Carl Gustav Jung
.
|
Para la aclaración biográfica de mí mismo las explicaciones de este capítulo resultan indispensables, a pesar de que puedan parecerle al lector muy teóricas. Pero esta «teoría» es una forma de existencia vinculada a mi vida, representa un modo de vida que me resulta tan necesario como comer y beber.
I
Lo más digno de mención en el cristianismo es el hecho de que en su dogmática anticipa un proceso de transformación en la divinidad, es decir, una transformación histórica en el «otro aspecto». Esto sucede en la forma del nuevo mito por un desdoblamiento en el cielo, designado por vez primera en el mito de la creación, donde sale a escena el adversario del creador en forma de serpiente, que conduce al primer hombre a la desobediencia con la promesa de adquirir mayor conocimiento (scientes bonum et malum). El secundo indicio es la caída del ángel, una «precipitada» invasión del mundo de los hombres por contenidos inconscientes. Los ángeles son genios extraordinarios. Son exactamente lo que son y no pueden ser otra cosa: esencia carente de alma en sí, que no representan más que los pensamientos e intuiciones de su maestro. En el caso de la caída del ángel se trata exclusivamente del ángel «malo». Causan el efecto de la inflación que hoy podemos observar en la locura de dictadores: los ángeles procrean con los hombres una raza de gigantes que oficialmente se propone devorar también a los hombres como se lee en el libro de Enoch.
La tercera y decisiva fase del mito es, sin embargo, la autorrealización de Dios en figura humana, en cumplimiento de la idea del Antiguo Testamento del matrimonio de Dios y sus consecuencias. En la época primitiva cristiana ya progresó la idea de la encarnación hasta la concepción del «Christus in nobis». De este modo penetra la totalidad inconsciente en el campo psíquico de la experiencia interna y otorga al hombre un presentimiento de su forma completa. Esto no sólo constituyó un acontecimiento decisivo para el hombre, sino también para el Creador: ante los ojos de los escogidos borró Él Sus oscuras cualidades y se convirtió en el Summum Bonum. Este mito se conservó vivo firmemente durante un milenio hasta que en el siglo XI se notaron los primeros síntomas de una transformación posterior de la consciencia.
A partir de entonces aumentaron los síntomas de intranquilidad y de duda hasta que comenzó a perfilarse a fines del segundo milenio la imagen de una catástrofe mundial, es decir, en primer lugar una amenaza de la consciencia. Tal amenaza consiste en el fenómeno de los gigantes, es decir, una hipertrofia de la consciencia: «Nada es más grande que el hombre y sus hechos.» La trascendencia del mito cristiano se perdió y con ello la concepción cristiana de la totalidad cumplida en el más allá.
A la luz siguen las tinieblas, la otra cara del creador. Este desarrollo alcanza su punto culminante en el siglo XX. Ahora el mundo cristiano se enfrenta realmente con el principio del mal, concretamente con la franca injusticia, tiranía, mentira, esclavitud y coacción de conciencia. Esta manifestación del mal sin disimulo ha adoptado en el pueblo ruso figura permanente al parecer, aunque el primer brote de incendio se produjo en los alemanes. De este modo se ha evidenciado hasta qué grado está socavado el cristianismo del siglo XX. Frente a esto el mal ya no se deja equiparar con el eufemismo de la inofensiva privatio boni. El mal se ha convertido en realidad determinante. Ya no se puede eliminar del mundo una perífrasis. Debemos aprender a contar con él, pues quiere vivir con nosotros. Cómo sería ello posible: sin grandes desgracias no es de momento concebible.
En todo caso necesitamos una reorientación, es decir una metanoia. Si se habla del mal existe el peligro de caer en él. Y ya no está permitido “caer” ni siquiera en el bien. Un supuesto bien en el que se cae, pierde su carácter moral. No se trata de que se convirtiera en mal, pero desencadenaría malas consecuencias por haber caído en él. Toda forma de apasionamiento es mala, indiferentemente si se trata de alcohol, morfina o idealismo. Ya no está permitido dejarse seducir por los términos antagónicos.
