CAMILO BARRIONUEVO D.
Camilo Barrionuevo Durán es Psicólogo Clínico de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Magíster en Psicología Clínica de la Universidad de Chile y Magíster en Estudios Teológicos de la Universidad de Boston College. Correo: camilobautista.bd@gmail.com. Este documento fue tomado de la Revista Encuentros, No. 3, 2011, págs. 45 – 63, con autorización del editor. La revista es una iniciativa de difusión de la Fundación Chilena de Psicología Analítica y ofrece un espacio para promover ideas e investigaciones en el ámbito de la Psicología Analítica.
Resumen
Este trabajo tiene por objeto abordar la problemática del mal desde la psicología analítica junguiana. Para ello se realiza un breve y esquemático recorrido teórico que involucra reflexionar sobre la noción de complejos y el rol del personificar en el proceso de “hacer alma” en la psicología analítica. Posteriormente se realizan distinciones estructurales dinámicas en torno a la noción de Sombra, para finalmente abordar la problemática del mal arquetípico desde un análisis imaginal de la figura del Demonio. Se cierra el presente trabajo con reflexiones alrededor del proceso de integración de la mal, a través de viñetas clínicas de experiencias de estados amplificados de consciencia.
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Introducción
“El mal de nuestro tiempo consiste en
la pérdida de la conciencia del mal”
Krishnamurti
El presente ensayo versa acerca de una pregunta que parece no pasar de moda ni terminar de responderse satisfactoriamente. Es una pregunta que desafía a cada época en forma distinta, enrostrándole una dimensión de la existencia humana difícil de comprender y de integrar. Se trata de la delicada cuestión sobre el Mal, su naturaleza (o su no-naturaleza) y la forma en que lo “maligno” se manifiesta en lo humano. De hecho, es interesante notar ya cómo al empezar a reflexionar sobre este tema se comienzan a “colar” y manifestar en el lenguaje los significados y a prioris socio-históricos de los que somos herederos: ¿Tiene pues el mal una naturaleza en sí mismo?, ¿hay algo así como una especie de realidad ontológica de la “malignidad” a la que referirnos?, ¿es algo aparte de lo humano que se “manifiesta” en él?, ¿forma parte de su ser o es una alejamiento y deformación de éste?, y yendo más allá del difícil debate metafísico: ¿Qué nos dicen acerca de la psique las imágenes anímicas de lo demoníaco como experiencias universales humanas presentes en todas las culturas y en todos los tiempos? ¿A qué relatos y comprensiones sobre el mal podemos recurrir hoy, y como estos podrían ayudarnos a discernir el ineludible dilema ético al que nos enfrentamos en nuestra sociedad?.
Claramente son preguntas demasiado grandes como para abordarlas por completo en esta breve reflexión. Sin embargo, consideramos importante poder tenerlas como trasfondo en el recorrido teórico y reflexivo que aquí emprenderemos, ya que constituirán el hilo de Ariadna que dirigirá las siguientes páginas.
Estas preguntas se enmarcan en una reflexión colectiva contemporánea que pretende darle urgencia al tema. Distintos autores han elevado las voces de alarma, pues pareciera ser que frente a la forma de desplegarse lo maligno en el siglo pasado y el presente nos hemos quedado atónitos colectivamente y sin respuesta: “Estamos frente al mal y no sólo ignoramos lo que se haya ante nosotros sino que tampoco tenemos la menor idea de cómo debemos reaccionar (…) Efectivamente, no tenemos imaginación para el mal porque es el mal el que nos tiene a nosotros. Unos quieren permanecer ignorantes mientras otros están identificados con el mal. Esta es la situación psicológica del mundo actual” (Jung, 2000, pp. 244 y 245, cursivas del original). Como reza el tango Cambalache pareciera ser que nuestra época se ha caracterizado por un despliegue de “maldad insolente”, no sólo en los conocidos y terribles acontecimientos de las guerras mundiales, el nazismo, el comunismo y las dictaduras latinoamericanas, por mencionar algunos breves ejemplos, sino también en el eje mismo de funcionamiento de nuestra forma de sociedad: abusos y explotaciones sistemáticas a grandes masas de trabajadores, desigualdad espeluznante en la repartición de los recursos del planeta, hambruna, violencia y muerte por las condiciones infrahumanas de existencia de cientos de miles de personas y la posibilidad de un colapso ecológico dada la voracidad y uso indiscriminado que hemos dado a nuestro delicado medio ambiente.
¿Quién podría dudar entonces que es el Demonio –como principal personificación anímica del mal- quien rige el destino de nuestra colectividad planetaria? Si bien la idea que el mundo es un creación del Demonio y no de Dios, o que el mundo está bajo su reinado, es antiquísima (idea que retomaremos más adelante), pareciera ser que hay ciertas condiciones anímicas y tecnológico- científicas en nuestra civilización que han posibilitado un despliegue de nuestro potencial destructivo como nunca antes habíamos presenciado. Sea que pensemos que esto se debe a una tendencia natural del hombre de olvidar los aspectos negativos de eras anteriores y, por lo mismo, a tener una visión romántica idealizada del pasado (estilo paraíso perdido de ‘todo tiempo pasado fue mejor’) o que efectivamente el grado de maldad evidente de nuestra época sea considerablemente superior a las que nos precedieron; el problema en su dimensión práctica sigue no resuelto y urgen formas de abordaje creativas y profundas sobre cómo salir de la encrucijada histórico-política en que nos encontramos como humanidad.
