Carl Gustav Jung
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Es un empeño atrevido pretender hablar de los problemas implicados en la vida. Lo anterior no significa otra cosa que ir desenvolviendo el cuadro completo de la vida psíquica del hombre desde la cuna hasta la muerte. Una tarea de esta monta es claro que no puede ser abordada dentro de los límites de un ensayo, sino en sus rasgos más generales, entendiendo bien que no tratamos de ofrecer aquí una descripción de la psicología normal de las distintas edades de la vida, sino que nos referimos a “problemas”, es decir, dificultades, dudas, equívocos. En una palabra, a cuestiones que pueden recibir más de una solución y que son soluciones que nunca serán suficientemente seguras e incuestionables. Por eso, muchos de nuestros pensamientos irán custodiados entre signos de interrogación ; más todavía : algunos habrá que aceptarlos de buena fe y hasta nos veremos en la necesidad de tener que especular.
Si la vida anímica consistiera únicamente en hechos fácticos, lo que constituye el caso en su primera etapa, nos bastaría con una empiria irrefutable. Pero la vida anímica del hombre culto está preñada de conflicto ; más todavía, no es posible concebirla sin él. Nuestros fenómenos psíquicos, en su mayor parte, están constituidos por reflexiones, dudas, experimentos ; cosas absolutamente desconocidas para el alma inconsciente e instintiva de los primitivos. El desarrollo de la conciencia se debe a la existencia del conflicto ; es el “regalo de las Danaidas” que nos aporta la cultura. La desviación del instinto y la oposición frente al mismo crean la conciencia. El instinto es naturaleza y quiere naturaleza. La conciencia, por el contrario, quiere solamente cultura o su negación, y allí donde, en alas de la nostalgia roussoniana, pretende volver hacia la naturaleza, “culturiza” la naturaleza. En la medida en que somos, todavía, naturaleza, somos inconscientes, y vivimos con la seguridad del instinto, sin problemas. Todo lo que en nosotros sigue siendo naturaleza repudia el problema, porque su nombre es la duda, y donde reina la duda, allí hay zozobra y posibilidad de caminos divergentes. Y allí donde son posibles varios caminos nos hallamos desprovistos de la guía segura del instinto y entregados al temor. Porque nuestra conciencia tiene que hacer lo que la naturaleza ha hecho siempre con sus hijos : decidir de una manera segura, incuestionable y unívoca. Y aquí nos acude un miedo, demasiado humano, de que la conciencia, esta adquisición prometéica, en fin de cuentas, no podrá lograr lo logrado por la naturaleza.
El conflicto nos retrae a una soledad sin padre ni madre, a un abandono sin naturaleza, donde nos vemos forzados a volver todo conciencia y no hacer otra cosa que esto. No hay más remedio, y en lugar del acaecer natural, tenemos que colocar una decisión y una solución conscientes. De esta manera, cada problema significa la posibilidad de una ampliación de la conciencia, pero, al mismo tiempo, la necesidad imperativa de despedirnos de todo infantilismo y de toda naturalidad inconsciente. Esta imperiosidad representa un hecho psíquico infinitamente importante y, así, constituye una de las enseñanzas simbólicas esenciales de la religión cristiana. Es el sacrificio del hombre meramente natural, del ser vivo inconsciente, tragedia que ya comienza con el bocado de la manzana en el paraíso. En el pecado original bíblico figura la adquisición de la conciencia como una maldición. Y como una maldición, también se nos presenta de hecho todo problema, que nos obliga a una mayor conciencia y nos va alejando cada vez más del paraíso de la inocencia infantil. Todos nos desviamos del agrado de los problemas ; de ser posible, es mejor no mentarlos ; mejor todavía, negar su existencia. Queremos que la vida sea sencilla, segura y lisa, y los problemas representan verdaderos “tabú”. Queremos seguridades y no dudas, resultados y no experimentos, y no nos percatamos que sólo mediante la duda llegamos a la certeza, y sólo mediante experimentos alcanzamos resultados. Por eso, la negación artificiosa de un problema no nos procura convencimiento, sino que necesitamos darnos cuenta de la manera más profunda y más alta para lograr firmeza y claridad.
Era necesaria esta introducción para hacer patente la esencia de nuestro tema. Tratándose de problemas, nos negamos instintivamente a deambular entre oscuridades y confusiones. No queremos saber más que de resultados claros, olvidando completamente que estos resultados no los podemos captar si no es atravesando las oscuridades. Pero para atravesar la oscuridad tenemos que recurrir a todas las posibilidades de ilustración o esclarecimiento que nuestra conciencia posee ; como decía, tenemos hasta que especular. Porque al ocuparnos de la problemática psíquica topamos de continuo con cuestiones de principio que las diversas especialidades universitarias se atribuyen como dominios exclusivos. Inquietamos e indignamos a los teólogos no menos que a los filósofos, y al médico no menos que al pedagogo, y hasta rastreamos por las regiones propias de los biólogos y de los historiadores. Estas extravagancias no son producto de nuestra fantasía desbocada, sino que se explica por la circunstancia de que el alma del hombre es una mezcla particularísima de factores que son, al mismo tiempo, objeto de ciencias especiales. Porque el hombre ha engendrado las ciencias de sí mismo y de su propia complexión. Son síntomas de su propia alma.
