Luís Jaime Sánchez
|
Carl G. Jung
1. ESBOZO IDEOLÓGICO DE JUNG
Con la muerte de Carl Gustav Jung, se deshace -en sus personajes- el trípode ejemplar que ha sostenido en lo que va corrido del siglo XX, lo más significativo del saber psicológico. Con Freud y Adler, Jung ayudó poderosamente a conformar el a veces crudo y rudo andamiaje de una psicología singular, en el contorno y en la hondura, cuyos problemas -a pesar de todo- se debaten aún en la periferia y en la profundidad del hombre contemporáneo, al cual Jung se acercó siempre con respeto, sabiduría y fortuna.
La obra de Jung es sencillamente gigantesca, en volumen, significación y contenido. Mucho más frondosa y rica que la de Freud y más sabia y laboriosa que la de cualquier psicólogo, psiquiatra y psicoanalista contemporáneo, Jung enarboló hasta una edad muy avanzada la insignia de un estudio tesonero, árduo y difícil que no se fincaba solamente en el «análisis» del alma individual, sino que la rebasaba ampliamente, llegando por caminos cada vez más estrictos, al complejo ovillo del alma colectiva.
Para conseguir su objetivo central, que era el de darle un asidero espiritual a la psicología, entroncándola con los signos y símbolos contenidos en los mitos, las leyendas y las religiones, el gran psicólogo suizo se adentró en las más intrincadas problemáticas del individuo y de la sociedad, sin petulancias ni suficiencias, sin sectarismos ni cenáculos impermeables, sin santorales, con sencillez, humildad y respeto por el hombre, las cosas y los temas. Viajero y curioso infatigable, Jung procuraba, traspasando toda frontera, todo idioma y toda costumbre, allegar cuanto documento le fuera dable para comprender mejor el alma del hombre. En China, en el Japón, en la India, en Norteamérica, en México y al través de toda Europa, Jung estudió como nadie lo ha hecho, Io más profundo del «hombre histórico» arraigado ancestralmente en los mitos, las leyendas, el folclor, las religiones. Esta descomunal actividad, se traduce en sus obras en una erudición rayana en lo increíble, en una polivalencia inagotable de enfoques y en una insomne curiosidad por solucionar problemas siempre nuevos y siempre vigentes. En esta inmensa polifonía que es la obra jungiana, es a veces difícil orientarse. El gran pensador suizo salta, con soltura y propiedad, de la psicoterapia y la psicología individual, a la interpretación de las leyendas; de su teoría básica de la «individuación» a la psicología de la alquimia; de su tipología, al sentido colectivo e histórico de los sueños; de los arquetipos a la interpretación de la piedra filosofal; de su teoría del «ánima» y «ánimus», al «encuentro del Sí-Mismo»; de la psicología de la transferencia, al mito del bribón; de la «persona», al estudio sobre Job; de la mitología griega a la mitología de las tribus Witchittas.
«…Lo que haya de decir, escribía Jung, respecto de la esencia del alma humana, son ante todo observaciones realizadas en el hombre. A tales observaciones mías, se reprocha el que se refieran a experiencias desconocidas o difícilmente accesibles. Es un hecho extraño, pero con el que se encuentra uno continuamente, el que todo el mundo, aún los profanos más incompetentes, crea estar perfectamente al tanto de la psicología, como si la psique constituyera el terreno que goza del conocimiento más general. Pero el que conozca verdaderamente el alma humana,,estará de acuerdo conmigo si afirmo que ella constituye uno de los objetos más oscuros y misteriosos que se ofrecen a nuestra experiencia. Nunca acaba uno de aprender en este dominio. En mi actividad práctica, casi no pasa un solo día sin que tope con algo nuevo e inesperado. Desde luego que mis experiencias no se refieren a hechos corrientes, superficiales o cotidianos, pero ellos están al alcance de cualquier psiquiatra que se ocupe de este dominio especial. No me siento responsable de la insuficiencia de los conocimientos psicológicos de los profanos…» (Jung: Psicología y Alquimia) .
Ese «objeto oscuro y misterioso» que es el alma humana, se presentaba a los ojos de Jung con cierto halo trágico: «…El hombre que solemos llamar «moderno», es por antonomasia un solitario…»– (Jung: Modern man in search of soul). Pero, además, «…solo es moderno, quien vive en el presente». Esta tesis es cara a Jung y varias veces insistió en ella. Compelido por varios editores y discípulos a pronunciarse sobre los «problemas del hombre moderno», Jung contestaba reiteradamente:
«…El problema psíquico del hombre moderno es una de esas cuestiones inconmensurables, precisamente a causa de su misma modernidad. El hombre moderno es el hombre que acaba de llegar a serlo y un problema moderno, un problema que acaba de surgir y cuya respuesta se esconde todavía en el futuro. Debo decir que el hombre a quien llamamos «moderno», el que vive en el presente más inmediato, se encuentra sobre una cumbre o al borde del mundo, con el cielo encima; debajo, la humanidad entera con su historia que se pierde en las brumas primigenias, y, delante, el abismo de todo el futuro. Los hombres modernos -mejor dicho los que viven en el presente inmediato-, son pocos porque su existencia exige la conciencia más alta, la conciencia más intensa y vasta, con un mínimo de inconsciencia, pues sólo es enteramente actual quien es plenamente consciente de su existencia como hombre. Quien alcanza esta conciencia del presente, es, por fuerza, un solitario. En todos los tiempos, el hombre moderno ha sido un solitario, pues cada uno de sus pasos hacia esa conciencia más alta y más amplia, le va alejando de la participación mística primitiva y arrancándole de la inmersión en el inconsciente colectivo. Solamente para este hombre han palidecido los mundos de etapas de conciencia ya pretéritas. De esta suerte, se ha vuelto antihistórico en el sentido más profundo y con ello se ha alejado de las masas que viven exclusivamente de ideas tradicionales. Reconocerse moderno, es declararse voluntariamente en bancarrota, es hacer voto de pobreza y de continencia en un nuevo sentido. Pero esta antihistoricidad no pasa de ser una simple infidelitdad al pasado, cuando no ha sido reemplazada por una actitud creadora. Negar el pasado y no tener conciencia más que del presente, sería pura futilidad. El hoy sólo tiene sentido cuando está colocado entre el ayer y el mañana. El hoy es un proceso, un tránsito que se aleja del ayer y se encamina hacia el mañana. Quien así siente elhoy, puede llamarse «moderno»…» ( Jung: Problemas Psicológicos actuales).
