Capítulo VI (Self Knowledge) del libro The Undescovered Self,
New York: Back Bay Books, 1958.
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Traducción del inglés por Luis Fernando Ospina C.
Aquí debemos preguntamos: ¿Tengo yo alguna experiencia religiosa
y alguna relación inmediata con Dios, y fuera de esto que certidumbre
me protegerá como individuo de no disolverme en la muchedumbre?.
Para esta pregunta hay una respuesta positiva, únicamente cuando el individuo está dispuesto a cumplir las exigencias de un auto-examen y un auto – conocimiento rigurosos. Si lleva su intención hasta el fin, no solamente descubrirá algunas verdades importantes acerca de él, sino que también ganará una ventaja psicológica: tendrá éxito en juzgarse él mismo como digno de seria atención y comprensivo interés. Como sea, él habrá puesto su mano, en una declaración de su propia dignidad humana y habrá dado el primer paso hada los cimientos de su consciencia – es decir, hada el inconsciente, la única fuente accesible de la experiencia religiosa. Esto no quiere decir precisamente que lo que llamamos el inconsciente sea idéntico a Dios o lo coloquemos en su lugar. El es el medio del cual parece fluir la experiencia religiosa. En cuanto que pueda ser la causa última de dicha experiencia, la respuesta a esto está más allá del conocimiento humano. El conocimiento de Dios es un problema trascendental.
La persona religiosa goza de gran ventaja cuando esto viene a responder la cuestión crucial que pende sobre nuestra época como una amenaza: él tiene una idea clara de la forma en que su existencia subjetiva se basa en su relación con «Dios». Coloco la palabra «Dios» entre comillas con el fin de indicar que estamos tratando con una idea antropomórfica cuyo dinamismo y simbolismo están filtrados a través del medio de la psique inconsciente. Cualquiera que quiera puede al menos acercarse a la fuente de dichas experiencias, no importando si él cree o no en Dios. Sin esta aproximación, sólo en raros casos es que somos testigos de aquellas conversiones milagrosas de las que es el prototipo la experiencia en Damasco, de Pablo. Aquellas experiencias religiosas vivas no necesitan prueba.
Pero siempre se tendrán dudas acerca de la base real de estas experiencias, de lo que sea que la metafísica y la teología llaman Dios, y los dioses. En realidad, la pregunta es inútil, y se responde a sí misma en razón de la numinosidad subjetivamente abrumadora de la experiencia. Cualquiera que la haya tenido es atrapado por ella y por eso no está en una posición de condescender a infructuosas especulaciones metafísicas o epistemológicas. La absoluta certidumbre trae su propia evidencia y no necesita de pruebas antropomórficas.
En vista de la ignorancia general y los prejuicios en contra de la psicología, debe considerarse una desgracia que la única experiencia que tiene sentido de la existencia individual, pareciese’ tener su origen en un medio que es inevitable atrae los prejuicios de todos. Una vez más se escucha la duda: «Qué bueno puede salir del Nazareno?». El inconsciente, si no se considera totalmente como una clase de depósito de la basura debajo de la mente consciente, se supone de todos modos es de «una naturaleza únicamente animal». En realidad, sin embargo, y por definición él es de una extensión y constitución inciertas, de tal manera que la sobrevaloración o subvaloración de él no tiene fundamentos y se puede rechazar como un mero prejuicio. En todo caso, tales enjuiciamientos suenan muy raros en la boca de los cristianos, cuyo Señor nació él mismo en el pajar de un establo entre animales domésticos. Hubiese sido más del gusto de la multitud si Él mismo hubiese nacido en un templo. De la misma manera, el hombre masa de mentalidad mundana busca la experiencia numinosa en los encuentros masivos, los cuales le proporcionan un fondo infinitamente más impresionante que el alma individual. Aún la Iglesia Cristiana comparte esta perniciosa ilusión.
La insistencia de la psicología en la importancia del proceso inconsciente para la experiencia religiosa es extremadamente impopular, no menos con la Derecha que con la Izquierda políticas. Para la primera, el factor decisivo es la revelación histórica que llegó al hombre desde afuera; para la última, esto es una completa tontería, y el hombre no tiene ninguna función religiosa en absoluto, excepto la creencia en la doctrina del partido, cuando inesperadamente se le exige la fe más intensa. Fuera de esto, los varios credos defienden cosas bastantes diferentes, y cada uno de ellos reclama poseer la verdad absoluta. Y eso que vivimos en un mundo unitario donde las distancias son contadas por horas y ya no por semanas y meses. Las razas exóticas han dejado de exhibirse en los museos etnológicos.