Por eso, al plantearnos la inevitable cuestión ¿por qué razón el hombre, en abierta oposición con el mundo animal, posee problemas ?, nos abocamos en esa inextricable madeja de pensamientos que miles de pensamientos agudísimos han elaborado al correr de los milenios. No pretendo realizar un trabajo de Sísifo en este terreno, sino que me limitaré a exponer sencillamente mi aporte personal a esta cuestión de principio.
No existe problema alguno sin conciencia. Así que la pregunta habrá que formularla de otro modo : ¿cómo es que el hombre posee una conciencia ?
No sé cómo ha ocurrido esto, porque no estuve presente en el momento en que los primeros hombres adquirieron conciencia ; pero la adquisición de la conciencia podemos verla presente en los niños pequeños. Todos los padres pueden verlo, si prestan atención. Y podemos notar lo siguiente : cuando el niño conoce a alguien o conoce algo, sentimos que el niño tiene conciencia. Por esta razón, sin duda, el árbol del conocimiento en el paraíso fue el que aportó tan fatales frutos.
Pero, qué es conocer ? Hablamos de conocimiento cuando logramos, por ejemplo, engarzar una nueva percepción a una conexión ya existente, y de tal forma, que poseemos conciencia, al mismo tiempo, no sólo de la percepción, sino también de trozos de ese contenido existente de antemano. El conocimiento descansa, por tanto, en la representada conexión de contenidos psíquicos. No es posible conocer un contenido sin conexión alguna, ni podríamos ser conscientes de él caso de que nuestra conciencia estuviera todavía en este profundo peldaño inicial. La primera forma de conciencia accesible a nuestra observación y a nuestro conocimiento parece ser, por tanto, la mera conexión de dos o más contenidos psíquicos. En esta etapa la conciencia se halla ligada a la representación de ciertas series de conexiones, y por esto es de naturaleza esporádica y no vuelve a ser recordada.
Efectivamente, en los primeros años de vida no existe ninguna memoria continuada. Existen si, todo lo más, islotes conscientes, como luces perdidas u objetos iluminados en la amplia noche. Estas islas del recuerdo no son aquellas primeras conexiones de contenidos, puramente representativas, sino que contienen una nueva y muy importante serie de contenidos, a saber, del mismo sujeto representador, del llamado yo. También esta serie se halla, al principio, meramente representada, como las primeras series de contenidos, y por eso el niño, consecuentemente, habla de sí mismo en tercera persona. Más tarde, cuando la serie del yo o el llamado “complejo del yo», a causa seguramente del ejercicio, ha alcanzado energía propia, se produce el sentimiento de ser sujeto o yo. Este es el momento en que el niño empieza a hablar de sí mismo en primera persona. En esta etapa tendría sus comienzos la continuidad de la memoria. Sería en lo esencial, una continuidad de recordaciones del yo.
La etapa infantil de la conciencia no conoce aún problema alguno, porque esa conciencia no pende todavía del sujeto mientras el niño se halle en absoluta dependencia de los padres. Es algo así como si no hubiera nacido aún por completo, sino que siguiera meciéndose en la atmósfera psíquica de los padres. El nacimiento psíquico, y con él la diferenciación consciente respecto a los padres, ocurre normalmente con la irrupción de la sexualidad en la pubertad. A la revolución fisiológica se une otra espiritual. Las manifestaciones corporales acentúan en tal forma y medida el yo, que éste se deja sentir a menudo en formas inadecuadas. De aquí el concepto de “frescura” con que señalamos esta edad.
Hasta esta época la psicología del individuo es esencialmente instintiva y, por tanto, sin problemas. Aunque se opongan límites exteriores a la expansión de las tendencias subjetivas, estas inflexiones no originan ninguna escisión del individuo dentro de sí. No conoce la vivisección del estado problemático. Este estado se produce cuando los obstáculos o límites exteriores se convierten en interiores ; esto es, cuando una tendencia se opone a otra. En términos psicológicos diríamos : el estado problemático o división interior, se produce cuando, junto a la “serie del yo” se origina una “segunda serie de contenidos” de intensidad parecida. Esta segunda serie, merced a su valor energético, tiene la misma importancia funcional que el complejo del yo ; viene a ser, por decirlo así, un segundo yo que , llegado el caso, podrá hasta arrebatar la dirección al primero. Así se origina la división consigo mismo, el estado problemático.
