El análisis de los sueños

CARL GUSTAV JUNG

Carl Gustav Jung (1875-1961), médico psiquiatra y psicólogo, figura clave en la etapa inicial del psicoanálisis. Posteriormente fue el fundador de la escuela de Psicología Analítica. Pionero de la psicología profunda y uno de los estudiosos de esta disciplina más ampliamente leídos en el siglo XX, su abordaje teórico y clínico enfatizó la conexión funcional entre la estructura de la psique y sus manifestaciones culturales. Esto le impulsó a incorporar en su metodología nociones procedentes de la antropología, la alquimia, los sueños, el arte, la mitología, la religión y la filosofía. Aunque Jung no fue el primero en dedicarse al estudio de la actividad onírica, no obstante, sus contribuciones al análisis de los sueños fueron extensivas y altamente influyentes. Este escrito es un aparte del capítulo «Acercamiento al inconsciente» de la obra El hombre y sus símbolos, escrito por él en compañía con otros(as) de sus más destacados seguidores. Fue tomado de la página web Scribd.

Comencé este ensayo señalando la diferencia entre signo y símbolo. El signo es siempre menor que el concepto que representa, mientras que un símbolo siempre representa algo más que su significado evidente e inmediato. Además, los símbolos son productos naturales y espontáneos. Ningún genio se sentó jamás con la pluma o el pincel en la mano, diciendo: «Ahora voy a inventar un símbolo.» Nadie puede tomar un pensamiento más o menos racional, alcanzado como deducción lógica o con deliberada intención y luego darle forma «simbólica». Nada importan cuantos adornos fantásticos puedan ponerse a una idea de esa clase, pues continuará siendo un signo, ligado al pensamiento consciente que hay tras él, pero no un símbolo que insinúa algo no conocido aún. En los sueños, los símbolos se producen espontáneamente porque los sueños ocurren, pero no se inventan; por tanto, son la fuente principal de todo lo que sabemos acerca del simbolismo.

Pero debo señalar que los símbolos no solo se producen en los sueños. Aparecen en toda clase de manifestación psíquica. Hay pensamientos y sentimientos simbólicos, situaciones y actos simbólicos. Frecuentemente parece que hasta los objetos inanimados cooperan con el inconsciente en la aportación de simbolismos. Hay numerosas historias de probada autenticidad acerca de relojes que se paran en el momento de morir su dueño; uno fue el reloj de péndulo en el palacio de Federico el Grande en Sans Souci, el cual se paró al morir el emperador. Otros ejemplos corrientes son los de espejos que se rompen o cuadros que caen cuando ocurre un fallecimiento; o roturas menores, pero inexplicables, en una casa donde alguien está sufriendo una crisis emotiva. Aun si los escépticos se niegan a dar crédito a tales relatos, las historias de esa clase siempre siguen presentándose, y eso solo puede servir de amplia demostración de su importancia psicológica.

Sin embargo, hay muchos símbolos (entre ellos el más importante) que no son individuales sino colectivos en su naturaleza y origen. Son, principalmente imágenes religiosas. El creyente admite que son de origen divino, que han sido revelados al hombre. El escéptico dice rotundamente que han sido inventados. Ambos están equivocados. Es cierto, como dice el escéptico, que los símbolos religiosos y los conceptos fueron durante siglos objeto dé elaboración cuidadosa y plenamente consciente. Es por igual cierto, como lo es para el creyente, que su origen está tan enterrado en el misterio del remoto pasado que no parecen tener origen humano. Pero, de hecho, son «representaciones colectivas» emanadas de los sueños de edades primitivas y de fantasías creadoras. Como tales, esas imágenes son manifestaciones involuntariamente espontáneas en modo alguno invenciones intencionadas.