El criterio del proceder ético ya no puede consistir en que lo que se reconoce como «bueno» posea el carácter de un imperativo categórico y que el llamado mal sea incondicionalmente evitado. Mediante el reconocimiento de la realidad del mal el bien se clasifica necesariamente como la mitad de una oposición. Lo ‘mismo vale para el mal. Ambos juntos constituyen una totalidad paradójica. En la práctica esto significa que el bien y el mal pierden su carácter absoluto y nosotros nos vemos forzados a reflexionar que representan juicios.
La imperfección de todo juicio humano nos sugiere siempre la duda de si nuestra opinión es siempre acertada. También podemos encontrarnos sometidos a un juicio falso. Por ello el problema ético se capta solamente cuando nos sentimos inseguros respecto a nuestra calificación moral. Con todo debemos decidirnos éticamente. La relatividad de lo «bueno» y lo «malo» no significa en absoluto que estas categorías queden invalidadas o no existan. EI juicio moral se encuentra presente siempre y en todas partes con sus consecuencias psicológicas características. Tal como he subrayado en otro lugar, el error cometido, planeado y pensado se vendará en nuestras aulas en el futuro igual que ha hecho hasta el presente, independientemente de que el mundo haya cambiado o no para nosotros. Son solamente los contenidos del juicio los que sucumben a las condiciones de lugar y tiempo, y varían paralelamente. La valoración moral se fundamenta siempre en nuestro código de costumbres que nos parece seguro, que pretende saber lo que es bueno y malo. Pero ahora que sabemos lo inseguro que es el fundamento, la decisión ética, se convierte en un acto creador subjetivo que sólo podemos asegurarnos concedente Deo, es decir, necesitamos un impulso espontáneo y decisivo por parte del inconsciente. La ética, es decir, la decisión entre Bien y Mal no es afectada por esto, sólo se dificulta. Nada puede ahorramos la tortura de la decisión ética. Pero hay que tener, por duro que pueda sonar, la libertad de impedir si fuese necesario el bien moral conocido y hacer el mal reconocido como a tal, si se quiere alcanzar la decisión ética. En otras palabras: no hay que caer en los extremos. Frente a una parcialidad de ese tipo disponemos del modelo del neti-neti de la filosofía india en forma moral. En ella el código de la moral, si el caso lo exige, se suprime sin falta y se deja a la decisión ética del individuo. Esto no es en sí nada nuevo, sino que ha sucedido ya desde siempre en la época pre-psicológica como «colisión de deberes».
El individuo, sin embargo, es generalmente tan ignorante que desconoce en absoluto sus propias posibilidades de elección y por esta razón busca siempre angustiadamente las reglas y leyes externas en que poder confiar en su desorientación. Visto desde la insuficiencia humana general, una gran parte de culpa reside en la educación, que se orienta exclusivamente a lo que se sabe en general, pero no trata de lo que es experiencia personal del individuo. De este modo se enseñan idealismos de los que en la mayoría de casos se sabe con seguridad que no podrán realizarse y, sin embargo, son predicados oficialmente por quienes saben que ellos mismos no los han realizado, ni los realizarán. Esta situación es aceptada sin reparos.
Así pues, quién desee obtener una respuesta al actualmente planteado problema del mal, necesita en primera instancia un autoconocimiento básico, es decir, el mejor conocimiento posible de su totalidad. Debe saber sin paliativos hasta qué punto es capaz del bien y qué vilezas están a su alcance, y debe precaverse de considerar a uno como real y al otro como ilusorio. Ambas cosas son ciertas como posibilidad y ni una cosa ni la otra se eludirán completamente, si quiere — como debe — vivir sin autoengaño ni autodecepción.