Ellas han llegado a ser nuestras vecinas, y lo que era ayer la prerrogativa del etnólogo es hoy un problema político, social y psicológico. Ya las esferas ideológicas comienzan a tocarse, a inter penetrarse, y puede que no esté lejos la época cuando la cuestión del mutuo entendimiento en este campo se agudice. Ciertamente es imposible lograr el propio entendimiento sin una compresión de largo alcance del punto de vista del otro. La compresión necesitada para esto tendrá repercusiones en ambas partes. Sin duda la historia pasará por alto a aquellos que consideran que su vocación es resistirse a este desarrollo inevitable, en todo caso, el poder vincularse a lo que es esencial y bueno de nuestra propia tradición es deseable y psicológicamente necesario. A pesar de todas las diferencias, la unidad del género humano se impondrá irresistiblemente. Sobre este programa la doctrina Marxista ha atado su vida, mientras Occidente espera lograrlo con la tecnología y la ayuda económica. Al Comunismo no se le ha pasado por alto la enorme importancia del elemento ideológico y la universalidad de los principios básicos. Las naciones del lejano Oriente comparten nuestra debilidad ideológica y son tan vulnerables como nosotros.
La subestimación del factor psicológico probablemente esté por tomarse una amarga venganza. Por eso es que a estas alturas de la vida nos ponemos nosotros mismos al día en esta materia. Por el momento esto debe permanecer como un deseo piadoso, porque el auto – conocimiento, además de ser altamente impopular, parece ser una desagradable meta idealista, apestando a moralidad, y está preocupado por la sombra psicológica, la cual normalmente se niega siempre que es posible o por lo menos no se habla de ella. La tarea que enfrenta nuestra época es desde luego casi de una dificultad insuperable. Hace las más altas exigencias sobre nuestra responsabilidad si no somos culpables. Se dirige a aquellas personalidades guías e influyentes que tienen la inteligencia necesaria para entender la situación en que está nuestro mundo. Puede esperarse de ellos que consulten sus consciencias. Pero dado que es un asunto no solo de entendimiento intelectual sino también de conclusiones morales, desafortunadamente no hay causa para el optimismo. Como sabemos, la naturaleza no es tan pródiga con sus dones de tal manera que a una alta inteligencia aúne también los dones del corazón. Por regla, donde i a una está presente el otro está ausente, y donde una capacidad se presenta en perfección generalmente es al costo de todas las demás. La discrepancia entre el intelecto y el sentimiento, que se cruzan uno en el camino del otro en la mejor de las épocas, es un capítulo particularmente doloroso en la historia de la psique humana.
No hay sentido en la formulación de que la tarea que nuestra época nos impone sea una exigencia moral. A lo mejor, únicamente podemos hacer) la situación psicológica mundial tan clara que incluso pueda verla un miope, y darle elocuencia a las palabras y a las ideas que incluso un duro de oídos pueda oírlas.
Podemos tener esperanza en los hombres de entendimiento y en los hombres de buena voluntad, y por eso no debemos cansamos de reiterar aquellos pensamientos y compresiones que sean necesarios. Finalmente, también la verdad puede difundirse y no solamente la mentira popular.
Con estas palabras me gustaría llamar la atención del lector hacia la principal dificultad que tiene que enfrentar. El horror que los Estados dictadores han arrojado recientemente sobre la humanidad es nada menos que la culminación de todas aquellas atrocidades que nuestros ancestros hicieron ellos mismos culpablemente en un pasado no muy distante. Bastante aparte de las barbaridades y los baños de sangre perpetrados por las naciones Cristianas entre ellas mismas a través de la historia Europea, el europeo tiene que responder también por todos los crímenes que él ha cometido contra las personas de color durante el proceso de colonización. Desde luego que a este respecto el hombre blanco lleva una carga muy pesada. Él nos muestra un cuadro de la común sombra humana que difícilmente podría pintarse con colores más oscuros. El mal que llega a la luz en el hombre y que indudablemente mora dentro de es de proporciones gigantescas, de modo que cuando la iglesia habla del pecado original y rastrea su antecedente al desliz relativamente inocente de Adán con Eva es casi un eufemismo. El caso está muy lejos de ser el más grave y burdamente subestima el mal.
