SYLVIA MELLO SILVA BAPTISTA
Sylvia Baptista es Psicóloga y Analista junguiana, miembro de Sociedad Brasileña de Psicología Analítica (SBPA) y de la IAAP. La autora autorizó su publicación y traducción.
Email: sylviamellobaptista@gmail.com.
Sinopsis
El presente artículo trae la discusión sobre las posibles relaciones entre los abusos psíquicos en la infancia -como el abandono y el rechazo-, y la paranoia, a partir de una reflexión sobre el mito de Edipo y la tragedia de Sófocles, Edipo rey.
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Traducido del portugués por Juan Carlos Alonso
INTRODUCCIÓN
En la primera escena de la película “Edipo Rey” de Pier Paolo Pasolini, se ve un bebé indefenso dejado solo por la madre en una enorme pradera. La imagen alude a la inseguridad y vulnerabilidad por la sensación que provoca. En el contexto mítico, el niño será abandonado por un pastor en el monte Citerón, en un paisaje desértico, a la suerte de la Madre Naturaleza, Gaia. Será acogido por otra familia, el rey Pólibo y la Reina Mérope -de Corinto-, infértiles. La impresión que se tiene a partir de la tragedia, así como del mito, es que los padres corintios habrían sido padres amorosos y justamente por eso Edipo, siendo ya un adulto joven, habría salido repentinamente de la ciudad para impedir el cumplimiento del presagio délfico que anunciaba que el príncipe mataría a su padre y desposaría a su madre. Eso sucede cuando, tras haber crecido Edipo en la nueva familia en total inconsciencia de su condición, un ciudadano ebrio trae a cuento otro posible origen de Edipo. Éste va al oráculo de Delfos, con la intención de saber en dónde está la verdad, e indaga si sería de hecho un hijo adoptivo. El oráculo le responde terrible y enigmáticamente como se describió antes, y él parte en dirección opuesta a la de la ciudad, encontrándose en Tebas justamente con el destino del que creía escapar.
Invito el lector a la reflexión sobre la importancia que el abandono inicial hecho por los padres biológicos, tiene en su (nuestra) constitución, en la formación de su complejo, una herida indeleble en su autoestima. Edipo es, antes que nada, el rechazado, el no querido, el amenazador, el indeseado, el expulsado, el excluido, el expatriado, el abortado. Antes de ser, carga ya en sí mismo esas miradas y rechazos, rótulos que marcarán su existencia. Eso será seminal y se desdoblará en una reacción de carácter paranoico, en particular, cuando es confrontado por Tiresias, situación que me gustaría analizar.
FILICIDIO
Conocido como el drama de aquel que mata al padre y se casa con la madre, la tragedia de Sófocles desentraña, sin embargo, el filicidio antes del parricidio. Hay una repetición de lo ocurrido con las divinidades primordiales Urano y Gaia, y después con Cronos y Rea, cuando el miedo de ser depuesto por el hijo hace que el padre encuentre los medios para eliminar al niño; en el caso de Edipo, el abandono. Como se sabe, Urano devolvía al vientre de Gaia todos los vástagos, mientras Cronos devoraba los hijos tan pronto como nacían.
El sucesor natural debe morir. Esa escena primaria es la base de toda la dinámica de las relaciones. El miedo a ser depuesto, en última instancia el miedo a la muerte, está en la raíz de las relaciones y puede transitar o no hacia la tragedia, dependiendo de la forma como se interpreta y se lidia con su núcleo. Si el desenlace es literal, la tragedia se constela. Si el oráculo es escuchado y se comprende que simbólicamente es necesaria una muerte, la historia puede tener otro final. En el fondo, el temor a la muerte y a la pérdida del poder lleva a hechos como los que conocemos.
La escucha de Edipo es como la de sus padres, nula. Para evitar la muerte, como intentó hacerlo Layo, él va en dirección a ella, tal como su padre lo hizo. Todos allí son incapaces de salir del círculo vicioso de la repetición. En toda la tragedia cada uno mira hacia sí mismo en una dinámica altamente narcisista. Es la ceguera en su más alto grado.