En estas palabras de Jung puede verse su típica actitud frente a la «modernidad» y al «hombre moderno». Cuando Jung habla de «anti-historicidad», no lo hace en un sentido peyorativo ni trata de inculcar un sentido derrotista o escéptico. Más bien, lo típico de la ideología jungiana, en este sentido, es la responsabilidad con que juzga el destiño del hombre. Este destino -o devenir- no es solamente psicológico -a lo Freud- sino también espiritual. Esto no se lo perdonan a Jung los psicólogos «modernos» que reducen el hombre a mecanismos; a pulsiones y contra-pulsiones, a energías y contra-energías, a cargas y contra-cargas. El psicoanalista freudiano E. Glover, en su curioso cotejo entre «Fréud o Jung», arremete como libelista furibundo contra Jung y no le perdona el que haya encontrado -como psicólogo- a Dios en el fondo de los mitos. Este encuentro psicológico de Diós, a partir de un sistema de investigaciones rigurosamente empíricas, es otra de las características de la obra jungiana. Jung nunca se vanaglorió de este descubrimiento, que consideró como «natural» corolario de sus trabajos que conquistaron la adhesión de historiadores como Toynbee y Mircea Eliade, de teólogos como Paul Tillich, de sociólogos como L. Munford. Toda la temática jungiana gira alrededor de la «historicidad» del hombre. Historicidad en el sentido más amplio puesto que es a la vez psicológica, ancestral y religiosa. El hombre jungiano está poderosamente enraizado en terrenos cada vez más profundos y significativos. Toda la simbología jungiana está impregnada de espiritualidad vehemente, abierta y clara.
Estas son las razones por las que una de las figuras que más atrajo la admiración y la atención de Jung, fue la de Paracelso. Es explicable. El gran médico renacentista encarnó con singular violencia el conflicto entre «fe» y «conocimiento». El tránsito del mundo «teocéntrico» de la edad media al «antrópocéntrico» del renacimiento, ladeaba ciertos valores hacia un lado escéptico. Paracelso «…reunía vivas y creadoras, las fuerzas de la Edad Media y del Renacimiento. Su preocupación fundamental fue la de establecer la validez de la experiencia científica frente a la Tradición, pero sin destruir los valores específicos de ésta. Aceptaba la autoridad de la Revelación divina a la vez que estudiaba los fenómenos naturales … En el espíritu de Paracelso, las dos fuentes del conocimiento, la Revelación y las luces naturales, no entraban en conflicto. Pero en el curso de los siglos la oposición entre los dos polos se hizo muy notoria y en el siglo XIX se tornó mortal. Paracelso podía exclamar todavía: «¡Estoy por debajo de mi señor!’ Esta actitud debería perderse cada vez más con el tiempo…» (Gerhard Adler: Etudes Junguiennes). ¿Habría entonces en Jung un deseo, secreto o confeso, de volver a trances anteriores de la humana condición y de la Historia? Desde luego que no.
No se trata de una nostalgia. Es todo lo contrario. Cuando Jung afirma que «…la psiquis humana es naturaliter religiosa, es decir, que posee una función religiosa…» (Jung: Psicología y alquimia), no habla solamente como psicólogo de las religiones, sino también como psiquiatra. La escuela psicoanalítica de Jung ha reconocido plenamente la teoria según la cual «…muchas neurosis nacen de que los individuos se ciegan a sí mismos para no ver sus deberes religiosos debido a su pasión pueril por la cultura…» (Jung: Modern man in search of a soul).) «Seréis como Dioses -dice la Historia Sagrada- fue la insignia original del tentador. Sucumbir a esta tentación no es en sí mismo algo patológico; es patológico en la medida en que es inconsciente. Se convierte en patológico e inconsciente, cuando «Diós» es arrojado de la conciencia. El lenguaje de la religión hablará de la «ira de Dios» cuando éste es ignorado y despreciado; el lenguaje de la psicología dirá únicamente que la ignorancia o représión del Dios-Imagen, en virtud de la ley de compensacion, influirá negativamente en la salud y en la conciencia del individuo…» (P. Víctor White: Dios y el Inconsciente).
A medida que Jung avanzaba en sus investigaciones, se adentraba cada vez más en la temática religiosa. Es uno de los aspectos más controvertidos de su obra, pero la situación a que llegó Jung, era inevitable y fatal. Jung no era católico sino protestante. La libre interpretación de la Biblia, lícita para todo protestante, constituyó para Jung, en sus últimos trabajos, una de sus más nítidas preocupaciones. «…La Psicología de Jung, dice P. White (loc. cit.), quizás más que ninguna otra, ha llevado de este modo a la ciencia moderna hasta las fronteras mismas del reino tradicionalmente administrado por la Teología…» (White: Dios y el inconsciente). Jung siempre se defendió del cargo muy frecuente, que se le hizo de «intruso» y de «pseudo teólogo». Siempre quiso mantener una posición decididamente empírica, aunque no siempre se ciñó a ella con él rigor que fuera de esperarse en materiá tan delicada. Es posible pensar que Jung no se sentía muy seguro en estos terrenos y que las incursiones que hizo en los francos dominios de la Teología fueron desafortunadas. Jung se defendía alrededor de las siguientes ideas «…Estoy firmemente persuadido, escribe, de que todavía no ha llegado el tiempo para una teoría que lo incluya todo, asimilando y presentando todo el contenido, procesos y fenómenos de la psique, alrededor de una idea central; yo considero mis teorías como sugerencias e intentos de formulación de una nueva concepción científica de la psicología, fundada primordialmente sobre la experiencia inmediata con seres humanos…» (Jung: Prólogo a J. Jacobi: The psychology of C. G. Jung).
Pero como justamente anota el P. White (loc. cit.), esta falta de una «idea central» es lo que más inquieta al teólogo, que necesita, ante todo, de un pensamiento sistemático.