Sin embargo, en general, se está desesperantemente lejos de un tal grado de conocimiento, pese a que en muchos hombres de hoy día sería perfectamente posible un autoconocimiento más profundo. Tales autoconocimientos son necesarios porque sólo en virtud de ellos resulta posible aproximarse al aspecto básico o al núcleo de la esencia humana, donde se choca con los instintos. Los instintos son, a priori, factores dinámicos de los que dependen en última instancia las decisiones éticas de nuestra consciencia. Se trata del inconsciente y sus contenidos, acerca de lo cual no existe ningún juicio definitivo. Sólo se pueden tener prejuicios, pues no resulta posible captar su esencia y fijarle límites racionales. Sólo se alcanza conocimiento de la naturaleza mediante la ciencia que amplía el campo de la consciencia, y por ello también la ciencia necesita autoconocimiento profundo, es decir, necesita de la psicología. Nadie construye un telescopio o microscopio por así decirlo, a pulso, y con buena voluntad, nada más, sin conocimientos de óptica.
Hoy necesitamos la psicología por razones vitales. Nos encontramos perplejos, confusos y desorientados frente al fenómeno del nacionalsocialismo y del bolchevismo, porque no se sabe nada de los hombres o sólo se tiene de ellos una imagen parcial y desfigurada. Si tuviéramos autoconocimiento, no sucedería esto. Ante nosotros se alza la terrible cuestión del mal y no se sabe siquiera dar una respuesta. Y si se supiera darla no se podría concebir «cómo pudo suceder todo esto». Con genial ingenuidad un estadista explica que no tiene «imaginación para el mal». Completamente correcto: no se tiene imaginación para el mal, pero ella nos tiene a nosotros. Unos no quieren saber esto, otros se sienten identificados con ello. Tal es la actual situación psicológica del mundo: unos se imaginan aún cristianos y creen que pueden aplastar .el llamado mal bajo sus pies; otros han caído en el y ya no ven el bien. El mal se ha convertido actualmente en una potencia visible: una mitad de la humanidad se apoya en una doctrina fabricada por especulaciones humanas; la otra mitad enferma por falta de una situación de mito apropiado. En lo que respecta al pueblo cristiano su cristianismo está dormido y ha olvidado, en el transcurso de los siglos construir nuevamente su mito. No se ha prestado atención á aquellos que expresaron los oscuros movimientos de crecimiento de las concepciones míticas. Un Gioacchino da Fiore, un Maestro Eckhart, un Jakob Boehme y tantos otros siguen siendo para las masas hombres oscuros. Un único rayo de luz es Pío XII y su dogma. Pero ni siquiera se sabe de qué hablo cuando digo esto. No se comprende que haya muerto un mito, si ya no vive ni se desarrolla. Nuestro mito se ha vuelto mudo y ya no da respuesta. La falta no está en él, como consta en las sagradas escrituras, sino sólo y exclusivamente en nosotros que no lo desarrollamos, en haber reprimido todos los intentos en este aspecto. En la originaria concepción del mito se encuentran suficientes principios que llevan en sí posibilidades de desarrollo. Se le atribuyen, por ejemplo Cristo las frases: «Sed astutos como las serpientes y mansos como las palomas» ¿Para qué se necesita la astucia de las serpientes? ¿Y qué tiene que ver con la inocencia de las palomas? «Si no os volvéis como niños…» ¿Quién piensa en cómo son los niños en realidad? ¿Con qué moral funda el Señor la usurpación del asno que necesita para entrar cabalgando en Jerusalén como triunfador? Y ¿quién está de peor humor que un niño que el que luego maldice la higuera? ¿Qué clase de moral se desprende de la metáfora del administrador injusto y qué se deriva para nuestra situación de las apócrifas palabras del Señor: «Hombre, si tú sabes lo que haces eres bienaventurado, pero si no lo sabes eres un réprobo y un transgresor de la ley»? ¿Qué significa finalmente cuando un Paulo reconoce: «Hago el mal que no quiero»? Las claras predicciones del apocalipsis no las mencionaré porque no gozan de crédito alguno.