Layo conocía la profecía que decía que en caso de tener él un hijo con Yocasta, éste lo mataría, y aun así, tuvo un hijo de la reina (Edipo Rey, 2004, vv. 851-854).
Yocasta sabía de la profecía pero se dejó usar por el deseo de Layo. Tiene un papel de cómplice pasiva en todo momento. Es incapaz de notar las visibles marcas de Edipo en su cuerpo, compartido diariamente en su lecho.
Edipo apenas escucha la respuesta del oráculo, sale de Corinto sin un momento de reflexión, matando a quien estuviera en su camino, y sin cumplir el designio mayor de expiar las muertes en las que por desventura participara, como ordenaban las costumbres. Sucede lo que la Psicología Analítica llama la dinámica puer -disociado de su contraparte senex-, sin enfrentarse con las consecuencias de sus actos. En el camino de huida de Corinto se siente humillado por quien viene en su dirección y asesina a cuatro hombres, entre ellos a su padre biológico, Layo. El quinto hombre de la comitiva consigue huir. Al llegar la Tebas, Edipo responde la pregunta de la Esfinge y así pone fin a la maldición que asolaba a la ciudad, ganando en premio la mano de la reina. Después de años de reinado justo, una peste se instala allí y nuevamente es buscado el oráculo. La respuesta ordena que la muerte del rey sea finalmente castigada. La búsqueda del asesino de Layo, y en el fondo de su identidad, es hecha a oscuras, en la inconsciencia. Edipo, sin saber, atrae sobre sí penalidades implacables e inescapables.
Hay dos esterilidades indicadas: una la que debe ser preservada por la pareja tebana, anunciada por la pitonisa apolínea, y la natural de la pareja corintia. Vamos a pensar en el vaticinio de Apolo sobre aquella boda que debe permanecer estéril. Layo practicó un amor homosexual con Crisipo, siendo vértice de otra tragedia. Infringió la regla de oro de la sociedad griega, la hospitalidad, y sedujo al hijo de Pélope al ser recibido en su casa. En una versión el muchacho se mató; en otra, habría sido asesinado. Eso ciertamente provocó la ira de Hidra –protectora de las bodas legítimas – que vio amenazado o maculado su territorio de poder con el acto homoerótico de Layo, así como la ira de Zeus, señor supremo de Olimpo y patrono de la hospitalidad. Esas situaciones nos alertan para el telón de fondo que deslinda la tragedia, los actos que convergen en el mantenimiento del orden patriarcal.
El anterior no es un motivo por sí sólo, pero diseña un panorama y nos cuenta bastante acerca de Layo. Y ¿quién era Yocasta para Layo? ¿Una boda arreglada? ¿Qué calidad de vínculo tendrían? ¿Qué clase de padre manda al hijo a ser devorado por los animales salvajes? Si tiene cabida que los dioses decidan si el niño debe o no vivir, Layo parece no haber considerado, arrogantemente, esa posibilidad, lo que lo haría encontrarse con su destino tarde o temprano. Esa es una de sus hibris. Entre “él o yo”, Layo se escogió a sí mismo, sin tener en cuenta el deseo de los dioses. Layo carga, así, por lo menos dos muertes en la espalda.
Cuando un niño es indeseado, o por algún motivo la pareja parental está siendo avisada de que éste no tiene espacio saludable en aquella pareja, ya nace en el ámbito del abuso. La sordera y la ceguera del mito se reeditan en lo humano.
PARANOIA
Según la teoría del apego de John Bowlby, podemos imaginar que Edipo tendría todo para desarrollar un apego seguro con sus padres adoptivos, pero el recuerdo del abandono grabado en su cuerpo indicaría un apego inseguro de carácter de evitación. El trauma temprano de haber sido abandonado habría quedado impreso en su cuerpo, y curiosamente en su nombre, mezclando así identidad e historia.