En carta dirigida a un teólogo en 1945, Jung habla en los siguientes términos: «…Nunca me permito hacer afirmaciones acerca del ser divino porque ello significaría una transgresión de los límites de la ciencia. Será, por lo tanto injusto, criticar mis opiniones, como si fueran las de un sistema filosófico…» (Si. P. White, loc. cit.). Pero a pesar de todas las barreras que él mismo se impuso, Jung, en forma inevitable como ya lo he dicho, Ilegó a lo teológico con los instrumentos de un psicólogo. Semejante actitud fue y es insólita, pero no absurda ni de mala fe. A ello lo comprometía eapecialmente su teoría de la «Sombra». La «Sombra» jungiana es el lado no reconocido de la personalidad, lo opuesto al Yo consciente que se manifiesta como una figura sombría, macabra, siniestra, maligna y casi fatal. Este lado demoníaco de la personalidad funciona en forma casi dialéctica y por antítesis con la contraparte «buena» y luminosa. «…Las figuras mitológicas de los hermanos enemigos Osiris-Set, Baldur-Loki, Abel-Caín, Jacob-Esaú, y las de la contraparte hostil: Sigfrido-Hagen, Fausto-Mefistófeles, el doctor Jekyll y Mr. Hyde, así como los «Dobles» de la literatura son proyecciones de esa relación ‘dialéctica’ entre el Yo y la Sombra…» (Neumann: ,Psicología profunda y nueva ética). Cada ser humano «elabora» su Sombra y su arquetipo es el «Diablo o Contradictor». Pero la Sombra no es una solución sino un reto permanente del ser humano consigo mismo y con su condición. Jung habla de una «grieta»que aparece en la psique del hombre moderno, cuando la formación de la conciencia «pone en peligro la conexión con el lado oscuro del inconsciente»: «Esta amenaza de dominación de «Lo Oscuro», aparece en fenómeno de la enfermedad psíquica con que se enfrenta la moderna psicología profunda. La motivación de la enfermedad por lo inconsciente, significa que el «lado oscuro» anuncia su exigencia de ser tomado en consideración, tanto en el bien como en el mal. El hombre debe comprender fundamentalmente que tiene una sombra ó lado oscuro de su personalidad. Todo el sufrimiento del hombre por sí mismo, por ese mal que tiene por naturaleza, esto es, el inconmensurable problema del «pecado original», amenaza ahora aniquilar al individuó con sentimientos de culpabilidad y angustia…» (E. Neumann, Loc. cit.)
No es este, ciertamente, el lenguaje que los psicóIogos «modernos» estaban acostumbrados a oir o a repetir. Lo importante es que el «léxico» jungiano tiene siempre un significado bipolar o doble: Por un lado, la rama o vertiente religiosa, «psicológicamente» intuida o descrita, y por el otro ramal clínico y práctico. Así, la «sombra» cobra, inesperadamente, un aliento psiquiátrico:«…El hombre moderno experimenta inicialmente las «fuerzas del mal» ignorando que tienen su origen en él mismo. Solo, compelido a volverse sobre sí mismo por la enfermedad o el peligro, surge para él la posibilidad de experimentar progresivamente esa fuerza sombría, como mensajera de virtud creadora que vive en su psique. Como corresponde al destino del «hombre moderno», cuyo camino conduce primero a la «profundidad» y no a la «altura», al comienzo se le presenta como guía, no un claro ángel de luz, sino la sombra oscura de su propio mal…» (Neuman, Loc. cit.).
El afán de Jung por llevar su psicología al centro mismo del misterio del ser, en cuanto a su origen, significado y trascendencia, lo llevó por caminos no siempre afortunados, como se ha dicho, en los que es evidente la especulación puramente teórica, ya sin raigambre empírica de ninguna especie. Tal sucede por ejemplo con su famosa interpretación del «Libro de Job» (Jung: Answer to Job), inaceptable para un católico. El Dios, Jhave, de Job, es para Jung un Dios contradictorio, a la vez justo e injusto, arbitrario y bárbaro, que triunfa sobre Job de una manera escandalosa. El Dios del drama bíblico, estaría desgarrado de contradicciones. Las pruebas a que fue sometido Job, fueron dichas al oído de Jahvé por el propio Satán. A la postre, el resultado de los sufrimientos injustos, a que fue sometido Job, le da un conocimiento de Dios, superior al que Dios tiene de sí mismo. «Job descubre la antinomia de Dios» (Jung: Answer to Job). El teólogo católico lean Steinnman, comenta así el «Job» de Jung: «…Jung lee la Biblia como lo hacen los protestantes «fundamentalistas». Todo está para él en el mismo plano. No tiene en cuenta la diversidad de los escritores, de las épocas, de los géneros literarios y de las corrientes tradicionales. Del Libro de Job, hace una sorprendente y abusiva transposición. El drama bíblico, describe un conflicto íntimo en el alma de Job. Jung desplaza el problema, haciendo el análisis de una crisis padecida por el propio Jahve. Según él, el Libro de Job permite lo que se podría llamar un diagnóstico psicoanalítico de Yahvé.. Encerrado en la prisión de una psicología que quiere reducir todo al hombre, la gnosis moderna que preconiza Jung, transforma el Libro de Job en su contrario, es decir, en una etapa hacia una humanización de Dios que no es sino una caricatura de la verdadera encarnación…» (J. Steinnman: Le Libvre de Job).
Descaminado -desde el punto de vista católico- Jung en su visión de Job, no lo está menos cuando se encuentra con el dogma Trinitario. El sacerdote dominico, R.P. Víctor White, tantas veces citado, y quien estudió por espacio de doce años Ia obra del sabio suizo, no oculta su sorpresa por las divagaciones de Jung al respecto: «…Fundado únicamente en la experiencia de la psique humana, vemos a Jung absurdamente complicado en los problemas más abstrusos y recónditos de la Teología Trinitaria. Le parecerá también al lector que Jung, al arriesgarse temerariamente a entrar en esos enredos teológicos, descuida mucho de lo que el culto de la Trinidad puede significar, inclusive psicológicamente para el simple cristiano. Jung rechaza la definición tradicional del mal, en cuanto ausencia del bien apropiado, y sostiene que esta concepción del mal, en cuanto «privatio boni», está contra los hechos empíricos y es, psicológicamente dañosa. Jung pide la admisión del mal, no solo dentro del Yo, sino dentro de la Divinidad misma: esto le lleva, en su ensayo sobre la psicología de la doctrina Trinitaria, a admitir una «Cuaternidad divina» con una cuarta «hipóstasis» mala, en una forma inadmisible para cualquier cristiano ortodoxo. La concepción jungiana del mal es una barrera formidable que está obstaculizando el encuentro entre psicólogos y teólogos jungianos» (P. White, loc. cit. ).