La pregunta planteada por los agnósticos: «¿De dónde proviene el mal?» no ha hallado respuesta en el mundo cristiano y la vaga idea de Orígenes de una posible salvación del diablo pasó por herejía. Sin embargo, hoy debemos hablar de esto y darle respuesta y nos encontramos con las manos vacías, extrañados y confusos, y ni siquiera podemos explicarnos el que ningún mito nos ayude, que con tanta urgencia necesitamos. Se tiene, a consecuencia de la situación política y de los éxitos terribles y demoníacos de la ciencia, un presentimiento vago y secretos estremecimientos, pero no se sabe dar consejo alguno y sólo los menos sacan la conclusión de que se trata del alma del hombre, olvidada desde hace tanto tiempo.
La posterior evolución del mito debería conectar allí donde el Espíritu Santo se infunde en los apóstoles y les convierte en hijos de Dios, y no sólo a ellos, sino a todos los demás que por medio de ellos y después de ellos sintieron la filiatio, la obediencia filial a Dios, y también participaron de la certeza, de modo que ya no por segunda vez, se enraizaron en la divinidad misma. Su vida visible, corporal, era de esta tierra; su hombre interior invisible tenía su origen y su futuro en la imagen primitiva de la totalidad, en el Padre eterno, tal como explica el mito de la historia sagrada cristiana.
Al igual que el creador es completo, también su criatura, es decir, su hijo, debe ser completo. De la concepción de la totalidad divina es verdad que nada puede suprimirse, pero sin tener plena conciencia de lo que sucedía, se originó un desdoblamiento de la totalidad. Se originó un reino de las tinieblas y un reino de la luz. Este resultado estaba claramente anticipado antes de que Cristo apareciera, como se puede percibir, entre otros, en la vivencia de Job o en el libro inmediatamente precristiano y ampliamente difundido de Enoch. También en el cristianismo prosiguió claramente este desdoblamiento metafísico: Satán, que en el Antiguo Testamento se encontraba todavía en inmediata adhesión a Jehová, configura en adelante la oposición diametral y eterna al mundo de Dios. No se le podía extirpar. No es pues de admirar que ya a principios del siglo xi se llegara a la creencia de que el mundo no lo había creado Dios sino el diablo. Esto era el preludio de la segunda mitad del Eon cristiano, después de haber relatado el mito de la caída del ángel, de que eran los ángeles caídos los que habían enseñado al hombre la ciencia y arte peligrosos. ¿Qué hubieran dicho estos antiguos narradores ante la visión de Hiroshima?
La genial visión de Jakob Boehme plasmó la naturaleza antagónica de la imagen de Dios y de este modo contribuyó a la propagación del mito. El símbolo mándala ideado por Boehme representa al Dios dividido, en el que su círculo interno se divide en dos semicírculos que se dan la espalda.
Puesto que según las premisas dogmáticas del cristianismo, Dios existe plenamente en cada una de las tres personas trinitarias, existe también totalmente en cualquier parte del Espíritu Santo descendido. De este modo cada hombre puede participar de Dios entero, y con ello, de la filiatio, de la filiación con Dios. La complexio oppositorum de la imagen de Dios penetra entonces en el hombre y no ciertamente como unidad, sino como conflicto en el que choca la mitad oscura de la imagen con la concepción ya recibida de que Dios es “luz”. Este proceso es el que tiene lugar en nuestra época, sin ser comprendido por los competentes maestros de los hombres, a pesar de que sería su tarea reconocer estas cosas. Es verdad que se está convencido de que estamos en un importante viraje de los tiempos, pero se cree, sin embargo, que su origen está en la fusión y fisión del átomo o en la producción de cohetes espaciales. Como de costumbre, se pasa por alto cuanto sucede al mismo tiempo en las almas humanas.