La paranoia es considerada un trastorno psíquico del ámbito del pensamiento, o de la atribución de significado a los pensamientos. “La paranoia es un desorden del significado” dice Hillman en su libro dedicado a ella. Llama la atención la relación negativa con Mercurio (el dios griego Hermes) de donde resulta la proposición básica de toda paranoia: “lo que quiera que esté oculto es nocivo (de ahí, revelación igual a seguridad), exigiendo rastreo continuo, hipervigilancia (…)” (p.81)
Lo que Hillman parece resaltar tiene que ver con la naturaleza del dios. Hermes es el dios de los caminos, de los viajeros, de los cambios, de la comunicación entre los mundos y de las instancias más lejanas. Deja lugar para lo desconocido y misterioso, como en la situación en que Zeus le pide no mentir y hacerse así merecedor de un lugar en Olimpo; responde al padre que no mentirá pero se reservará el derecho de no revelar la verdad por completo, en una demostración de habilidad en las negociaciones y el resguardo de un espacio para lo oculto. Pero la paranoia envenena el pensar, tal como el tóxico metal mercurio –nombre latino del dios Hermes-, convirtiendo en compromiso la circulación de las ideas, afectos y sentimientos. Es la vivencia de Hermes en su faceta negativa, no más fluido, sino más paralizado. Así, lo oculto se hace nocivo.
Yo diría también que la paranoia tiene conexiones profundas con Apolo, un dios cuya expresión arquetípica revela el pensamiento y la intuición como formas de acceso al mundo, y es alta la exigencia de la perfección. Hijo de Leto y Zeus, tiene como atributos la mántica –la capacidad predictiva-, la música, la cura y un pensamiento de disparo certero. Se hacía acompañar de su arco y su lira y era un portavoz del padre. Por lo mítico es posible reconocer en Apolo una especie de hijo más viejo, obediente y orgulloso del modelo paterno, pero también con envidia y deseo de ocupar el lugar del progenitor, como de hecho intentó, incentivado por Poseidón, pero sin éxito. En sus historias, Apolo es presentado como traicionado y despreciado por muchas mujeres, entre ellas Casandra, quien le negó el amor y fue por él maldecida con la incredulidad de las personas frente a sus adivinaciones; amó a Marpesa, que prefirió a un mortal –Idas- en lugar del dios, temiendo su eterna juventud; amó a Corónide, quien lo abandonó aún embarazada de Esculapio, para quedarse con el mortal Isquis, habiendo sido la pareja víctima de las flechas del dios y de Artemisa, su hermana. En esos episodios, entre tantos otros, se puede ver su lado vengativo, que atribuye castigos y muertes a quién frustra sus intenciones. Ese rasgo, así como el narcisismo del dios sol “viene de cuna”. Es un defensor incansable de su madre Leto, al lado de la hermana, combatiendo gigantes y dragones, y cualquier fuerza ctónica que amenace la solidaridad patriarcal. En cierta ocasión, Niobe, Reina de Tebas, casada con Anfión, se jactó de haber tenido siete hijos y siete hijas, mientras Leto sólo había tenido dos. Ésta pide venganza y es prontamente atendida: los gemelos matan a todos los hijos e hijas de la imprudente mortal con sus flechas letales. (Brandão, 2000, pp.87-94)
La madre, por lo tanto, espera su protección y él no duda en corresponder. También conocido por ser el dios de la justa medida, tiene su meta en la perfección y no acepta cuando es herido en ese principio. En la situación de encuentro con Hermes, queda encantado con la lira creada por su hermano a partir del caparazón de una tortuga, y obtiene de él el regalo que lo acompañará siempre. Pero la solicitud que le hace al pequeño dios de que le prometa que no le robará el instrumento muestra la desconfianza como un rasgo característico, desconfianza que, en grado extremo, puede llegar a la paranoia. Todas esas situaciones y cualidades tal vez nos puedan ayudar a ver en la manifestación arquetípica de este dios tan presente en el mito de Edipo, las dificultades apolíneas en ser rechazado, desconsiderado, abandonado, y las exigencias de perfección, así como la reacción a todo esto.