Lancemos una breve mirada retrospectiva a lo dicho : la primera forma de conciencia, la del mero conocer, constituye un estado anárquico o caótico. La segunda etapa, o sea la del complejo del yo ya formado, representa una fase monárquica u onística. La tercera etapa aporta nuevamente un avance de la conciencia, o sea una conciencia de la división, un estado dualístico. Así llegamos a nuestro propio tema, o sea, la problemática de las edades. En primer lugar debemos de ocuparnos de la juventud. Esta etapa abarca desde la época inmediatamente posterior a la pubertad hasta la media edad de la vida, entre los treinta y cinco y los cuarenta años.
Se me preguntará por qué empiezo desde la segunda edad de la vida humana, como si la etapa infantil no contuviera problema alguno. De una manera normal, el niño no posee problemas, aunque con su complicada psique representa para los padres, educadores y médicos un problema de primer orden.
Sólo el hombre adulto se ve a sí mismo como problemático y puede estar desunido consigo mismo. Todos conocemos las fuentes de los problemas de esta edad. Las exigencias de la vida interrumpen para siempre, en la mayoría de los hombres, los sueños de la infancia. Si el individuo trae consigo una preparación suficiente, el tránsito a la ocupación en la vida se realiza sin tropiezos. Pero si persisten ilusiones que contrastan con la realidad, nacen los problemas. Nadie penetra en la vida sin supuestos previos. Estos supuestos son, en ocasiones, falsos, es decir, que no se adaptan a las condiciones exteriores con las que nos enfrentamos. A menudo se trata de esperanzas excesivas o de menosprecio de las dificultades exteriores, optimismo infundado o negativismo. Podríamos exponer una larga lista de tales supuestos falsos que provocan los primeros problemas conscientes.
Pero no siempre el problema surge por la contraposición entre los supuestos objetivos y las realidades exteriores, sino, y acaso con la misma frecuencia, por dificultades anímicas internas que surgen aunque todo marche bien afuera. Es muy general la perturbación del equilibrio psíquico producida por la tendencia sexual, y acaso con la misma frecuencia, un sentimiento de inferioridad puede producir una susceptibilidad insoportable. Estos conflictos internos pueden producirse aunque la adaptación externa sea lograda sin pena, y hasta parece que aquellos hombres jóvenes que tienen que luchar arduamente con la vida de fuera se hallan desprovistos de problemas internos, mientras que aquellos para quienes la adaptación, por la razón que sea, ha sido bastante fácil, desarrollan problemas sexuales o conflictos de inferioridad.
Las naturalezas problemáticas son, muy a menudo, neuróticas, pero sería una grave equivocación confundir lo problemático con la neurosis, porque la diferencia esencial entre ambas es que el neurótico es un enfermo porque no tiene conciencia de su mal, mientras que el problemático sufre con sus conflictos conscientes sin estar enfermo.
Si se pretende extraer de la inagotable variedad de problemas individuales de la edad juvenil lo común y esencial, nos encontramos con cierta característica inherente a todos los problemas de esta etapa : se trata de un plantarse más o menos claro, en la etapa de la conciencia infantil, un resistirse a los problemas del destino dentro y alrededor de nosotros, porque nos quieren involucrar en el mundo. Algo quisiera permanecer siendo niño, completamente inconsciente o consciente nada más que de su yo, rechazando todo lo extraño o sometiéndolo por lo menos a su propia voluntad, algo quisiera no hacer nada o cuando menos, el propio deseo y la propia voluntad. Hay algo aquí de la inercia de la materia, un perdurar en el estado anterior, cuya conciencia es más pequeña, estrecha y egoísta que la de la fase dualista, en la cual el individuo se enfrenta con la necesidad de reconocer y aceptar lo otro, lo extraño, como formando parte de la vida y de su yo.
La resistencia se dirige contra la expansión de la vida que constituye la característica esencial de esta fase. Ya mucho antes comenzó esta expansión, esta “diástole” de la vida, utilizando una expresión de Goethe. Empieza ya con el nacimiento, en que el niño rebasa el estrecho campo del cuerpo materno, y va aumentando sin cesar hasta alcanzar un punto culminante en el estado problemático, que es cuando el individuo comienza a defenderse contra la expansión.
¿Qué le iba a acontecer si se dejara transformar en lo extraño, en lo otro que es también el yo, haciendo que el yo de hasta ahora desapareciera en el pasado ? Parece un camino completamente accesible. Lo que se propone la educación religiosa desde “desnudarse del viejo Adán” hasta los ritos de renacimiento de los pueblos primitivos es transformar al hombre en lo venidero, en lo nuevo y dejar perecer lo viejo.