Se hace notar ya una compensación psíquica en cuanto la imagen de Dios, desde el punto de partida psicológico, es una simbolización del fundamento del alma y actualmente comienza, en la forma de un profundo desdoblamiento, a hacerse consciente, el cual se extiende hasta la política del mundo. Esta compensación se presenta en la forma de imágenes circulares aparentemente espontáneas, que representan una síntesis de los antagonismos dentro de la psique. Entre ellos se encuentra también el rumor mundialmente difundido de los «Unidentified Flying Objects», que se inició ya en 1945. Se basa en visiones o en ciertas realidades. Los UFO se consideran máquinas voladoras que se supone proceden de otros planetas o de la «cuarta dimensión».
Más de cuarenta años antes (1918) descubrí yo la presencia de un símbolo aparentemente central de tipo semejante a los de mis investigaciones del inconsciente colectivo, a saber, el símbolo mándala. Para estar seguro de esto acumulé durante más de una década posteriores observaciones, antes de que en 1929 publicara a título de ensayo el descubrimiento. El mándala es una imagen arquetípica cuya existencia a través de los milenios puede comprobarse. Caracteriza la totalidad o simboliza la totalidad de la persona del fundamento del alma expresada míticamente: simboliza el fenómeno de la divinidad encarnada en el hombre. En contraposición al mándala de Boehme el moderno aspira a la unidad es decir, representa una compensación de la escisión, o una superación anticipada de la misma. Dado que este proceso tiene lugar en el inconsciente colectivo, se manifiesta en todas partes. De ello es testimonio también el rumor de los UFO; constituye el síntoma de una predisposición universalmente existente.
En la medida en que el tratamiento analítico pone de relieve «sombras», produce un desdoblamiento y tensión en los polos opuestos que buscan una compensación en la unidad. La mediación se produce a través de los símbolos. La tensión entre los extremos llega hasta el límite de lo soportable cuando se la toma en serio o se es tomado en serio por ella. El “tertium non datur» de lógica se conserva: no se puede ver solución alguna. Cuando todo va bien, surge espontáneamente de la naturaleza Entonces, sólo entonces, resulta convincente. Se experimenta como tal y se denomina «gracia». Puesto que la solución nace de la contraposición y lucha entre los contrarios, se manifiesta casi siempre como una mezcla indescifrable de circunstancias conscientes e inconscientes y por ello es un «símbolo» (una moneda partida cuyas mitades se adaptan exactamente). Representa el resultado de la operación de la consciencia y el inconsciente y alcanza la analogía de la imagen de Dios en la forma del mándala, que es el esbozo más sencillo de una representación de totalidad y se ofrece espontáneamente a la imaginación para representar los contrarios, su lucha y su reconciliación en nosotros. La divergencia que primeramente es de naturaleza puramente personal, es seguida pronto de la opinión de que el antagonismo subjetivo no constituye sino un caso particular del antagonismo del mundo en general. Nuestra psique es configurada por la estructura del mundo y lo que sucede a gran escala acontece también a escala mínima y en lo más subjetivo al alma. Por ello la imagen de Dios es siempre una proyección de la experiencia interna de un adversario poderoso. Ésta imagen se simboliza mediante objetos por los cuales la experiencia interna ha encontrado una salida y que a partir de entonces han adoptado un significado numinoso, o están caracterizados por su numinosidad y su fuerza extraordinaria. En este caso, la imaginación se libera de la mera objetivación e intenta proyectar la imagen de lo imperceptible, detrás de los fenómenos que se presentan. Me refiero a la forma básica más sencilla del mandala, la forma circular y la división del círculo más sencilla concebible), el cuadrado o la cruz.
Tales experiencias tienen una influencia beneficiosa o aniquiladora sobre los hombres. El hombre no puede captarlas, concebirlas, dominarlas, no se puede liberar de ellas o desprenderse de ellas y las siente, por ello, como relativamente superiores. En el conocimiento correcto, que no escapa a su personalidad consciente, las define como mana, demonio o Dios. El conocimiento científico emplea el término «lo inconsciente» y concede que no sabe nada acerca de ello, pues no puede saber nada de la sustancia de a psique porque sólo puede reconocerse a sí misma por medio le la psique. Por ello no se puede discutir ni afirmar la validez de a designación como mana, demonio o Dios, aunque ciertamente se puede comprobar que la sensación de extrañeza vinculada a la experiencia de un algo objetivo es auténtica.