Imposible hablar de Apolo sin mirar hacia el otro polo de la balanza que los coloca siempre juntos en alternancia: Dioniso. Comento aquí sólo uno de los atributos más destacados del dios del éxtasis, su capacidad de alterar la conciencia, de provocar alucinaciones y delirios, de manifestarse por la imagen. Parece cierto que cuando fallan la objetividad y la razón apolíneas, es el campo dionisíaco el que gana terreno y trae consigo las visiones y distorsiones de la percepción. Dioniso sabe dónde está la fragilidad y es por esa brecha que se introduce y se hace presente; y así, se hará notar en dicho desorden del significado de las ideas paranoicas.
La paranoia es una especie de prima hermana del narcisismo, en su auto-referencia característica. El sentimiento de persecución induce a la idea de un crimen cometido y evita encararlo, expurgarlo y expiarlo como se debería. ¿Cuál crimen? En Edipo parece que la mayor hamartia (error trágico) son la ceguera y la sordera.
¿Qué se hace con aquello que se sabe? Layo sabía del veto a su paternidad. ¿Qué hizo? Edipo sabía sobre la prohibición anunciada por el oráculo. ¿Qué hizo?
No es casualidad que nuestro héroe tebano desde lo alto de su arrogancia reaccione de modo paranoico cuando Tiresias, el gran vidente ciego, es traído a su presencia. El tono del diálogo se invierte enantiodrómicamente cuando lo que escucha no es lo que esperaba.
TRAGEDIA
Hasta ese momento en la tragedia, Edipo está empeñado en encontrar y alejar definitivamente el flagelo responsable de la peste instalada en la ciudad, anunciado por el oráculo de Delfos. Es un rey justo y preocupado por sus súbditos. Manda llamar a Tiresias, “único entre los hombres que trae en su mente la lúcida verdad” (Sófocles, 2004, p. 31, vv. 354-355). El adivino queda incómodo en extremo por estar en la posición de mensajero de noticias tan terribles como las que trae consigo, hasta entonces mantenidas en silencio. Edipo se coloca en sus manos, demostrando inicialmente una gran confianza. La reacción de Tiresias es de lamento y apunta hacia la pregunta formulada antes – ¿qué se hace con lo que se sabe? -:
¡Pobre de mí! ¡Como es de terrible la sapiencia
cuando quien sabe, no consigue aprovecharla!
(Sófocles, 2004, p.32, vv. 377-378)
Los dos intercambian puyas y Tiresias pide a Edipo que lo deje ir pues no quiere ser emisario de lo que está por venir. Sabe, por intuición, lo que significará su revelación. La creciente petulancia del rey hace que lance acusaciones al invidente como si hubiera sido el mentor del crimen, como si al negarse a hablar de lo ocurrido, tuviera algo que esconder, de donde concluye que él tiene alguna culpa o implicación en el crimen de Layo. Aquí comienza el delirio paranoico de Edipo; si hay algo oculto, él cree tener que ver con una conspiración contra su persona. Reescribo su primera acusación a Tiresias:
Pues bien. No disimularé mis pensamientos,
tan grande es mi cólera. ¡Que sepas
que en mi opinión articulaste el crimen
y hasta lo consumaste! Sólo tu mano
no lo mató. ¡Y si viera más allá, yo diría
que fuisteis el criminal sin ninguna ayuda!