Este hecho, como explicaré después, tiene una conexión directa e importante con la interpretación de los sueños. Es evidente que si admitimos que el sueño es simbólico, lo interpretaremos de distinta forma que una persona que crea que el pensamiento energético esencial o emoción ya es conocido y está meramente «disfrazado» por el sueño. En el último caso, la interpretación del sueño tiene poco sentido, puesto que se encuentra lo que ya se conoce.

Por esa razón, yo siempre decía a mis alumnos: «Aprendan cuanto puedan acerca del simbolismo; luego, olvídenlo todo cuando estén analizando un sueño.» Este consejo es de tal importancia práctica que hice de él una norma para recordarme que jamás puedo entender lo suficiente el sueño de otra persona para interpretarlo correctamente. Hice eso con el fin de detener el torrente de mis propias asociaciones y reacciones, que, si no, podrían prevalecer sobre las incertidumbres y titubeos de mi paciente. Como es de la mayor importancia terapéutica para un analista captar el mensaje especial de un sueño (es decir, la contribución que el inconsciente está haciendo a la mente consciente) lo más exactamente posible, es para él esencial explorar el contenido de un sueño en su totalidad.

Cuando trabajaba con Freud, tuve un sueño que aclara este punto. Soñé que estaba en «mi casa», al parecer en el primer piso, en una salita abrigada, grata, amueblada al estilo del siglo xvin. Estaba asombrado de que jamás hubiera visto esa habitación y empecé a preguntarme cómo sería la planta baja. Bajé la escalera y me encontré que era más bien oscura, con paredes apandadas y mobiliario pesado del siglo xvi o aun anterior. Mi sorpresa y mi curiosidad aumentaron. Necesitaba ver más de la restante estructura de esa casa. Así es que bajé a la bodega, donde encontré una puerta que daba a un tramo de escalones de piedra que conducían a un gran espacio abovedado. El suelo estaba formado por grandes losas de piedra y las paredes parecían muy antiguas. Examiné la argamasa y vi que estaba mezclada con trozos de ladrillo. Evidentemente, las paredes eran de origen romano. Mi excitación iba en aumento. En un rincón, vi una argolla de hierro en una losa. Tiré de la argolla y vi otro tramo estrecho de escalones que llevaban a una especie de cueva que parecía una tumba prehistórica, donde había dos calaveras, algunos huesos y trozos rotos de vasijas. Entonces me desperté.

Si Freud, cuando analizó este sueño, hubiera seguido mi método de explorar sus asociaciones específicas y contexto, habría escuchado una historia de mayor alcance. Pero temo que la hubiera desdeñado por considerarla un mero esfuerzo para librarse de un problema que, en realidad, era el suyo. El sueño, de hecho, es un breve resumen de mi vida, más específicamente, del desarrollo de mi mente. Crecí en una casa que databa de hacía doscientos años, nuestro mobiliario constaba, en su mayoría, de muebles de hacía trescientos años y, hasta entonces, mi mayor aventura espiritual, en la esfera de la mente, había sido el estudio de la filosofía de Kant y Schopenhauer. La gran noticia de entonces era la obra de Charles Darwin. Hasta muy poco antes de eso, yo había vivido con los tranquilos conceptos medievales de mis padres, para quienes el mundo y los hombres aún estaban presididos por la omnipotencia y la providencia divinas. Ese mundo se había convertido en anticuado y caduco. Mi fe cristiana se había hecho muy relativa en su encuentro con las religiones orientales y la filosofía griega. Por eso la planta baja era tan silenciosa, oscura y, evidentemente, deshabitada.

Mi interés histórico de entonces arrancaba de una primitiva preocupación por la anatomía comparada y la paleontología que tuve mientras trabajé como auxiliar en el Instituto Anatómico. Me sentía fascinado por los huesos del hombre fósil, en especial por el tan discutido Neanderthalensis y el más discutido aún cráneo del Pithecanthropus de Dubois. De hecho, esas eran mis verdaderas asociaciones respecto al sueño; pero no me atreví a mencionar el tema de las calaveras, los esqueletos o cadáveres a Freud porque sabía que ese tema no era de su agrado. Mantuvo la curiosa idea de que yo presagiaba su muerte temprana. Y sacaba tal conclusión del hecho de que yo mostraba mucho interés por los cadáveres momificados del llamado Bleikeller de Bremen, que visitamos juntos en 1909 en nuestro viaje para tomar el barco con dirección a América.