Dado que universalmente se cree que el hombre es meramente lo que su consciencia conoce de ella misma, él mismo se considera como inofensivo y de esta manera añade estupidez a la iniquidad. El no niega que han pasado cosas terribles y que todavía están pasando, pero siempre son «los demás» quienes las hacen. Y cuando dichas acciones pertenecen a un pasado reciente o remoto, ellas pronto y convenientemente se hunden en el mar del olvido, y aquel estado de mentalidad crónicamente tormentoso retorna a uno el cual describimos como «normalidad». En horrible contraste con esto, está el hecho de que nada finalmente ha desaparecido y nada ha sido hecho bien. El mal, la culpa, el profundo malestar de la consciencia, la oscura duda están allí delante de nuestros ojos, si solamente pudiésemos verlos. El hombre ha hecho estas cosas; yo soy un hombre quien tiene su parte de naturaleza humana; por eso yo soy culpable con el resto y llevo inalterada e indeleblemente dentro de mí la capacidad y la inclinación a hacerlas de nuevo en cualquier momento. Incluso si, jurídicamente hablando, no fuéramos cómplices con el crimen, nosotros siempre somos, gracias a nuestra naturaleza humana, criminales potenciales. En realidad, solamente nos falta una oportunidad apropiada para que aflore la pelotera infernal. Ninguno de nosotros permanece fuera de la negra sombra colectiva de la humanidad. Sea que el crimen caiga muchas generaciones atrás o suceda hoy, continúa el síntoma de una disposición que está siempre y en todas partes presente y por eso haría bien en poseerse alguna «imaginación para el mal», porque solamente el tonto puede permanentemente ser negligente con las condiciones de su propia naturaleza. De hecho, esta negligencia es el mejor medio de hacerla un instrumento del mal. La inofensividad e ingenuidad son como una pequeña ayuda que se la da a un paciente con cólera dejando a su vecindad en la inconciencia del contagio de la enfermedad. Por el contrario, ellas conducen a la proyección del mal no reconocido en el «otro». Esto fortalece la posición del adversario de la manera más efectiva, porque la proyección porta el miedo que involuntaria y secretamente sentimos por nuestro propio mal sobre el otro lado y considerablemente aumenta lo formidable de su amenaza. Lo cual es todavía peor, nuestra falta de entendimiento nos priva de la capacidad para tratar con el mal. Naturalmente aquí tropezamos contra uno de los principales prejuicios de la tradición cristiana, y uno que es un gran tropiezo para nuestros policías. Deberíamos, así se nos dijo, huir del mal y, sí es posible, ni tocarlo ni mencionarlo. Porque también el mal es una cosa de mal augurio, es tabú y miedoso. Esta actitud hacia el mal, y la aparente esquivación de él, favorece la tendencia primitiva en nosotros de tapamos nuestros ojos al mal y dirigirlo hacia alguna frontera o hacia los demás, como el chivo expiatorio del Antiguo Testamento, que se suponía llevaba el mal al desierto.
Pero si no se puede evitar comprender que el mal, sin nunca haberlo escogido el hombre, está alojado en la misma naturaleza humana, entonces él domina el escenario psicológico como el compañero igual y opuesto del bien. Esta comprensión conduce directamente a un dualismo psicológico, inconscientemente ya prefigurado en el cisma mundial político y en la disociación todavía más inconsciente del mismo hombre moderno mismo. El dualismo no proviene de esta comprensión; por el contrario, estamos para empezar en una condición dividida. Sería un pensamiento intolerable que tuviésemos que asumir la responsabilidad personal por tanta culpabilidad. Por eso preferimos localizar el mal en los individuos criminales o grupos de criminales, mientras nos lavamos nuestras manos con una inocencia e ignorancia de nuestra general proclividad hacia el mal. Esta santurronería no se puede sostener más a la larga, porque e) mal como lo muestra la experiencia reside en el hombre – a menos que de acuerdo con el punto de vista cristiano, se esté inclinando a postular un principio metafísico del mal. La gran ventaja de este punto de vista es que exonera a la consciencia del demasiado peso en la responsabilidad y la entretiene con engañifas sobre el diablo, con una correcta apreciación psicológica del hecho de que el hombre es mucho más víctima de su constitución psíquica que su inventor. Teniendo en cuenta que el mal de nuestros días supone todo aquello que siempre tiene la angustiada humanidad en la sombra más profunda, uno debería preguntarse cómo es que, con todo nuestro progreso en la administración de justicia, en la medicina y en la tecnología, con todo nuestro interés por la vida y la salud, se hallan inventando máquinas tan monstruosas de destrucción que fácilmente pueden exterminar la raza humana.