(Sófocles, 2004, p. 34, vv. 412-417)
Edipo no cree en lo que oye y se enfurece contra el adivino, cuando este pasa a hablar abiertamente sobre la verdad de su historia. Edipo reflexiona algunos segundos antes de comenzar a atribuir a otro posible culpable, el asesinato del labdácida: Creonte. ¿No habría sido su cuñado un cómplice, para urdir ambos contra él, en su ansia por el poder y el trono? La herida en el campo de Eros juega defensivamente en el campo del Poder. Nuevamente demuestra una enorme dificultad en observarse y ver sus limitaciones. Pasa a creer en esa ficción y a lanzar improperios a Creonte cuando éste aparece para argumentar. Tiresias se retira diciendo que no es al hombre o al rey a quien debe obediencia, sino a los dioses, lo que lo deja bastante libre para hacer sus revelaciones. Esta intervención podría también hacer recordar al rey su humanidad y necesaria humildad frente a lo divino. No es, sin embargo, tenida en cuenta, en una nueva demostración de sordera.
La confrontación con Creonte es igualmente rociada por la ira y Edipo pasa a creer firmemente en las excusas del cuñado con intenciones de usurparle el trono. Alega un golpe sintiéndose merecedor del poder conquistado con la eliminación de la Esfinge. No lo convence la defensa que Creonte hace de sí, con argumentos cuerdos y pensamiento lógico impecable. Estamos en el campo de lo irracional. Para el individuo atormentado por defensas paranoicas, las razones parecen desprovistas de fuerza de persuasión. Llamo la atención a unos versos donde podemos ver con claridad la fragilidad de la percepción de sí mismo y la inseguridad acerca de su valor propio que sirven de sustento para su delirio de persecución (negrilla de mi autoría):
¿Qué haces, tú que estás ahí? Aún osas
llegar a mí, ¿tú que seguramente quieres
quitarme la vida y despojarme del poder
abiertamente? ¡Pues veamos! Dice ahora:
¿llegaste a la conclusión de que soy un cobarde
o insensato, para concebir proyectos
tan sórdidos? ¿Creías que yo no veía
tus maquinaciones y no las castigaría
habiéndolas descubierto? Di, por los dioses:
¿no es conducta de demente codiciar,
sin bienes y sin amigos, el poder sin par
que viene del pueblo numeroso y de la riqueza?
(Sófocles, 2004, p.43, vv. 629-640)
La inversión del comportamiento de Edipo, hasta entonces un rey cuerdo, hacia un ser atormentado viendo sombras de traición a su espalda, muestra que su complejo fue tocado y activado. Vemos en los versos destacados cómo la inseguridad de Edipo lo hace defenderse como si estuviera, paradójicamente, seguro de los planes de traición de Creonte. Adicionalmente, se nota también el recelo de ser visto como un cobarde por el cuñado, y luego por todo el pueblo. En una tentativa un tanto torpe, invierte la situación y quiere que su interlocutor pase a creer que él lo sabía todo. Nada podría estar oculto a sus ojos. Debe ser visto como alguien portador de sabiduría, o más que eso, alguien omnisciente. Lo contrario de la ceguera.
ABANDONO, ABUSO Y MIEDO
El juicio es para el paranoico su mayor miedo; él mismo se condena al juzgarse incapaz. Llegamos así a la raíz de nuestra cuestión: la asociación de la vivencia de abandono con el sentimiento paranoico. Esta asociación resulta funesta ya que no hubo en la vida del niño abandonado un vaso continente para la experiencia precoz –y muchas veces inconsciente- del abandono y la reconstrucción de nuevos vínculos saludables que traigan a aquel individuo la posibilidad de creer en el otro, así como de valorarse, construyendo así un nuevo edificio con cimientos en una autoestima genuinamente verdadera.
Mientras escribía este texto, reflexionaba sobre ¿por qué Edipo nunca expió las muertes que causó, por qué la muerte de Layo y sus siervos no fue investigada a pesar de tratarse de un rey, por qué Yocasta no notó que recibía como esposo a alguien con edad para ser su hijo, y con marcas y cicatrices semejantes a las del bebé que mandó abandonar, por qué Edipo no se preguntó si Yocasta, con edad para ser su madre, no tendría algo que ver con la respuesta del oráculo consultado por él mismo, por qué no volvió donde Pólibo y Mérope para una nueva conversación sobre su origen, por qué sus padres adoptivos no fueron en su búsqueda para esclarecer las dudas que le atormentaron tanto como para huir, por qué ese nuevo abandono? En fin, con tantas preguntas abiertas que le confieren a la historia el atributo inequívoco de la ceguera y la sordera, encontré por casualidad, pero ciertamente no por mero azar, una indignación similar en el libro que estaba leyendo, “No percibirás” de Alice Miller.