No cabe la menor duda de que Jung en su «Job» y en su doctrina sobre la «psicología» de la Trinidad, incurrió en demasías y afirmaciones apodícticas reñidas con su fidelidad a la experiencia. Pero ello no invalida, ni mucho menos, sus adquisiciones anteriores. Llevado fatalmente, como lo he dicho, por el hilo de su teoría de la «Sombra», a considerar el mal y el bien como contingencias meramente psicológicas,enraizadas en una concepción del pecado original, así mismo psicológica, Jung, confesando su «ninguna provisión teológica», se enredó en una madeja de problemas que rebasaban su capacidad empírica. Lo salva su honradez, su limpidez científica y su afán de verdad. Los mismos católicos White y Steinnman (loc. cit.) reconocen que, a pesar de estos devaneos, Jung es admirable por su nítido interés en llevar la psicología a terrenos nunca antes explorados por la ciencia. El propio Pío XII, en su famoso «Discurso al Congreso de psicoterapeutas» reunido en Roma en 1953, al tratar de las relaciones entre la psicología profunda y la religión -aludiendo claramente a mi ver, a las teorías jungianas- decía: «…La investigación científica atrae la atención hacia un dinamismo que, radicado en las profundidades del psiquismo, empujaría al hombre hacia el infinito, que lo supera, no haciéndoselo conocer, sino por una gravitación ascendente derivada directamente del sustrato ontológico. Se ve en ese dinamismo una fuerza independiente, la más fundamental y la más elemental del alma humana, un impulso efectivo que conduce inmediatamente a lo divino, lo mismo que la flor que espontáneamente se abre a la luz y al sol o, como el niño, que respira inconscientemente apenas nacido. Esta afirmación, nos lleva enseguida a otra afirmación: Si se declara que ese dinamismo se encuentra en el origen de todas las religiones y que él significa el elemento común de todas ellas, sabemos por otra parte, que las religiones, el conocimiento natural y sobrenatural de Dios y de su Culto, no proceden de lo inconsciente sino del conocimiento claro y cierto de Dios por medio de su revelación natural y positiva. Esta es la doctrina de la fe y de la Iglesia… Pertenece a los métodos de vuestra ciencia, el ‘saber esclarecer las cuestiones de la existencia, estructura y modos de obrar de ese dinamismo. Si el resultado se demostrara positivo, no se le debería declarar inconciliable o con la razón o con la fé. Y si se tratara de un dinamismo que interesa a todos los hombres, a todos los pueblos, a todas las épocas y a todas las culturas, ¡qué ayuda y cuán apreciable sería para la búsqueda de Dios y su afirmación! (Pío XII).
La formidable obra de Carl Gustav Jung; desbordada a veces de su propio cauce empírico, salida de madre por virtud de sus mismos contenidos torrenciales y demasiado frondosa y rica para constituírse en sistema, es el esfuerzo más grande realizado hasta hoy por ningún psicólogo, para llevar su saber, sus métodos, y sus inquietudes a alturas y profundidades insospechadas. Jung le dió a la psicología una nueva dimensión: La dimensión del Misterio, la dimensión del Espíritu y la dimensión Religiosa. Nadie como él ha sentido a la vez, su propia finitud y su propia inmortalidad, sus propias limitaciones y sus incontenibles vehemencias científicas. Dentro del desconcierto y la anarquía en que se mueven y debaten las «psicologías modernas», cada una dueña inmarcesible de su atajo, de un laberinto o de una palanca y cada una creadora de su propio palabreo, cuyo golpetear inflama los paladares más narcisistas, la figura de Jung emerge como de un mundo distinto, más abierto, más permutable, menos dispuesto a la perístasis de secta, a los rastreos estériles y a los sanedrines implacables. Cuando algún día, el hombre de genio que necesita la psicología, haga la necesaria síntesis de los conocimientos, y de los empirismos dispersos, y de las teorías desbastadas, la gran figura desaparecida del pensador suizo será uno de los embragues más sólidos para poner en movimiento una nueva era de la Psicología. Entretanto, Jung continuará encarnando en la Ciencia de occidente aquello que más interesó a su penetrante y poderosa inteligencia: Un signo y un Símbolo.
2. JUNG, EL ARTE Y LA «MODERNIDAD»
En forma insistente, casi terca, Jung , trata de zafarse de las modernas anfibologías psicológicas. Como todo hombre de ciencia, cuyo poder -tácito o implícito- trata de gravitar sobre zonas cada vez más precisas y exactas, Jung, luego de transitar por las regiones apasionantes de los mitos; luego de adentrarse por los atascaderos de la alquimia, salta, de pronto, como en un movimiento recogido e íntimo hacia el mundo del «hombre moderno». Ahi, en ese desconcierto cuyas trabas y limbos aún no se salvan de su propia oscuridad, encuentra Jung el arte. Y en él, dos nombres eminentes: Picasso y James Joyce. El Picasso jungiano, sin ser ni neurótico ni psicótico es, ante todo, un ser simbólico, y su arte un arte simbóIico. ¿Simbólico de qué?
«Se busca lo feo, dice Jung, lo enfemizo, lo grotesco, lo incomprensible y lo frívolo, no para expresar, sino para encubrir. Pero esta veladura no atañe al que algo busca, sino que es como una niebla fría que se extiende, encubridora, sobre ciénagas desoladas, sin designio, como un espectáculo que puede prescindir del espectador. En el uno puede conjeturarse qué es lo que quisiera expresar, en el otro qué es lo que no puede expresar... Así, Picasso empieza con las pinturas, aún objetivas, en el azul, el azul del resplandor lunar y del agua, el azul Tuat del averno egipcio. Muere y transita al más allá, su alma, cabalgando en un corcel. A él se aferra la vida cotidiana y una mujer, con un niño, se le acerca admonitora. Lo mismo que el día, es la noble hembra para él, lo que psicólógicamente se designa como el ánima clara y el ánima oscura. Ésta, la oscura, le aguarda, expectante, en azul albor, despertando en él un patológico vislumbre. Con el cambio de colores, penetramos en el Averno. La objetividad está condenada a muerte, lo que encuentra expresión en la pavorosa obra maestra de los adolescentes prostituídos tuberculoso-sifilíticos. El tema de los prostituidos, se inicia con el ingreso en el más allá, donde se reune con alguno de esos seres, como alma desencarnada. Me estoy refiriendo a esa personalidad en Picasso que sufre el destino infernal, a ese ser humano que no se enfrenta con lo diurno sino que , fatalmente se encara con la tiniebla, que obedece al ideal de lo Bueno y lo Bello reconocidos, sino a la demoníaca fuerza de atracción de lo feo y lo malo que, en el hombre moderno, cobra una plenitud anticristiana y luciferina y crea un ambiente de fin del mundo, velando la claridad meridiana, la vida del Día, con nieblas del Hades, infectándola con letal descomposición y reduciéndola, finalmente, como a un Seismo, a fragmentos, a grietas, residuos, harapos, escombros y conjuntos inorgánicos… Frente a las múltiples facetas Picassianas que de tal modo mueven a confusión, apenas me atrevo a aludir a ello. Por eso daré cuenta en primer término, de lo que mi material de estudio revela. El tránsito al Hades, no carece de finalidad, no es un puro precipitarse titánico y destructor, sino una «Katabasis ein Antron», un descenso al antro, pleno de sentido, un ascenso al Averno, de la iniciación y del conocimiento secreto. La peregrinación a través de la Historia psíquica de la Humanidad, tiene por fin restaurar al hombre como conjunto, despertando el recuerdo de la sangre. El descenso a la Madre, sirve a Fausto para erguir al feo humano, pecadoramente íntegro, a París y a Elena, aquellos seres a los que el extravío, al hacerles caer en lo unilateral, les hizo incurrir en el olvido del presente. Este ser humano, está contrapuesto al ser humano actual, que es el que sólo actualmente es así, mientras que el otro es el que así era siempre. De modo que en mis pacientes, se sigue a la Katabasys y Katalysis el reconocimiento del contraste de la Naturaleza Humana y de la necesidad de los dobles contrapuestos en conflicto. Por eso, a las vivencias de locura, suceden, en la disolución, figuras que representan la conjunción de los dobles contrapuestos: claro-oscuro, arriba-abajo, blanco-negro, masculino-femenino. En las últimas pinturas de Picasso, se advierte con bastante claridad el motivo de la conjunción de los contrarios con su opuesto inmediato. Hay un cuadro, (hendido, ciertamente, por numerosas líneas de fractura) en el que se llega a observar la conjunción del ánima oscura y del ánima clara. Los colores acres, inequívocos, incluso brutales del último período, responden a la tendencia del inconsciente a reducir, por la violencia, el conflicto de los sentimientos…»(Jung: Realidad del alma).