Nadie sostendría que los físicos atómicos son una sarta de criminales porque gracias a sus esfuerzos es que debemos aquella flor peculiar de la ingenuidad humana, la bomba de hidrógeno. Si la vasta energía de trabajo intelectual con que se investiga el desarrollo de la física nuclear se hubiese empleado en hombres que se dedicasen a su tarea a sí mismos con los más grandes esfuerzos y auto – sacrificio y cuyo resultado moral podría lo mimos’ fácilmente haberles dado el mérito de inventar algo útil y benéfico para la humanidad. Pero aunque el primer paso en el camino hacia una invención espontánea pueda ser el resultado de una decisión consciente, aquí, como en todo, la idea espontánea (la corazonada o la intuición) juega una parte importante.
En otras palabras, el inconsciente también colabora y a menudo hace contribuciones decisivas. así no es solo el esfuerzo consciente el que es responsable del resultado; de alguna manera u otra el inconsciente, con sus metas e intenciones apenas discernibles, pone su dedo en el pastel. Si él coloca un arma en su mano, es apuntar hada alguna clase de violencia. El conocimiento de la verdad es la meta más importante de la ciencia, y si en la búsqueda del anhelo por la luz tropezamos con un inmenso peligro, entonces se tiene la impresión más de una fatalidad que de una premeditación. No es que el hombre de hoy sea capaz de un mal más grande que el hombre de la antigüedad o el primitivo.
Únicamente él tiene medios incomparablemente más efectivos con los cuales realizar su proclividad hacia el mal. En la medida que su consciencia se ha ampliado y diferenciado, su naturaleza moral se ha rezagado. Ese es el gran problema ante nosotros hoy. La sola razón no basta.
En teoría, cae dentro del poder de la razón desistir de los experimentos de dicho alcance infernal «como la fisión nuclear únicamente a causa de su peligrosidad. Pero el temor del mal que no se ve en el propio corazón de uno sino siempre en el de alguien mascada vez nos da la razón, aunque se sepa que el uso de esta arma significa el final cierto de nuestro presente mundo humano. El temor a la destrucción universal puede ahorrarnos lo peor sin embargo la posibilidad de ella se cierne sobre nosotros como una nube oscura mientras que no se encuentre ningún puente en medio de la enorme división mundial psíquica y como ‘la experiencia de la bomba de nitrógeno si se pudiese establecer una amplia consciencia mundial de que toda división y todo antagonismo son debidos a la escisión de los opuestos en la psique, entonces realmente se sabría dónde atacar. Pero si aún las conmociones más pequeñas y personales del alma individual (tan insignificantes en sí mismas) permanecen tan inconscientes y no reconocidas como lo son hasta ahora, se irán acumulando y produciendo agrupamientos masivos y movimientos de masa que no se pueden sujetar a un control razonable o manipularlos hacia un buen fin. Todos los esfuerzos directos por hacer no son así más que una lucha contra enemigos imaginarios, lo más infatuado por la ilusión de ser los gladiadores mismos.
El factor decisivo corresponde al hombre individual, quien no conoce ninguna respuesta a su dualismo. Este abismo súbitamente se ha abierto delante de él con los últimos acontecimientos de la historia mundial, después que la humanidad había vivido por muchos siglos con la cómoda creencia de que un Dios unitario había creado al hombre a su propia imagen, como una pequeña unidad. Todavía hoy la gente es bastante inconsciente del hecho que cada individuo es una célula en la estructura de los varios organismos internacionales y por eso está causalmente implicada en sus conflictos. El hombre individual sabe que como ser individual es más o menos insignificante y él mismo se siente la víctima de fuerzas incontrolables; pero, de otra parte, abriga dentro de sí una sombra peligrosa y un adversario que está involucrado como un ayudante invisible en las oscuras maquinaciones del monstruo político. Está en la naturaleza de las agrupaciones políticas siempre ver el mal en el grupo opuesto, tal como el individuo tiene la tendencia inextirpable de lograr desembarazarse de todo lo que no conoce y no quiere conocer acerca de sí mismo atribuyéndoselo a alguien más.
Nada tiene un efecto más separador y alienante sobre una sociedad que esta complacencia moral y falta de responsabilidad, y nada más promueve el entendimiento y acercamiento que el mutuo retiro de las proyecciones. Este correctivo necesario requiere auto — crítica, porque no se puede precisamente decirle a la otra persona que retire sus proyecciones. Ella no las reconoce por So que ellas son, nadie más que uno puede hacerlo. Podemos reconocer nuestros prejuicios e ilusiones solamente cuando, desde un conocimiento psicológico más amplio de nosotros mismos y los demás, estamos preparados para dudar de la absoluta rectitud de nuestros supuestos y compararlos cuidadosa y conscientemente con los hechos objetivos. Cosa curiosa, la «auto crítica» es una idea mucho más en boga en los países marxistas, sin embargo, allí está subordinada a consideraciones ideológicas y debe servir al Estado, y no a la verdad y la justicia en el trato de los unos con los otros entre los hombres. El Estado masa no tiene la intención de promover el mutuo entendimiento y tas relaciones del hombre con el hombre; lucha, por el contrario, por el aislamiento psíquico del individuo. Entre menos relacionados sean los individuos, más llega a consolidarse el Estado, y viceversa.