Como se sabe, esta autora destaca los abusos cometidos por los adultos contra niños pequeños, abusos de orden sexual y psicológico, que permanecen perpetuándose por lo que ella denomina “pedagogía negra”. El estudio de la historia de la familia y cómo el niño fue y es, hasta hoy, usado como juguete sexual por los adultos, creyéndose que es una actitud sin mayores consecuencias, no es suficiente para poner a salvo generaciones de individuos que repiten las agresiones sufridas en un ciclo sin fin de malos tratos. Miller cree que la posibilidad de contener ese movimiento compulsivo está en la escucha genuina e interesada del terapeuta – o del educador, o de un adulto verdaderamente abierto-, quien tendrá que habérselas con sus propios abusos para poder crear un espacio donde su paciente vivencie la rabia reprimida y marcada en su cuerpo. Al profesional de la salud le cabría hacer lo que Edipo no hizo, impedido por su ceguera: mirar sus propios pies hinchados y volver a su historia y origen antes de imponerse lo trágico. Para mi alegría encontré en el desarrollo del raciocinio de la autora un capítulo dedicado a Edipo, precedido por la estimulante exposición:
La infancia de Layo y, por lo tanto, también la historia de la infancia de Edipo, permanecieron ocultos para esa rama del psicoanálisis hasta hoy o aún no despertaron su interés.
(Miller, 2006, p.156)
Por “esa rama del psicoanálisis”, la autora se refiere a la teoría de las pulsiones, que considera que es el gran equívoco que Freud formuló después de abandonar la teoría de la seducción. Hasta 1886, Freud sostenía la tesis de que los niños eran víctimas de seducción por parte de los adultos y que la enfermedad de la psique tenía una conexión directa con esa memoria inconsciente. En el texto “La etiología de la histeria”, afirma:
Me inclino, por lo tanto, a creer que, sin previa seducción, no es posible que el niño emprenda el camino de la agresión sexual. De este modo, las bases de las neurosis estarían siempre constituidas por personas adultas, durante la infancia del individuo, transmitiéndose después a los niños entre sí la disposición a enfermar más tarde de histeria.
(Freud, 1959, p. 30)
Tales afirmaciones causaron gran malestar y Freud abandonó enseguida esas ideas por la teoría de las pulsiones, atribuyendo a los niños el carácter perverso-polimorfo y a sus relatos (sexuales y/o agresivos) la adjetivación de fantasía.
Esta es una discusión bastante interesante, así como extensa, y me permitiré no excudriñar aquí el pensamiento de Miller, invitando el lector a leer el citado libro en su totalidad, donde podrá encontrar esa tesis descrita y respaldada de manera vasta y clara. Por ahora, me gustaría sólo destacar que, juntamente con mis preguntas acerca de uno de los mitos más impactantes para la historia del hombre moderno, se sumaron las indagaciones de esa autora, estimulándome a examinar aún más sobre sus matices.
La prohibición de las preguntas y el mantenimiento de los secretos son hechos perniciosos frente al cuadro dramático descrito por Miller. ¡No se hacen preguntas! El niño no puede preguntar a los padres sobre su pasado y siente vergüenza y culpa al ser reprimido y reprendido en su tentativa.