La psicología nos enseña que, en cierto sentido, nada hay en el alma que sea viejo, nada que deba perecer de manera definitiva, y al mismo Pablo le quedó una flecha clavada en la carne. Quien se defiende de lo nuevo y lo extraño y se retrotrae a lo pasado, es neurótico de complexión, lo mismo que aquel que identificándose con lo nuevo, se desentiende del pasado. La única diferencia reside en que el uno se enajena con el pasado y el otro se enajena con el futuro. Pero, en principio, ambos hacen lo mismo : salvan su estrechez de conciencia, en lugar de hacerla saltar al contraste de los contrarios, para edificar un nuevo estado de conciencia más amplio y más alto.
Esta conciencia sería ideal si pudiera llevarse a cabo en esta fase de la vida. La naturaleza no parece interesada lo más mínimo en un estado de conciencia superior ; por el contrario, tampoco la sociedad sabe apreciar semejantes “alardes” psíquicos, y lo que galardona es el rendimiento y no la personalidad ; esto último lo hace póstumamente. Estos hechos nos fuerzan a una solución determinada, a saber : la limitación a lo asequible, la diferenciación de ciertas aptitudes que constituyen el ser propio del individuo capaz de rendimiento social.
(…) Pero hay orientadores a través de la encrucijada de los problemas. Son guías estelares para la expansión y afirmación de nuestra existencia física, de nuestra raigambre en el mundo, pero no para el desarrollo de la conciencia humana, de eso que llamamos cultura. Para la edad juvenil la decisión en el sentido de esos ideales es lo normal y de todas maneras mejor que un estancarse en la pura problemática.
El problema se resuelve, por tanto, porque lo que traemos del pasado es adaptado a las posibilidades y exigencias de lo que va llegando. Nos limitamos a lo asequible, lo cual significa psicológicamente una renuncia a todas las demás posibilidades anímicas. En uno, ello implica la pérdida de un trozo de precioso pretérito ; en otro, de precioso porvenir. Todos recordamos a ciertos amigos y camaradas escolares, muchachos ideales y prometedores que hemos encontrado al cabo de los años encasillados y resecados en un patrón cualquiera.
Los grandes problemas de la vida nunca se resuelven definitivamente. Si aparentemente lo son, ello implica siempre una pérdida. Porque su sentido y finalidad no radican en su solución, sino en que nos ocupemos perpetuamente de ellos. Esto es lo que nos preserva del atontamiento y de la fosilización. Así es que la solución de los problemas de la edad juvenil implicada por la limitación a lo accesible, posee nada más que un valor temporal y provisional. Sin embargo, siempre significará una obra considerable el logro de una existencia social, informando la propia naturaleza originaria, de suerte que se adapte, en mayor o menor grado, a esta forma de existencia. Es una lucha hacia adentro y hacia afuera, comparable con la lucha de la edad infantil por la existencia del yo. Una lucha que transcurre en su mayor parte oscuramente ; pero cuando vemos con qué tenacidad seguimos conservando ilusiones, suposiciones, costumbres egoístas de la infancia, podemos darnos cuenta de las “intensidades” que fueron puestas en juego para producirlas. Así ocurre ahora con los ideales, convencimientos, ideas directrices, actitudes, etc. que nos introducen en la vida en la edad juvenil y por los cuales luchamos, sufrimos y vencemos : crecen a la par con nosotros, nos transmutamos, aparentemente en ellos, y los proseguimos ad libitum con la misma naturalidad con que el hombre joven hace la afirmación de su propio yo, frente al mundo o frente a sí mismo.
Cuando más nos aproximamos al mediodía de la vida y cuanto más ha logrado uno afirmarse en su postura personal y en su situación social, en tanto mayor grado pretendemos haber descubierto el curso certero de la vida y los ideales y principios justos de la conducta. Por eso, presuponemos su eterna validez y nos hacemos una virtud de la perpetua fidelidad a los mismos. Pasamos por alto una realidad esencial, a saber : que el logro del fin social se ha realizado a costa de la totalidad de la personalidad ; mucha vida, demasiada vida, que pudo haber sido vivida por nosotros, quedó arrumada en el rincón de los empolvados recuerdos, a veces ascuas escondidas entre cenizas.
Estadísticamente, las depresiones entre hombres alrededor de los cuarenta años muestran una frecuencia creciente. En las mujeres, las dificultades neuróticas comienzan, por lo general, algo antes. En esta fase de la vida, entre los treinta y cinco y los cuarenta años, se prepara un cambio importante del alma humana. No son cambios perceptibles, que llamen la atención ; más bien son signos indirectos de cambios que empiezan a producirse, al parecer, en el inconsciente. A veces es algo así como un lento cambio de carácter, otras veces reaparecen peculiaridades que desaparecieron con la niñez, otras más, empiezan a desaparecer las aficiones e intereses actuales, que son sustituidos por otros o, lo que es muy frecuente, las convicciones y los principios, especialmente los morales, comienzan a endurecerse y esquinarse, lo que poco a poco puede alcanzar a los cincuenta años los extremos de la intolerancia y del fanatismo, como si semejantes principios estuvieran en peligro inminente y por eso mismo fuera menester subrayarlos especialmente.