Sabemos que lo desconocido sucede ajeno a nosotros, al igual que sabemos que no somos nosotros los que hacemos un sueno o un accidente, sino que surge de algún lugar a partir de sí mismo. Lo que nos sobreviene de este modo puede definirse como efecto que procede de un Mana, Demonio, Dios o del inconsciente. Las tres primeras designaciones tienen la gran ventaja que encierran y evocan la calidad emocional de lo numinoso, mientras que la última — el inconsciente — es banal y por ello más próxima a la realidad. Éste concepto incluye la capacidad de experimentar, es decir, la realidad cotidiana tal como nos es conocida y accesible. El inconsciente es un concepto demasiado neutro y racional para poder servir de ayuda práctica a la imaginación. Está acuñado para su empleo científico y resulta mucho más apropiado para una consideración desapasionada, que no suscita exigencias metafísicas, que los conceptos trascendentales, que son siempre discutibles y por ello conducen siempre a un cierto fatalismo.
Así pues, yo propongo el término «el inconsciente», en el bien entendido de que igualmente podría hablar de «Dios» y «Demonio», si quisiera expresarme míticamente. Pero si me expreso míticamente sucede que «Mana», «Demonio» y «Dios» son sinónimos de lo inconsciente, desde el momento que sabemos tan poco de lo primero como de lo segundo. Solamente se cree saber más de lo primero que de lo último, que para ciertos fines resulta un concepto más útil y eficaz que un concepto científico.
La gran ventaja de los conceptos «Demonio» y «Dios» consiste en que facilitan una mayor objetivación de lo antagónico, concretamente la personificación. Su calidad emocional les presta vida y eficacia: odio y amor, temor y adoración ocupan el escenario de la disputa y la dramatizan al máximo. De este modo, lo meramente «mostrado» se convierte en «actor». Todo el hombre se encuentra afectado e interviene con toda su realidad en la lucha. Sólo de este modo puede devenir completo y devenir «Dios nacido», es decir, penetrar en la realidad humana y asociarse a los hombres en figura de «hombre». Mediante este acto de la encarnación, el hombre, es decir, su Yo, es sustituido internamente por «Dios», y Dios deviene externamente hombre, de acuerdo con el logos: «Quien me ve a mí, ve a mi Padre.»
Con esta comprobación se evidencia la desventaja de la terminología mítica. La concepción media del cristiano acerca de Dios es la de un Padre y creador del mundo todopoderoso, omnisapiente e infinitamente bueno. Si este Dios quiere devenir hombre, necesita inevitablemente una kénosis (vaciamiento) en la que el universo es reducido a la medida infinitesimal del hombre, e incluso entonces resulta difícil de ver por qué el hombre no estalla por la encarnación. Por supuesto que la especulación dogmática ha podido por ello dotar a Jesús con propiedades que le relevan del carácter de ente humano corriente. Le falta particularmente la macula peccati (la mancha del pecado original) y ya por ello es cuanto menos un Dios-hombre o un semidiós. La imagen cristiana de Dios no puede encarnarse en el hombre empírico sin contradicción, prescindiendo por completo de que el hombre externo parece ser poco acertado para simbolizar un Dios.