¿Es lícita esta intrusión del psicólogo en el mundo del Arte? Nos hicimos la misma pregunta -documentada- al tratar de la intromisión del Psicólogo en la Teología. Una vez más, Jung desacierta, de buena, de excelente fé. Al tomar a Picasso como «arquetipo» de la pintura moderna, Jung confunde a Picasso con la pintura moderna. Picasso es un pintor moderno, pero no es la pintura moderna. Picasso es un «vector» del alma actual; pero no es toda el alma estética actual. A pesar de su habitual serenidad y buen juicio, Jung, ante Picasso, llega al insulto. ¿Por qué? No hay sino una sola respuesta. Jung ve en Picasso un contendor en el plano de la cultura. Picasso interpreta al hombre moderno en la misma medida en que Jung trata de hacerlo. Sin embargo, Picasso nunca enjuició a Jung. Un enjuiciamiento científico, como el que hace Jung de Picasso, sólo lleva a lo mismo que Jung combatió: a la unilateridad. Enredado en la madeja de sus propios ataderos, Jung trata de convencer. Pero nada hay tan difícil comoconvencer a un artista, por los caminos que no sean estrictamente estéticos. Lo propio acontece con la interpretación de una obra. No parece posible ni plausible que una obra de arte, sea solamente interpretación. ¿Por qué, por ejemplo, Jung no se refiere al llamado «período Rosa» de Picasso? Es sabido que este período se caracteriza en Picasso por la acentuación de los tonos cálidos y de los «sentimentales»: la «Madre y el hijo», «Los saltimbanquis», el «Niño desnudo y el caballo», casi todos concebidos bajo el color amable de la rosa. Si Jung hubiese profundizado -que no lo hizo- el sentido de la obra picassiana, habría advertido un contraste: no el contraste de los colores, sino el contraste del sentido del color. Antes de lanzarse a la definitiva aventura de las «Demoiselles d’Avignon», punto crucial en su carrera, Picasso agotó los formalismos colorísticos y morfológicos. El «Más allá» estético que perseguía, no era un«averno» psicológico, sino una sostenida depuracion. «Si Picasso, como todo creador, dice A. Valentín, se familiariza con monstruos y los hace surgir para imponérnoslo a nuestra imaginación, es posible que sólo los pueda hacer persuasibles gracias a su equilibrio de espíritu. Pero el joven artista que vive dentro del «mundo infernal», surge de esta destructora noche azul con toda la robustez y la vehemencia de sus apetitos normales…». Más tarde dirá:«…Copiar a los demás, es necesario, pero… copiarse a sí mismo, ¡qué horror!» (A. Valentín, Pablo Picasso: París, 1957). Es más; en 1922, Picasso pinta la maravillosa «Madre e hijo», plena y llena de colores rosados. Al año siguiente (1923), da a conocer su «Pablo dibujando», mezcla de azules y rosados. Si, como dice Jung, Picasso tiende en sus últimas pinturas a «reducir por la violencia el conflicto de los sentimientos», no se explica ni la dulzura, ni la suavidad, ni la hermosura, ni la serenidad de esos cuadros ante los cuales el espectador se encoge y se recoge. Es fácil decir que todo puede explicarse por el lema de los «contrarios», pero el lema de una dialéctica natural que nos hace ser y no-ser y nos lleva al dilema ancestral del «angelismo y del bestialismo» en el hombre. Pero no es que si puede haber una «dialéctica» psicológica, es imposible una «dialéctica estética». Si el artista se encuentra ante la perplejidad de los«contrarios», que es la dialéctica de lo antinómico, su obra será la traducción del conflicto«natural». Surgirá una «obra antinómica», que en su esencia, es imposible. La «interpretación», el«gusto», inclusive el «éxito» de un artista, es y depende de su propia claridad, de su propia autonomía, de su propia vida íntima. Si en el arte se presenta la «antinomia» y rige el lema de los«contrarios», desaparece automáticamente el placer estético -por más difícil que sea- y aparece la reflexión y el análisis. De hecho, el «Opus» artístico se esfuma y da paso a una «re-creación»intelectual que es lo opuesto a la «creación original».
Un espíritu tan agudo, original y penetrante como el de Jung, no se hubiera desconcertado ante un Picasso vacilante e inicial, que trataba de resumir y compendiar, los titubeos de su propio mundo y del de los demás, de no haber mediado, las barbullas psicológicas petulantes y grandilocuentes de la época. Ante Picasso, Jung aparece a la vez como demoledor y crítico, como admirador y polemista, como Sujeto y Objeto. El arma -si puede llamarse así- de Jung contra Picasso, no es sino la que se utiliza para estudiar los cadáveres: la disección. Pero en ella, lo cadavérico no es precisamente lo estético, sino todo lo contrario. En el análisis, en el intento de descuartizar para «rehacer», en el meterse o entrometerse con el escalpelo de una ciencia válida en terrenos que, por definición no pertenecen a la Ciencia, veo yo el mayor descalabro de Jung ante Picasso. La obra de Arte, no se «juzga» ni se «enjuicia» sin correr el peligro de condenas inútiles o de absoluciones desesperadas. Y Jung ante Picasso, me da la impresión de un desesperado, de un angustiado y de un inquisidor que al tatar de disculpar la fruta estética, lícita o prohibida, la priva, un poco violentamente, de su savia, de su poder febril y de su ancha y vasta perspectiva.