Con la madurez de la edad no siempre se aclara el vino de la juventud, sino que a veces se enturbia. Donde mejor podemos observar este fenómeno es en tipos de hombres unilaterales. Unas veces comienza antes, otras después. Más a menudo su aparición es retardada por el hecho de que viven todavía los padres de la persona. Parece como si la fase juvenil fuera prolongada indebidamente. Lo he podido observar en hombres cuyo padre vivió largo tiempo. La muerte de éste provoca una madurez apresurada, por decirlo así, catastrófica.
Conozco el caso de un hombre devoto, miembro de la junta parroquial, que a partir de los cuarenta dio muestras de una intolerancia moral y religiosa intolerables. Su sentimiento se fue ensombreciendo a ojos vistas. Acabó no siendo más que una tenebrosa columna de la iglesia. Así llegó a los cincuenta y cinco, y una vez, en medio de la noche, se sentó en la cama y dijo a su mujer : “Ya se lo que sucede. Lo que pasa es que yo soy un granuja”. Este autoconocimiento no quedó sin consecuencias prácticas. Pasó los últimos años de su vida en una verdadera tronera, consumiendo así una gran parte de su fortuna. Seguramente, una persona no del todo antipática, capaz de los dos extremos.
Todas las perturbaciones neuróticas, tan frecuentes, de la edad madura, tienen una cosa en común : que pretenden transbordar la psicología de la fase juvenil más allá de sus propias fronteras. ¡Quién no conoce esos ancianos conmovedores que quisieran volver a comenzar con su época estudiantil, y que sólo pensando en esa época homérica pueden atizar la llama de su vida, mientras que en todo lo demás viven en un filisteísmo desesperante ! Por lo general gozan de una ventaja no despreciable, la de no ser neuróticos, sino personajes generalmente aburridos y de “cliché”. El neurótico es aquel que no acierta a triunfar en el presente como él quisiera y, por eso mismo, tampoco puede solazarse con el pasado.
Así como antes no pudo desasirse de la infancia, tampoco ahora puede sacudirse la fase juvenil. A lo que parece, no puede hacerse a la sombría idea de envejecer y vuelve angustiosamente la mirada hacia atrás, porque la mirada hacia adelante le es insoportable. Así como el hombre en la etapa infantil se revuelve medroso ante lo desconocido del mundo y de la vida, el adulto retrocede ante la segunda mitad de su vida, como si le esperaran tareas desconocidas y peligrosas o estuviera amenazado con sacrificios y pérdidas que es incapaz de afrontar, o como si la vida, hasta ahora, le fuera tan bella y tan preciosa que no acertara a despedirse de ella.
¿O acaso no se trata en el fondo más que del temor a la muerte ? No me parece muy probable porque, por lo general, la muerte está muy lejana y se presenta como algo abstracto. La experiencia enseña que el fundamento y causa de las dificultades de este tránsito están ocasionados por un cambio profundo y notable operado en el alma. Para caracterizar este fenómeno voy a servirme del curso diario del sol. Imagínense un sol animado de sentimientos humanos y que posee la conciencia humana del momento. Por la mañana surge del mar nocturno del inconsciente y va paseando su mirada por el anchuroso y abigarrado mundo, en ámbitos cada vez más amplios a medida que sube en el horizonte. Con esta expansión de su campo de acción que la ascención va produciendo, el sol se irá haciendo cargo de su misión y considerará que su fin último consiste en subir cada vez más, repartiendo con la mayor amplitud posible sus bendiciones, Con este convencimiento, el sol alcanza el cenit de improviso -de improviso porque su existencia individual única no podía saber de antemano el punto de culminación-. Desde las doce del mediodía comienza el descenso, el cual es la reversión de todos los valores e ideales de la mañana. Parece como si el sol recogiera sus rayos. Luz y calor disminuyen progresivamente hasta la extinción total.
Todas las comparaciones son deficientes. Pero esta comparación no lo es en más alto grado que otras. Hay un proverbio francés que expresa cínica y resignadamente la verdad de esta comparación: Si jeunesse savait, si vieillesse pouvait (en español sería más o menos: «Si la juventud supiera, si la vejez pudiera»).