Aquí no cabe duda también que en las democracias la distancia entre hombre y hombre es mucho más grande para que ella conduzca de veras al bienestar público o beneficie nuestras necesidades psíquicas. Verdaderamente toda clase de intenciones se han hecho para nivelar los notorios contrastes sociales apelando a idealismo, entusiasmo y conciencia ética de la gente; pero, y característicamente, se olvida aplicar la necesaria auto – crítica, para responder a la pregunta: ¿quién está haciendo la exigencia idealista? ¿Acaso es alguien que salta sobre su propia sombra con el fin de arrojarse él mismo ávidamente en un programa idealista que le promete una bienvenida coartada?. ¿Cuánta respetabilidad y aparente moralidad hay, encubriendo con colores engañosos un mundo muy diferente de oscuridad interior? Primero uno desearía asegurarse que el hombre que habla de ideales sea él mismo ideal, de tal manera que sus palabras y actos sean más que lo que ellos parecen. Por ser un ideal es imposible, y por eso permanece como un postulado incumplido. Puesto que nosotros usualmente hemos metido las narices al respecto, la mayoría de los idealismos que son predicados y ostentados ante nosotros nos suenan bastante huecos y llegarían a ser aceptables solamente si su opuesto se admitiese abiertamente. Sin este contrapeso el ideal va más allá de nuestra capacidad humana, liega a ser increíble a causa de su caprichosidad y degenera en alarde, a pesar de las buenas intenciones. El alarde es una manera ilegítima de dominar y reprimir a la gente y no conduce a ningún bien.
El reconocimiento de la sombra, por otro lado, conduce a la modestia que necesitamos con el fin de aceptar la imperfección. Y justamente es este reconocimiento y consideración conscientes los que se necesitan donde quiera que una relación humana esté por establecerse. Una relación humana no está basada en la diferenciación y la perfección, porque esto únicamente enfatiza las diferencias o saca el opuesto exacto; ella está basada, al contrario, sobre la imperfección, sobre lo que es débil, incapaz y necesitado de apoyo – lo muy terrenal y motivo de dependencia. Lo perfecto no tiene necesidad del otro, pero la debilidad sí, por ello busca apoyo y no confronta a su compañero con nada que pueda forzarlo a una posición inferior y aún humillarlo. Esta humillación puede suceder solo y demasiado fácil cuando el idealismo juega un papel bastante prominente.
Las reflexiones de esta clase no se deberían tomar como sentimentalismos superfinos. La cuestión de la relación humana y de la cohesión interna de nuestra sociedad es urgente en vista de la atomización del acorralado hombre masa, cuyas relaciones personales están determinadas por la desconfianza general, Donde quiera que la justicia sea incierta y la policía esté espiando y el terror esté en el trabajo, los seres humanos caen en el aislamiento, lo cual, naturalmente, es la mira y propósito del Estado dictador, puesto que él se basa en la más grande acumulación posible de unidades sociales des potencializadas. Para contrarrestar este peligro la sociedad libre necesita un vínculo de una naturaleza afectiva, un principio de una clase como la caritas, el amor Cristiano al prójimo. Pero precisamente es este amor al prójimo el que sufre en su mayor parte por la falta de compresión labrada por la proyección. Por eso debería ser de muchísimo interés de la sociedad libre el que le prestara alguna atención a la cuestión de la relación humana desde el punto de vista psicológico, porque en esta radica su real cohesión y consecuentemente su fortaleza. Cuando el amor cesa, comienza el poder, la violencia y terror.
Estas reflexiones no se proponen como un llamamiento al idealismo, sino solamente acrecentar la consciencia de la situación psicológica. Yo no sé que es más débil: el idealismo o la compresión de lo público. Yo solamente sé que se necesita tiempo para lograr los cambios psíquicos que tengan alguna perspectiva de perduración. El entendimiento que lentamente alborea me parece tenga efectos más duraderos que un caprichoso idealismo, el cual es improbable que dure por mucho tiempo.