Es cierto que Picasso, en la época en que lo enjuició Jung, andaba con toda esa farsantería mitad psicológica, mitad estética, mitad iconoclasta que sobrecogió, bajo la férula freudiana de André Breton, a todos los artistas anteriores o posteriores a la primera guerra mundial. El amigo íntimo de Picasso nos relata (J. Sabartes: Picasso, Retratos y recuerdos. Madrid, 1953) cómo el artista pensaba escribir un libro -que jamás apareció- en que el imperio de la «libre asociación»freudiana sería el hilo central. Sabartés, nos da de él el siguiente texto revelador del Picasso de entonces:
«…No más hacer que cuidado no tenga el hilo que trabaja el destino que tiñe el robo de cristal al lodo que estremece la hora encogida en recuerdos tostados en parrilla de azur y yerbabuena verán que esconde el ala y pone anuncios de maroma en los racimos de silencio que se enfría en la sombra de palabras dichas a la ligera y recorta el olvido de su vida sin sal en el hombro de su amistad tirada sobre cardos hecha sopa de llantos saltando en la sartén hecha de nardos sapicando su cuerpo de la lluvia de paz metiendo en el bolsillo la hora que se come la arena y atornilla el momento cogido entre los dientes de la paloma blanca que golpeando el cielo resuena en el tambor que aleja la campana y la deja marchita humeder de placer y vibrante de miedo cogida en el calor, ojos cerrados boca abierta niña que viene el coco y se lleva a los niños que duermen poco ya lo se que tú eres lo mejor que existe en este mundo un traje de lentejas…» (Pablo Picasso: Cit. J. Sabartés, loc. cit.).
«…Hablando de lo que escribe, dice J. Sabartes, suele decirme que lo que desea no es contar cuentos ni describir sensaciones, sino producirlas con el sonido de las palabras y no tamándolas como un medio de expresión, dejándolas que se expliquen por sí mismas, como se hace a veces con los colores: los aplica en el lienzo sin propósito narrativo, es decir, no pensando en imitar la forma de una cosa existente… » (J. Sabartés, loc. cit.).
Toda esta «Fealdad Picassiana», este deshacer los propios florales linguísticos, este entregarse por entero a la flotabilidad del acaecer puro, esta tendencia a la búsqueda del Hierofante o de Hierofantes que se imponen, descarnadamente, por su misma presencia, sin buscar otra cosa que la incomprensibilidad de su sentido y de su esencia, este luchar contra la «comprensión» cartesiana y, por último, este ntensificar lo intangible y buscar, en el paroxismo del misterio, clarividencias y vislumbres más allá de toda razón y de toda Lógica, es lo que representa Picasso. Nadie, como el artista moderno ha sufrido más en su intimidad, como aquel que alejándose de los tácitos latidos de la Naturaleza y de la Forma, trata de encontrar un lirismo recóndito en las cosas, en las gentes, en el mundo, en el cosmos. En este sentido, el «artista moderno«, es un «hombre antimoderno«, por definición y por antonomasia. Jung no lo vió así.
Esta sorprendente lipotimia de Jung ante Picasso se repite ante el «Ulises» de James Joyce. El lector de Jung, del Jung sereno, erudito y aplomado de la «Psicología y alquímia«, el del «Proceso de Individuación«, el de los «arquetipos«, el Jung brillante, claro y diáfano de «La Psique y sus problemas actuales«, el profundo y armónico esclarecedor de la «Energética psíquica«, el Jung un tanto lejano y ya oriental u orientófilo del «Secreto de la Flor de Oro«, ese lector no puede menos de sorprenderse ante las siguientes pabras del gran psicólogo suizo, con las que desprecia, insulta y menoscaba el prestigio y la calidad del escritor irIandés:
«…Ulises -dice Jung- es un libro que fluye a lo largo de 735 páginas, una corriente de tiempo de 735 días, compuestos de un único y vácuo día de la vulgaridad cotidiana de todo el mundo, el intrascendente 16 de Junio de 1904, en Dublín, en el que el fondo, nada sucede. El raudal empieza en nada y acaba en nada. Trátase de una verdad a lo Stridberg, única, monstruosamente larga, embrollada hasta lo más intrincado y -para espanto del lector- jamás agotada sobre la esencia de la vida humana. Tal vez no lo sea sobre la «esencia», pero, desde luego lo es, sobre sus diez mil superficialidades y sus cien mil matices. No existe en estas 735 páginas, en cuanto a mi ver se refiere, ninguna repetición sensible, ni un solo oasis bienaventurado, donde el agobiado lector, borracho de recuerdos, pueda sentarse y contemplar con satisfacción el camino recorrido -digamos de cien páginas por ejemplo- aunque solo fuera el recuerdo de un lugar común que apaciblemente hubiera vuelto a deslizarse en algún pasaje inesperado; no. Atropellado y revuelto, corre un torrente implacable e ininterrumpido cuya velocidad e intermitencia crecen todavía en las cuarenta últimas páginas, hasta perder los signos de puntuación; todo ello para llegar a expresar, del modo más feroz, el vacío asfixiante, sentido o estirado hasta lo insoportable. Este vacío, absolutamente insoportable, es la tónica del libro entero. No solo acaba en la nada, sino que se compone también de puras nadas. . . ¡Oh Ulises! ¡Eres un verdadero devocionario para los hombres de piel blanca que tienen fé en el objeto y son malditos en él! ¡Eres un ejercicio, una ascesis, un cruel ritual, un procedimiento mágico, dieciocho retortas alquímicas enlazadas una tras otra y en las que, con ácidos, vapores venenosos, fríos ardores, se destila el homúnculo de una nueva conciencia universal!» (C. G. Jung: «Ulises», en Realidad del alma, loc. cit. ).