Afortunadamente no somos nosotros, los hombres, soles; de lo contrario mal andarían nuestros valores culturales. Pero hay algo de naturaleza solar en nosotros, y mañana y primavera, tarde y otoño de la vida no son meras expresiones sentimentales, sino verdades psicológicas; más todavía, realidades fisiológicas, porque el descenso del mediodía invierte también cualidades corporales. Especialmente entre los pueblos meridionales, se observa que las mujeres de edad poseen voces broncas y profundas, bigotes, rasgos marcados y desarrollan también en otros aspectos diversos caracteres masculinos. Recíprocamente, el «habitus» físico del hombre se suaviza con rasgos femeninos, como la adiposidad y los rasgos blandos de la cara.
La literatura etnológica nos suministra una interesante información acerca de un cabecilla y guerrero indio a quien en el atardecer de su vida se le apareció el gran espíritu en sueños, y le anunció que desde aquel momento tendría que sentarse con las mujeres y los niños, vestir trajes femeninos y comer la comida de las mujeres. Obedeció al sueño, sin padecer con ello en su reputación.
Esta visión es expresión fiel de la revolución psíquica meridiana, del comienzo de la puesta o la caída. Los valores y hasta el cuerpo mismo, revierten en sus contrarios o cuando menos muestran una tendencia en ese sentido.
Se podría parangonar lo masculino y lo femenino, junto con las cualidades psíquicas correspondientes, con cierto caudal de sustancias que en la primera mitad de la vida son utilizadas en proporciones diferentes. El hombre consume su gran acopio de sustancia masculina y conserva indemne la pequeña cantidad de sustancia femenina que empieza a ser aplicada ahora. La mujer hace lo recíproco.
Pero, más que en lo físico, este cambio se hace notar en lo psíquico. Ocurre muy frecuentemente que el hombre entre cuarenta y cinco y cincuenta años resulta un manirroto y es la mujer la que se pone los pantalones. Hay muchas mujeres que alcanzan responsabilidad y conciencia sociales luego de los cuarenta años. En la vida moderna de los negocios, especialmente en Norteamérica, el llamado break down, la crisis nerviosa, es un acontecimiento extraordinariamente frecuente a partir de los cuarenta. Si estudiamos la víctima, veremos que lo que se ha desmoronado y declarado en crisis es el estilo varonil, y nos ha quedado un hombre afeminado. Recíprocamente, se observa en los mismos círculos de negocios, mujeres que en esos años desarrollan una extraordinaria masculinización y vigor de entendimiento, desplazando el corazón y el sentimiento a un segundo plano. A menudo también, estas transformaciones son acompañadas por catástrofes matrimoniales de todo tipo, lo que se comprende fácilmente si se piensa que el hombre descubre sus tiernos sentimientos y la mujer su inteligencia.
Lo peor, en estos casos, es que hombres cultos e inteligentes penetran en esa etapa sin prever en absoluto la posibilidad de tales cambios. Sin preparación alguna penetran en los dominios de la segunda mitad de la vida. ¿O es que acaso existen, en alguna parte, escuelas para hombres de cuarenta años que les preparen para la vida por venir y sus exigencias especiales, del mismo modo que las escuelas preparan a nuestra juventud, introduciéndola en el conocimiento del mundo y de la vida? No, empezamos a bajar la cuesta absolutamente sin preparación; peor todavía, lo hacemos equipados con el falso prejuicio de nuestras verdades e ideales de «hasta el día». Pero no es posible que vivamos la tarde de la vida lo mismo que la mañana y con el mismo programa. Porque lo que para la mañana es mucho, para la tarde será poco, y lo que fue verdad antes, será falso ahora. He tratado muchas personas de edad, asomándome a las cámaras secretas de sus almas , para no estar impresionado de la verdad de esta regla fundamental.
El hombre que envejece debiera saber que su vida no asciende ni se ensancha, sino que hay un proceso interno implacable que fuerza a restringirla. Para el hombre joven es casi un pecado, o por lo menos un peligro, ocuparse demasiado de sí mismo; para el hombre que envejece es un deber y una necesidad estudiarse a sí mismo con toda seriedad. El sol, recoge sus rayos para iluminarse a sí mismo, luego que ha prodigado su luz por el mundo. Pero muchos prefieren ser hipocondríacos, avaros, típicos miserables o eternos jóvenes, lo cual es un menguado sucedáneo del esclarecimiento de sí mismo y consecuencia inevitable de ese desatino que supone que la segunda mitad de la vida tiene que ser regida con los principios que lo fue la primera
Dije que no poseemos escuelas para hombres en los cuarenta. Esto no es absolutamente cierto. Nuestras religiones son desde hace mucho tiempo, escuelas de este tipo o lo han sido alguna vez. ¿Pero, para cuántos lo son hoy todavía, cuántos de entre nuestros hombres mayores han sido educados, de una manera efectiva, en unas escuelas semejantes, para el misterio de la segunda mitad de la vida, para la vejez, para la muerte y la eternidad? El hombre no llegaría a los setenta ni a los ochenta si esta prolongación de la vida no correspondiera al sentido de su especie. Por eso la tarde de la vida debe poseer sentido y fin propios, y no hay razón para que sea un mero apéndice miserable del mediodía. El sentido de la mañana es sin duda alguna el desenvolvimiento del individuo, su afirmación y propagación en el mundo exterior, y sus cuidados por la prole. Este es el fin visible de la naturaleza; pero una vez cumplido este fin, cumplido con abundancia, ¿debe continuar, rebasando todo sentido racional, la conquista del dinero y del rango, la expansión de la existencia? Quien trastoque en tal medida la ley de la mañana, esto es, la finalidad de la naturaleza, a la tarde de la vida, deberá pagarlo psíquicamente, lo mismo que el joven que quiere guardar su egoísmo infantil en la edad adulta verá cómo su error será acompañado de fracasos sociales.