El mito debe finalmente elaborar en serio el monoteísmo y abandonar su dualismo (oficialmente negado) que permite coexistir al Bien todopoderoso con un adversario tenebroso o eterno. Debe expresar la complexio oppositorum filosófica de un Cusanus y la ambivalencia moral de un Boehme. Sólo entonces puede otorgarse a un dios la totalidad propia de él y la síntesis de los contrarios. Quien ha experimentado que «a partir de la naturaleza» mediante el símbolo, los contrarios pueden unirse, que no se contraponen antagónicamente ni se combaten, sino que se complementan mutuamente y configuran racionalmente la vida, la ambivalencia en la imagen de un Dios de la naturaleza y creador no le ocasionará dificultad alguna. Por el contrario, comprenderá el mito del Dios necesario que deviene hombre, el mensaje cristiano esencial como divergencia creadora del hombre con los contrarios y sus síntesis en la persona, la totalidad de su personalidad. Las necesarias contradicciones internas en la imagen de un Dios creador pueden reconciliarse en la unidad y totalidad de la persona como coniunctio oppositorum de los alquimistas o como unio mystica. En la experiencia de la persona ya no se prescinde, como antes, de la oposición «Dios y Hombre», sino que la oposición se sitúa ya en la misma imagen de Dios. Tal es el sentido del «culto divino», es decir, del culto que el hombre puede prestar a Dios para que la luz surja de las tinieblas, para que el Creador se haga consciente de Su Creación y el hombre de sí mismo.
Tal es el fin o uno de los fines que oportunamente supedita al hombre a la creación y con ello también le presta este sentido. Se trata de un mito explicativo que se ha ido formando en mí a lo largo de décadas. Es un fin que yo puedo reconocer y apreciar y que por ello me satisface.
El hombre, en virtud de su espíritu reflexivo, se ha destacado del mundo de los animales y demuestra, por medio de su espíritu, que la naturaleza ha puesto en él un elevado premio, y precisamente a la evolución de la consciencia. A través de ella se adueña de la naturaleza, al reconocer la presencia del mundo y confirmar en cierto modo al Creador. De este modo el mundo se convierte en fenómeno, pues sin reflexión consciente no lo seria. Si el Creador fuera consciente de Si mismo, no necesitaría ninguna criatura consciente; tampoco es probable que el camino altamente indirecto de la Creación, que derrocha millones de años en la elaboración de innumerables especies y criaturas, responda a una intención orientada a un fin. La historia de la naturaleza nos habla de una transformación espontánea y casual de las especies a través de cientos de millones de años y de un devorar y ser devorado. De esto último informa también la historia biológica y política de la humanidad con gran profusión. La historia del espíritu, sin embargo, es harina de otro costal. Aquí se evidencia el milagro de la consciencia reflexiva, la segunda cosmogonía. La importancia de la consciencia es tan grande que no se puede menos que sospechar que se encontrara el elemento del sentido, oculto en algún lugar, en los estados biológicos aparentemente absurdos, que finalmente han encontrado el camino para manifestarse en la categoría de los animales de sangre caliente y con un cerebro diferenciado como casualmente, no previsto sino presentido, sentido, intuido como «oscuro impulso».
Yo no imagino que con mis ideas sobre el sentido y el mito del hombre se haya dicho la última palabra, pero creo que es lo que puede decirse al final de nuestro eon del pez y quizás debe decirse, teniendo en cuenta el eon venidero, del Aquarius (aguador), que tiene figura de hombre. El aguador sigue a Ios dos peces contrapuestos (una coniunctio oppositorum) y parece representar la persona. Soberano, vacía su jarra en la boca del piscis austrinus, que representa un hijo, un inconsciente todavía. De éste sale un futuro, designado por el símbolo de Capricornio (macho cabrío), después de transcurrir otro eon de algo más de dos mil años. Capricornio o Aigokeros es el monstruo de un pez-chivo, unificando la montaña y los abismos del mar, una oposición de dos elementos animales crecidos juntos, es decir, inseparables. Este extraño ente podría ser fácilmente la imagen ancestral de un Dios creador, que se opone al «Hombre», al antropos. Más allá de esto reina en mí el silencio, al igual que en el material de experimentación de que dispongo, es decir, en los productos conscientes del inconsciente de otros hombres o en los documentos históricos. Cuando no se da la comprensión, es absurda la especulación. Sólo tiene sentido allí donde existen datos objetivos, tal como es el caso, por ejemplo, del eon de Acuario.