Una vez más, el talento magnífico de Jung, tan lleno de atisbos y munificencias, cuando está dentro de sus predios, desacierta y flaquea. No resulta posible seguir el Ulises de Joyce, sinosentirlo y vivirlo. Tampoco resulta probable que la larga redacción del Ulises (de 1914 a 1921), casi diez años, haya sido hecha o «cometida» en vano, en un vacío espectacular en que las figuras, las sombras, las gentes, no signifiquen nada más sino el estirarse en la nada y para nada. Irlanda, patria de Joyce, no es precisamente Suiza, patria de Jung. Si hemos de creer en los «arquetipos» y en los «geotipos«, en los que el «Alma y la Tierra» se confunden, se entremezclan y recrean, Joyce es ante todo y sobre todo un escritor irlandés. Los paisajes de Irlanda, están llenos de misterio: nubes perennes, abismos legendarios, playas eternas, de nombres extraños, tumbas solitarias, olas estériles, montañas frías. Es una tierra mística donde palpita lo santo y lo santificado. Cuando Europa rugía dentro de la barbarie más alelada, cuando los Galos fundaban ya los monasterios de Lismore, de Derry, de Aran-More y colonizaban a Escocia y a Bretaña, ya la luz brotaba en el Oeste e Irlanda surgía, como un inmenso faro. Pero además, Irlanda representa el prototipo del martirologio político más nefario. Desde el día en que nace Joyce, el 2 de febrero de 1882 en Rathgar, hasta 1914, año en el que comienza el «Ulises«, el escritor está atravesado, de polo a polo, por hechos culturales, sociales, psicológicos, literarios de diversa índole. Zola y Maupassant en 1885, Nietzehe y Tolstoi al año siguiente, Verlaine, Ibsen y Engels en 1888, Williams James y Bergson en 1890, Wilde en 1891 con»El retrato de Dorian Gray«, Mallarmé en 1898, la guerra de los Boers en 1899, Husserl y Conrad en 1900, la Estética de Croce en 1902, Gide en el mismo año, Bergson y su «Evolución creadora» en 1906, Lenin en 1909, Rilke en 1910, Kafka en 1912 con su «Metamorfosis«, la «Fenomenología» de Husserl, el «Totem y Tabú» de Freud, y Proust en 1913, son hitos formidables que, para una sensibilidad como la de Joyce, no pudieron pasar desapercibidos. Cuando estalló la primera guerra mundial, Joyce iniciaba su «Ulises«. En plena redacción de su gran novela, cae preso en 1915, en Trieste. Libre, y después de la contienda, en 1926 encuentra en París a Ezra Pound, a Valéry-Larbaud, a Aragon, a Paul Eluard. Imagino que todo lo que significó el «inconformismo«, la revolución, la «Iconoclastia«, entró en contacto con Joyce en París, hacia 1920: Un año después, acababa su «Ulises«, al tiempo que terminaba en Rusia la guerra civil, se firmaba el tratado de Riga, y de Valera reclamaba la independencia total de Irlanda.
Todo este itinerario, toda esta odisea espiritual, literaria y cultural de Joyce hubo de reflejarse en su «Ulises«. Jung hace un enjuiciamiento falso. «Ulises» no es una novela sino una nueva mitología.
«…Los innumerables análisis que habían de prolongar, en 1922, la conferencia de Larbaud sobre Joyce, han aclarado mucho la singularidad de este libro. Su propósito, como se sabe, fue el de ofrecer una parodia, una versión moderna de la Odisea, adaptada a la situación de Irlanda, a los descubrimientos científicos, a los problemas raciales, religiosos, familiares, estéticos; en resumen, proponer la epopeya de Ulises como un mito capaz de unificar lo real en todos sus aspectos. De las sospechas que se esperaban del intento, muchas se han justificado y se han vuelto familiares. Nadie se extraña ya de que la acción se desarrolle en un solo día (el 16 de Junio de 1904), en una sola ciudad (Dublín) ni de que sus personajes resuciten los héroes de Homero: Ulises (Leopoldo Bloom), Penélope (señora de Bloom), Telémaco (Stefan Dedalus), Calypso (Marta Clifford), Néstor (Señor Deasy), Nausicaa (G. Me. Dowel), Elpenor (P. Dignam ) , Polifemo (El ciudadano), – Ayax (Mc Intosh), Circé (B. Cohen), Antinoo (D. Boylan); y las divinidades: Athena (La lechera), Her-mes (B. Malligam), Eole (El Periodista ), las sirenas (Miss Douce y Miss Kennedy)… Liberado de las sintaxis tradicionales, apto para traducir una vida móvil y secreta e investigar hasta en sus propias tinieblas el espíritu «de lo subterráneo«, el monólogo antecedía en más de un siglo lo que habían observado los psicólogos, los sociólogos, los etnólogos y los mitólogos, es decir, el explorar un universo irracional, prelógico, onírico, anti-euclídeo, de los que los trabajos de James, de Bergson, de Janet, de Freud, de Jung, de Frazer, de Levy-Bruhl, han dado suficientes pruebas. Pero de este universo, había que hacer y formar una imagen que mostrara bajo su aparente confusión, la coherencia de sus leyes. La novedad de la técnica joyciana, se debe, ante todo a un rigor estrictamente – científico. Fundado sobre la asociación de ideas y de los sentimientos, el monólogo implicaba una nueva ventaja: El análisis de las obsesiones, de las angustias, de las tendencias neuróticas hechas ya por el psicoanálisis. Así, todos los elementos del universo psíquico, sus conflictos, sus matices, se organizaban alrededor de temas enraizados en lo inconsciente…» (Jean Paris: James Joyce, París, 1957).
Frente a Joyce y a Picasso, Jung nos da majestuosamente la espalda. Si sus pesquisas acerca del llamado «arte moderno«, cegajean por la excelencia de sus luces y la vastedad de sus dimensiones, no cabe duda de que Jung no era -y me doy perfecta cuenta de esta afirmación- lo que pudiera denominarse «un espíritu moderno«, entendiento por «modernidad«, la asimilación de los hechos y acontecimientos que la civilización y la cultura vigentes nos ha suministrado para convivir y vivir. Jung, volcado hacia mundos diversos, diferentes, distantes, en que la simbología adquiere una categoría de ealidad inconsciente o consciente, enrevesa -como la mayoría de las psicologías actuales- el sentido de una expresión libre u autónoma. El artista jungiano, establece por sí y ante sí, una especie de «monología simbólica» en la que, al través de los signos y de las significaciones objetivas, rastrea, como letal sierpe, una condición posible y eventual. Puede ser desastrosa, delusoria, y delirante; o, por el contrario, magnífica y enchilada. Todo se reduce, en el hombre jungiano, a la posibilidad de «salvarse» (individuación), buscando el sumergimíento, casi el ahogamiento en trances fuliginosos, de donde fundará su propia existencia, si puede superarlos.