Ganancia, existencia social, familia, posteridad, son pura naturaleza, no son cultura. La cultura trasciende el fin natural. ¿Podría acaso la cultura constituir el sentido y el fin de la segunda mitad de la vida?
En las tribus primitivas observamos que casi siempre los ancianos son los que velan por los misterios y las leyes, y los que albergan la cultura de la tribu. Y entre nosotros, ¿dónde está la sabiduría de nuestros ancianos? ¿Dónde sus secretos y sus efigies soñadoras? Entre nosotros los ancianos prefieren casi imitar a los jóvenes. En Norteamérica lo ideal es que el padre sea hermano de su hijo y la madre, de ser posible, la hermanita de su hija.
No sé cuánto debe esta actitud equivocada a la reacción contra exageraciones anteriores de la dignidad, y cuánto a ideales falsos. Sin duda, existen estos últimos. La meta para estas personas no está adelante sino atrás. Por eso se vuelven hacia atrás. Hay que concederles: es muy difícil ver que la segunda mitad de la vida pueda tener ideales distintos de la primera; expansión de la vida, utilidad, eficacia, figurar en la vida social, la ayuda precavida a los hijos hacia un matrimonio conveniente y hacia un buen puesto de trabajo, son bastantes tareas. Pero, desgraciadamente, no albergan sentido ni finalidad suficientes para muchos que no pueden ver en la tercera edad otra cosa que la regresión de la vida y empalidecimiento y consunción de los antiguos ideales. Es cierto que si tales hombres hubieran llenado la copa de la vida hasta los bordes y apurado hasta el fondo, sentirían ahora de manera distinta, nada les hubiera quedado, todo lo que era de quemar habría sido quemado y les sería bienvenido el sosiego de la vejez. Pero no hay que olvidar que son muy pocos los hombres que saben vivir, lo cual es un arte elevado y raro. ¿Quién logra escanciar la copa de manera tan plena? Por eso, muchos hombres se quedan con restos no vividos, a menudo, posibilidades que ni con la mejor voluntad, hubiesen podido realizarse, y así, traspasan el umbral de la vejez con una aspiración incumplida, que hace que su mirada se vuelva insensiblemente hacia atrás. Y a tales hombres perjudica especialmente la mirada hacia atrás.
Una visión hacia delante, una meta en el futuro, les sería imprescindible. Por esto, todas las grandes religiones contienen promesas del más allá, una meta transmundana que hace posible que el mortal viva la segunda mitad de la vida con un afán parecido al de la primera. Pero tan plausible como es para el hombre moderno ese fin de expansión y culminación de la vida, tan dudosa, por no decir increíble, le resulta la idea de una perduración más allá de la muerte. Y, sin embargo, el término de la vida, la muerte, se convierte en una meta razonable, ya porque la vida sea tan miserable que aparezca como un regalo dejar de vivirla, ya porque se posee la convicción de que el sol, con la misma consecuencia con que asciende hasta el cenit del mediodía, desciende el camino del ocaso para iluminar pueblos lejanos. Pero el poder creer, es un arte tan difícil en nuestros días, que, especialmente a las personas cultas, les es algo casi inaccesible. Nos hemos habituado demasiado a pensar que en lo que se refiere a la inmortalidad, y asuntos parecidos, existen muchas y contradictorias opiniones, y ninguna demostración convincente. Como el lema de nuestro tiempo, con fuerza absolutamente convincente, reza «ciencia», se quiere también prueba científica. Pero, aquellos de entre los cultos que piensan, saben muy bien que una demostración semejante entra en el terreno de las imposibilidades filosóficas. Nada podemos saber sobre el particular.
