismo). Nietzsche también anticipó muchos de los descubrimientos de la psicología profunda (Freud, Adler, Jung) aunque sólo en años recientes tal influencia ha sido enfatizada. Nietzsche fue un hombre creativo y un filósofo de extremos y del inconsciente, una cualidad que lo erigió en un peligro tanto para él como para los lectores de sus tiempos: “Hay hombres que nacen de manera póstuma”, declaró en Ecce homo.
REFERENCIAS:
-Bendayán, G. Ecce Mulier: Nietzsche and The Eternal Feminine. An Analytical Psychological Perspective. Illinois: Chiron Publishers, 2007.
– Clegg, J. S. “Life in the Shadow of Christ: Nietzsche on Pistis versus Gnosis” in Nietzsche and the Gods. Santaniello, W. (ed.) New York: State University of New York Press, 2001.
– Edinger, E. F. The Mysterium Lectures. Blackmer, J. D. (ed.). Toronto: Inner City Books, 1995.
– Jung, C. G. Collected Works. Sir Read, H., Fordham, M., Adler, G. and McGuire, W. (eds.), 20 vol. Princeton: Princeton University Press (Bollingen Series XX), 1979.
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C: Correspondencia Completa (Vol. I y II). Traducido por J. R. Cuevas y M. Parmeggiani. Madrid: Editorial Trotta, 2007.
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