Nosotros no sabemos hasta dónde puede llegar el proceso del devenir consciente y hacia dónde desviará al hombre. Es algo nuevo en la historia de la creación, para lo que no existe término comparativo alguno. Por ello no se puede saber qué posibilidades le son inherentes y si es posible predecir a la species homo sapiens una plenitud y un ocaso semejantes a las especies zoológicas arcaicas. La biología no puede indicar ningún argumento en contra respecto a tal posibilidad.
La necesidad de la expresión mítica se satisface si tenemos un criterio que explique suficientemente el sentido de la existencia humana en el universo, un criterio que proceda de la totalidad anímica, concretamente de la cooperación de consciencia e inconsciente. La carencia de sentido impide la plenitud de la vida y significa por ello enfermedad. El sentido hace muchas cosas, quizás todas, más soportables. Ninguna ciencia sustituirá al mito y no resultara mito alguno de ninguna ciencia. Pues «Dios» no es un mito sino que el mito es la manifestación de una vida divina en el hombre. No le damos sentido nosotros, sino que es él quien nos habla como «palabra de Dios». La «palabra de Dios» viene a nosotros y no tenemos medio alguno de diferenciar si es distinta a Dios y en qué lo es. Nada existe en esta «palabra» que no sea conocido y humano, excepto la circunstancia de que se nos aparece espontáneamente y nos obliga. Escapa a nuestra arbitrariedad. No se puede explicar una «inspiración». Nosotros sabemos que una «ocurrencia» no es el resultado de nuestra agudeza mental, sino que la idea nos ha venido «de alguna parte». Y si se tratara después de todo dé un sueño premonitorio, ¿cómo podemos atribuirlo al propio entendimiento? Se ignora en tales casos, con frecuencia durante mucho tiempo, que ensueño representa un saber previo o futuro.
La palabra nos acontece; la sufrimos, pues nos encontramos abocados a una inseguridad profunda: en Dios, como complexio oppositorum, «todas las cosas son posibles» en esta palabra tan plena de significado, es decir, verdad y engaño, bien y mal. El mito es, o puede ser, de doble sentido, como el oráculo de Delfos o un sueño. Nosotros no podemos ni debemos renunciar al empleo del entendimiento, ni debemos abandonar la esperanza de qué el instinto se apresure a venir en nuestra ayuda, con lo cual un Dios nos ayuda frente a otro Dios, como Job comprendió. Pues todo cuanto se expresa en la «otra voluntad» es materia moldeada por el hombre, su pensamiento, sus palabras, sus imágenes y todas sus limitaciones. Por ello lo aplica todo a sí, cuando comienza con torpeza a pensar psicológicamente y cree que todo procede de su intención y de “sí mismo”. Con ingenuidad infantil presupone con ello que conoce todo su ámbito y sabe lo que «él mismo» es. Pero no sospecha, sin embargo, que es la debilidad de su consciencia y el correspondiente miedo al inconsciente lo que le impide distinguir lo que él inventa intencionadamente, de lo que le mana espontáneamente de otras fuentes. No tiene ninguna objetividad frente a sí mismo y no se puede considerar todavía como fenómeno que él encuentra y con el que se identifica «for better or worse». Todo al principio se le presenta, le acaece y se le enfrenta y sólo dificultosamente consigue al final conquistar y conservar un ambiente de relativa libertad. Sólo cuando se ha apropiado de este botín — y sólo entonces — está en condiciones de reconocer que se enfrenta a sus fundamentos y principios no deseados, por dados, y de los cuales no puede librarse. En esto sus comienzos no son meramente cosas pasadas; antes bien, viven con él como fundamento permanente de su existencia, y su consciencia depende de su cooperación, siquiera en la misma medida que del ambiente físico.
Estos hechos que se enfrentan abrumadoramente al hombre desde fuera y desde dentro los ha compendiado bajo la concepción de la divinidad y descrito sus efectos con ayuda del mito, y ha comprendido a éste como «palabra de Dios», es decir, como inspiración y revelación del numen de la «otra parte».