Me puedo permitir la observación de que, por la misma razón, tampoco se puede saber si, después de la muerte, no pasa efectivamente algo. La respuesta no es ni positiva ni negativa. Nada sabemos científicamente, sobre el particular, y nos hallamos aproximadamente en la misma situación que respecto a la cuestión de si hay habitantes en Marte, sin que a los habitantes de Marte, en caso de que existan, les afecte para nada que su existencia sea afirmada o negada. Y lo mismo ocurre con el problema de la inmortalidad y así podemos relegarlo.
En este momento me sugiere mi conciencia de médico que algo esencial queda por decir acerca de esta cuestión. He realizado la observación que una vida orientada hacia un fin es, por lo general, mejor, más rica y más sana que una vida sin finalidad y que es mejor caminar con el tiempo por delante que tenerlo detrás, a la espalda. Al médico de almas, el anciano que no puede separarse de la vida, le parece tan débil y enfermizo como el joven que no acierta a abrirse camino. Y de hecho se trata, en muchos casos, de la misma incontinencia infantil, del mismo temor, de la misma obstinación y resistencia. Estoy convencido, en calidad de médico, que es más higiénico ver en la muerte un fin hacia el cual debemos tender, y que la resistencia contra ese fin es insano y anormal, porque sustrae su fin propio a la segunda mitad de la vida. Por esa razón todas las religiones con un fin sobrenatural me parecen extraordinariamente razonables, desde el punto de vista de una higiene del alma. Si habito en una casa de la que sé que dentro de catorce días se me va a venir encima , todas mis funciones vitales estarán entorpecidas por esa idea; pero si me siento seguro contra ese acontecimiento, puedo vivir en la casa trabajando sosegada y normalmente. Desde el punto de vista de la salud mental, es recomendable el poder pensar que la muerte no es más que un tránsito, una parte de un proceso vital desconocido, grande y prolongado.
Aunque la gran mayoría de los hombres no sabe para qué necesita el cuerpo el cloruro de sodio, todos lo buscan, en virtud de una necesidad instintiva. Así ocurre también con las capas psíquicas. La gran mayoría de los hombres ha sentido, desde siempre, la necesidad de perduración. Por esta razón nuestra constatación no nos desvía, sino que nos coloca en medio de la calle mayor de la vida humana. Pensamos a tono con el sentido de la vida, aunque no comprendamos lo que pensamos.
¿Es que comprendemos alguna vez lo que pensamos? Entendemos únicamente aquel pensar que no consiste más que en establecer una igualdad, de la que no sacamos nada más que aquello que hemos puesto en ella. Pero por encima del intelecto hay un pensar con imágenes primigenias, con símbolos más viejos que el hombre histórico, congénitos en él desde los primeros tiempos, y que sobreviven a todas las generaciones, llenando desde siempre de una manera viva los fundamentos de nuestras almas. Una vida plena no consiste en volver a ellos. En realidad no se trata de fe ni de saber, sino del acuerdo entre nuestro pensamiento y las protoimágenes de nuestro inconsciente, matrices irrepresentables de aquellas ideas que nuestra conciencia acaba pensando siempre. Y una de estas idea primordiales es la de la vida más allá de la muerte. No hay relación posible entre la ciencia y estas imágenes primordiales. Son datos irracionales, condiciones a priori de la imaginación, con la que, en último término, se identifican, y la ciencia sólo a posteriori puede investigar su adecuación y justificación, así como por ejemplo, la glándula tiroides pudo ser considerada antes del siglo XIX, como órgano sin significación alguna. Las protoimágenes son para mí algo así como órganos psíquicos a los que concedo la mayor importancia; así que me atrevo a decir a un paciente de edad avanzada: «Su imagen de Dios o su idea de la inmortalidad está atrofiada; en consecuencia, su metabolismo psíquico anda desconcertado». Más profundo y lleno de sentido de lo que pensamos es el viejo elixir de la inmortalidad.
Voy a permitirme de nuevo volver un momento a la comparación solar. Los 180 grados del arco de nuestra vida se dividen en cuatro partes. El primer cuarto oriental es la infancia, estado sin problemas; somos problema para los demás, pero no tenemos conciencia de nuestra problemática propia. La problemática consciente alcanzan las secciones segunda y tercera, y en el último cuarto, en la vejez, nos sumergimos nuevamente en un estado en que, desentendiéndonos de nuestra situación de conciencia, volvemos a ser un problema para los demás. Infancia y vejez son manifiestamente distintas, pero tienen algo en común, y es ese sumergirse en el inconsciente psíquico. Como el alma del niño se va desenvolviendo a través del inconsciente, su psicología, aunque difícil, es más abordable que la del anciano, que vuelve a hundirse en el inconsciente hasta desaparecer poco a poco. Infancia y vejez son los estados no problemáticos de la vida; por eso no me he detenido en ellos.