Con Edipo también ocurre así. Cuando pregunta a Pólibo y Mérope sobre la veracidad de lo que oyó de un corintio acerca de ser adoptado, ellos vacilan e intentan garantizar al hijo que es legítimo. Aquí también hay ceguera y sordera. Tal vez un exceso de protección, la incapacidad de ver en el hijo condiciones de soportar la verdad, la dificultad de lidiar con la propia herida de la infertilidad, el miedo del abandono de la pareja parental en la creencia también ficticia-paranoica frente al desvelamiento de la historia pasada, son hipótesis innumerables que quedan inconclusas. Queda un enigma que sólo será respondido por las circunstancias futuras.
En el silencio, se crea un tabú. Edipo calla a pesar de ser intuitivo. En su silencio se inaugura el tabú del origen. Tampoco pregunta a Yocasta quién era ella, o quién fue Layo, su marido muerto. Las preguntas quedan por fuera de los relatos; son atributos de la Esfinge y su exigencia de respuestas adecuadas o… muerte. Se concluye: para vivir es necesario que la Esfinge muera. Ella, como representante de lo bestial, o, podríamos pensar a partir de otro ángulo, también de la curiosidad, del deseo de conocimiento que devora. Así el mito nos mostraría que las preguntas no formuladas también matan, como las no respondidas – por la Esfinge, por los padres, por los educadores. El niño Edipo no hizo preguntas y quedó ciego sobre su identidad, lisiada, cambiada. No valoró su propia intuición y se abandonó.
Miller alerta sobre lo patogénico en el trauma, en donde el niño es dejado solo con sus dudas y dolores. La obediencia es condición de la existencia y los padres transmiten sus preguntas no respondidas a las generaciones siguientes. Edipo acusa a Tiresias y a Creonte de que quieren destituirlo del poder. Este era el miedo de Layo, que creyó haber eliminado la amenaza, en su ficción privada, abandonando al hijo a su propia suerte en el monte Citerón. Layo, por su parte, tuvo que asumir joven el trono de Tebas, después de la muerte prematura del padre – Lábdaco – en medio de sucesivos conflictos (corto reinado de Lico, asesinado por Zeto y Anfión; fuga de Tebas en búsqueda de asilo en la corte de Pélope). La cuestión de la sucesión también le fue impuesta desde temprano.
CONCLUSIÓN
La autopercepción como una persona inadecuada, que no debe formular preguntas, no debe ser curiosa, no debe expresar dudas, no debe explorar el mundo, conforme a lo que brota de adentro, no debe ser libre en el pensar y en el sentir, no debe, no debe, no debe…, crea un campo fértil para la paranoia, una vez que alcanza la autoestima en la raíz y da al individuo un reflejo distorsionado de sí mismo; tal dinámica exige de él la vigilancia de lo que pasa fuera, en tiempo integral. El abusador primordial es proyectado en el exterior, y ocurren las ficciones que deforman y crean nuevas percepciones. Dicho de otra manera, en el escenario de las regencias mítico-arquetípicas, entra en escena Apolo en su faceta desconfiada y vengativa, listo a lanzar sus flechas contra quienes osen vislumbrar en sí imperfecciones o fallas, y Dioniso a provocar fantasmas y delirios.
Edipo es de un linaje directo de un spartoi, soldado nacido de los dientes del dragón de Aires sembrados por Cadmo, fundador de Tebas. Su ascendencia tiene raíces de marcada violencia. La forma airada e incontenida con que enfrenta y mata al padre en la encrucijada puede demostrar la rabia acumulada en la situación de abuso (de haber sido rechazado y abandonado –aunque inconsciente pero con el registro en su cuerpo-, o de tener que ser el niño idealizado por Pólibo y Mérope, o por no tener respondidas por ellos las preguntas sobre su origen).
No hay respuesta que baste al preguntador paranoico pues su confianza básica está herida en forma indeleble. O bien cura ese agujero en la autoestima, o bien permanece repitiendo la búsqueda incesante y compulsiva de amor en las relaciones, sin mirar los nuevos abusos que se dan en entregas ciegas. Edipo se reedita en nuestra vida, en su sordera y ceguera limitantes. Nos resta transformar lo que sabemos acerca de la tragedia en símbolo vivo, para que no necesitemos taladrar nuestros ojos, para sólo entonces poder ver.