Por tanto no me sentí inclinado a exponer mis pensamientos ya que, por reciente experiencia, quedé profundamente impresionado por el casi insalvable abismo que separaba los puntos de vista y el fondo mental de Freud y los míos. Temía perder su amistad si le exponía mi propio mundo interior que, supuse, le hubiera parecido muy extraño. Sintiéndome demasiado inseguro de mi propia psicología, casi automáticamente, le mentí respecto a mis «asociaciones libres» con el fin de librarme de la tarea imposible de explicarle mi sistema personal y completamente distinto.

Debo excusarme por este relato, un tanto largo, de los apuros en que me vi al contar mi sueño a Freud. Pero es un buen ejemplo de las dificultades con que se tropieza durante el análisis de un sueño auténtico. Gran parte de ellas depende de las diferencias entre el analista y el analizado.

Pronto me di cuenta de que Freud buscaba algún deseo incompatible mío. Así es que probé a sugerir que las calaveras con las que soñé podrían referirse a ciertos miembros de mi familia cuya muerte, por alguna razón, pudiera yo desear. Esta sugerencia encontró su aprobación, pero yo no quedé satisfecho con una solución tan acomodaticia.

Mientras trataba de encontrar respuesta apropiada a las preguntas de Freud, me sentí confuso por una intuición acerca del papel que el factor subjetivo desempeña en la comprensión psicológica. Mi intuición era tan abrumadora que sólo pensé en cómo escapar de ese embrollo y tomé el camino fácil de una mentira. Eso no era ni elegante ni moralmente defendible; pero, de otro modo, me hubiera arriesgado a una fatal disputa con Freud, y yo no me sentía en condiciones para eso por muchas razones.

Mi intuición consistía en la percepción profunda y más repentina e inesperada del hecho de que mi sueño significaba yo mismo, mi vida y mi mundo, toda mi realidad frente a una estructura teórica erigida por otro, por una mente extraña con razones y propósitos suyos. El sueño no era de Freud sino mío; y vi de repente, como en un relámpago, lo que significaba mi sueño.

Este conflicto aclara un punto vital acerca del análisis de los sueños. No es tanto una técnica que puede aprenderse y aplicarse según sus normas como un cambio dialéctico entre dos personalidades. Si se maneja como una técnica mecánica, la personalidad psíquica individual del soñante se pierde y el problema terapéutico se reduce a la simple pregunta: ¿Cuál de las dos personas concernidas—el analista o el soñante—dominará a la otra? Desistí del tratamiento hipnótico por esta razón, porque no quería imponer a otros mi voluntad. Deseaba que el proceso curativo surgiese de la propia personalidad del paciente, no de mis sugestiones que podrían tener solo un efecto pasajero. Mi finalidad era proteger y preservar la dignidad y la libertad del paciente de modo que pudiera vivir según sus deseos. En este intercambio con Freud, empecé a ver con claridad que, antes de construir teorías generales sobre el hombre y su psique, tenemos que aprender mucho más acerca del verdadero ser humano del que nos vamos a ocupar.

El individuo es la única realidad. Cuanto más nos alejamos del individuo hacia ideas abstractas acerca del homo sapiens, más expuestos estamos a caer en el error. En estos tiempos de conmociones y rápidos cambios sociales, es deseable saber mucho más de lo que sabemos acerca del ser humano individual, porque es mucho lo que depende de sus cualidades mentales y morales. Pero si queremos ver las cosas en su verdadera perspectiva, necesitamos comprender el pasado del hombre así como su presente. De ahí que sea de importancia esencial comprender los mitos y los símbolos.

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