En uno de sus últimos libros, «Un Mythe Moderne» (Jung: Un Mythe moderne; traducc. R. Cohen, París, Gallimard, 1961), Jung analiza, a su manera, el «fenómeno arquetípico de los platillos voladores«, considerándolos como «proyecciones inconscientes de figuras ancestrales«. Más ello no es lo más interesante del libro, sino su vuelo sobre su renovada reocupación por el simbóIismo del arte moderno. ¿Por qué esta insistencia de Jung en este tema que a veces se aletarga en su pluma vivísima? No existe sino una razón: La de que Jung considera el arte, -específicamente la pintura como un signo de decadencia.
«…. El pintor de que quiero hablar (Picasso), ha tenido ciertamente el valor de confesar que su arte expresa una profunda angustia, proyectada en suerte y asimismo una voluntad general, consciente o inconsciente de destrucción. Algunos artistas hacen de la destrucción y de la descomposición en el caos, su tema predilecto; llegan a ello con la superioridad de una pasión erostrática que no conoce ni ayer ni mañana. Pero acontece de otra manera con el miedo que es una confesión de inferioridad, que traduce un movimiento de retroceso ante el caos, lo cual es una profesión de fe, una aspiración a llegar a una realidad sólida y perceptible, a una continuidad de existir y a un cumplimiento de la línea general de significaciones; en una palabra, es decir que la angustia aspira a la cultura. La angustia es el reconocimiento implícito, inconsciente o consciente, del hecho de que la descomposición de nuestro mundo resulta de sus propias insuficiencias, del hecho de que le falta a nuestro mundo «algo» esencial que lo protegería de la invasión del caos; al aspecto fragmentario del caos precedente, la angustia quiere oponer una plenitud, una totalidad, un bienestar, una salud. Pero como el presente no parece ofrecer ninguna aspiración a este deseo, el hombre moderno está privado de la posibilidad de representarse el factor unificador de su propia Totalidad. Se ha vuelto escéptico hacia todo aquello que dentro del concierto universal, le confería la autarquía de Ser y, por ende, las ideas más o menos quiméricas que quisieran mejorar su mundo, se han derrumbado, al lado de supropia vida. …Tratando de abandonar Ia Iógica de las cosas y el mundo de las formas y de las representaciones y de movernos en las dimensiones aparentemente ilimitadas del caos, el arte moderno suscita, en mucho mayor grado que los «tests psicológicos«, de la existencia de «complejos«, despojados de su habitual carnadura y que aparecen como la forma original de los instintos. Supra-personales son de una naturaleza inconsciente, en todos los seres humanos. Los complejos personales, nacen justamente en los sitios y lugares en que se producen colisiones con la disposíción instintiva general. Se trata de sitios de menor adaptación que permanecen especialmente sensibles y cuya susceptibilidad determinará los afectos que arranquen del rostro del hombre civilizado la máscara de la adaptación. Hay que preguntarse si este no es el objetivo que persigue el arte moderno. Ciertamente hoy por hoy, existen en este dominio el caos más indescriptible. Pero, la pérdida de la belleza y del sentido que ello acarrea, está compensada por una actualización y un reforzamiento de lo inconsciente. Pero este último es poco menos que caótico; está inscrito en el orden de la naturaleza…» (Jung: Un Mythe Moderne, loc. cit.).
Leyendo a Jung, cotejando sus premisas y sus conclusiones, se siente a la postre una corriente de pesimismo spengleriano: «Tengo que confesar, dice Jung, que no sé qué es el `espíritu` como tampoco sé qué es `la vida‘». Ante este desconcierto, apremiante en veces, Jung opta por un empirismo puro. La «experiencia» se vuelve en Jung una necesidad violenta. Mas no lo colma ni lo satisface. Al tratar del hombre de Occidente, apunta: «…El alma de Occidente se halla en una situación inquietante, tanto más inquietante cuanto preferimos todavía las ilusiones de nuestra belleza interior a la verdad más inclemente. El occidente vive en una niebla de embriaguez individual que tiene que ocultarle su verdadero rostro…» (Jung: «El problema psíquico del hombre moderno«, en: La Psique y problemas actuales, Bs. Aires, 1944).
«Los grandes problemas de la vida, nunca se resuelven definitivamente. Si aparentemente lo son, ello implica siempre. una pérdida. Porque su sentido y su finalidad no radica en su solución sino en que nos ocupemos perpetuamente en ellos… Cuanto más nos aproximamos al declinar de la vida y cuanto más ha logrado uno afirmarse en su postura personal y en su situación social, en tanto mayor grado pretendemos haber descubierto el curso certero de la vida y los ideales y principios justos de la conducta. Por eso, presuponemos su eterna validez y nos hacemos una virtud de la perpetua fidelidad a los mismos. Pasamos por alto, una realidad esencial, a saber, que el logro del fin social se ha realizado a costa de la totalidad de la personalidad; mucha vida, demasiada vida que pudo haber sido vivida por nosotros, quedó derrumbada en el trastero de los empolvados recuerdos, a veces, ascuas escondidas entre cenizas…» (Jung: La Psique … loc. cit. ).
* * *
Tenso, heroicamente, furiosamente, entre un Oriente ignoto y un Occidente despedazado; jaleando en la alquimia una Omnipresencia simbólica que rescatara los lutos modernos; aparejando el «Animus» y el «Anima«, dentro de una resignación psicológica, lejos de lo empírico; prosiguiendo en la «individuación» un proceso singular de depuración y luminosidad en que lo místico se cotejaba con lo psicológico; yéndose y viniéndose con Job y a través de Job en un balanceo malamente teológico; bravucón y altanero con Dios; mondando a Picasso y a Joyce; ensalzando a Paracelso; Jung se me aparece dentro de la cultura de Occidente como un héroe formidable, contradictorio, soberbio, vehemente y crucial. Euclides de la psicología, buscó siempre en el alma del hombre el péndulo decisivo que rematara las horas sin fin de la existencia. Pero acaso ni en los símbolos por los que tanto luchó, ni en los signos que pueblan su obra, ni en los ritos vernáculos por los que su admirable pluma transitó con superior donaire, ni en los mitos esquivos y profundos por donde su mirar se detuvo tantas veces, ni en la historia, ni en las religiones, pudo Jung demorar su angustia y darle al hombre la dimensión ansiada. Gran perplejo de la cultura y por la cultura, Jung repetirá, donde Dios le tenga, la palabra de Pascal:
«…Jamás he juzgado una cosa por sí misma. Tampoco puedo juzgar mi obra mientras la hago; tengo qur trabajar como los pintores: alejándome de todo, pero no demasiado. ¿Cuánto? ¡ Adivínenlo!«.