Honrando a Apolo, dios de las musas y de las artes, concluyo esas reflexiones con una poesía:
BREA
Raphael Gancz
Uno frente al otro, casi arrinconados. Separados solamente por un milímetro. Es igual, uno o un millón. Ellos no se enfrentan. No se miran. No se saben. La brea hace el ambiente indiferente. Es una puerta que divide, delimita, distancia.
Aun cuando las narices estén cerca.
La brea libera la mirada. Lleva la vista más allá. Es sólida, la concreta oscuridad. Es una mano tonta tanteando en las tinieblas, buscando salientes, palpando las partes negras. A la brea no le gusta lo obvio, lo explícito, lo evidente. Prefiere lo sobreentendido. No camina en línea recta. Es una bola de boliche apenas arrojada. La brea sigue en la dirección diagonal.
La brea es una sinfonía de Bach, un olor de canela, un gusto de harina. Es más sensible. Más sensible. Más sensorial. Es vasta, ancha, larga. Está en las profundidades de la Tierra, en el espacio sideral.
La brea es todo el resto.
Es lo que está a la vuelta.
Alrededor del iris.
El blanco de un ojo abierto.
Aquella parte por donde no se observa.
La brea ofrece prismáticos, catalejos, lentes, gafas. Reconoce los trazos, las formas, el semblante. La brea adivina quién es. Es el comienzo del túnel. La brea vino primero, es anterior. Y va a quedarse hasta el final. Bote todo, queda la brea. La brea es lo básico. Es el estado natural.
La brea es un capullo. Que protege y aleja. Es un velo que viste la alborada. Una manta que cubre la claridad. Un extintor que borra la luz. La brea es un baño. No descolora, no empalidece. Es fotogénica. No necesita quitar el brillo del rostro. La brea queda bien en cualquier registro. Siempre sale negra, siempre sale nítida. Es un balde de alquitrán lanzado de lleno en la tela.
La brea es digna de contemplación.
Es una tapa. Que veda y lacra. Es un área VIP, particular, en que la luminosidad no entra, y las centellas son expulsadas, golpeadas, a palos. La brea es un niño vendado, cogiendo una porra, y sonido de las golosinas cayendo. La brea promueve fiestas-sorpresa. Es deseo, pedido, pensamiento, suspiro.
La brea es un alivio.
No tiene medianoche. No tiene media-luz. No tiene término medio. Con la brea, no tiene conversación. Para ser brea, tiene que ser completa. Insufilme cien por ciento. En los laterales y en el parabrisas. Es doble, triple capa de tinta.
La brea es impecable.
No deja escapar ni una gota.
Ni una chispa.
Ni una luciérnaga.
Es un interior constante. Refleja lo íntimo. Es, de repente, dar de cara consigo mismo dentro de un escondite. La brea se mece con los bríos. Es una prueba de coraje. Subir a la buhardilla, descender al sótano. La brea es una floresta densa.
Es la tentativa de resolver, mentalmente, una difícil ecuación de álgebra.
Es lo que viene después de lo hasta-donde-se-conoce.
Un eclipse solar, un agujero negro.
La brea es un párpado.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
BOWLBY, J. Formação e rompimento dos laços afetivos, São Paulo: Martins Fontes, 2006.
BRANDÃO, J. S. Dicionário Mítico-etimológico, vols. I e II, Petrópolis:Vozes, 2000.
FREUD, S. Etiologia das neuroses. In: Teoria das neuroses. OC2. Rio de Janeiro: Delta, 1959.
GANCZ, R. Contrabandos, São Paulo:Edith, 2010.
HILLMAN, J. Paranoia, Petrópolis: Vozes, 2009.
MILLER, A. Não perceberás, São Paulo: Martins Fontes, 2006
Sófocles Edipo Rey, In: A Trilogia Tebana. Tradução de Mário da Gama Kury, Rio de Janeiro: Jorge Zahar, 2004.
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