Este trabajo tendrá como columna vertebral algunos importantes hitos de la visión de la psique del psiquiatra suizo Carl Gustav Jung: su teoría de los complejos y la comprensión de la estructura de la personalidad. Esto nos servirá como soporte para reflexionar sobre el problema del mal desde su concepto de sombra. Asimismo, trataremos de acercarnos a una definición del mal y revisar algunos hitos importantes en la noción religiosa de la relación Demonio-Dios. Daremos un breve vistazo a las discusiones en torno al mal en la teoría humanista y concluiremos con algunas reflexiones prácticas sobre el trabajo de integración de la sombra.
Sobre la teoría de los complejos y el personificar
“La psicodinámica se convierte así en psicodrama;
nuestra vida no es tanto el resultado de fuerzas
y presiones como la representación
de argumentos míticos”
(Hillman, 1999)
Antes de comenzar valga una advertencia. Para reflexionar desde Jung y ser coherentes con el desarrollo metodológico de su teorizar, resulta crucial realizar una significativa distinción. Jung mismo es insistente en esta distinción y advertencia, pues hace alusión a ella en prácticamente cada obra que escribió: se trata de la necesidad de separar entre el dominio estrictamente científico de lo psicológico y el plano metafísico propiamente tal (Jung, 1928, 1938, 1944, 1951, 1952, 1954). Desde esta perspectiva, cuando Jung se refiere de manera específica a fenómenos anímicos, como lo demoníaco o las imágenes demoníacas, deja en claro que no está haciendo ningún tipo de afirmación sobre la realidad ontológica de dichas figuras; únicamente se encuentra dando cuenta de su inevitable e innegable realidad como hecho psíquico. Esto es válido también para cada aspecto de su teoría de la personalidad. Dada la similitud entre los hechos psicológicos a los que se vio enfrentado como terapeuta y los postulados religiosos de distintas tradiciones espirituales, debió “protegerse” constantemente de una mala interpretación de sus teorías sobre las posibles implicancias teológicas de ellas: “La psicología como ciencia del alma debe ceñirse a su objeto, cuidándose de no ir más allá de sus propios confines con afirmaciones metafísicas u otras profesiones de fe. Si postulase a un dios, aun cuando sólo como causa hipotética, implícitamente establecería la posibilidad de una demostración de Dios, rebasando así en forma ilícita los límites de su competencia. La ciencia sólo puede ser ciencia; no hay profesiones de fe “científicas” ni similares contradictiones in adiecto. Simplemente no sabemos en última instancia de donde proviene el arquetipo, del mismo modo que ignoramos cual es el origen del alma” (Jung, 1944, p. 17).
De esta forma, aunque nos resulte tentadora la reflexión y discusión teológica metafísica respecto a la naturaleza del Demonio y la realidad ontológica del Mal y del Bien (o del Demonio y de Dios, si se prefiere), delimitaremos en principio nuestra reflexión al ámbito exclusivamente de lo psíquico y su fenomenología, siguiendo en esto los planteamientos de Jung.
En este sentido, destaca y llama la atención un fenómeno psicológico universal: la creencia en espíritus, y dentro de ello, lo que nos resulta de particular interés, en espíritus demoníacos o malignos. Hasta hace no mucho tiempo gente bastante culta y civilizada creía en ‘presencias’, demonios, brujos, fantasmas, dioses o agentes psíquicos capaces de influir en nuestras vidas. Se reconocía abiertamente que ellos tenían algún grado de poder y voluntad de afectar al hombre, por lo que éste debía cuidar el delicado espacio relacional con el mundo de lo no-visible (Jung, 1938). Es interesante desde este lugar el hecho que estudios recientes hayan mostrado que hoy al menos dos de cada tres norteamericanos creen en la existencia concreta del demonio (Goldberg, 1999).
Pues bien, ¿a qué se refieren entonces esta arraigada y popular creencia sobre los espíritus? Jung elabora su respuesta en torno a uno de los hitos centrales de su pensamiento, a saber, su teoría de los complejos. Ella se basa en dos premisas centrales: la conciencia (y el yo como representante de ella) no es el centro del funcionamiento psíquico total (Jung, 1938) y existen en el dominio del alma una serie de innumerables entidades autónomas, poseedoras de un tono afectivo y un núcleo organizador, capaces de afectar total o parcialmente al yo (Jung, 1928). Jung se refiere entonces a los complejos como “complicados sistemas anímicos parciales que, cuanto más complicados son, tanto más carácter de personalidad tienen. Son también precisamente constituyentes de la personalidad psíquica y en consecuencia deben tener carácter de personalidad” (Jung & Wilhelm, 1929, pp. 55-56).
Es interesante en este punto complementar lo dicho con la perspectiva del postjunguiano nortemaricano James Hillman, principal representante de la escuela arquetipal (Samuels, 1999). Hillman sostiene que los postulados sobre la teoría de los complejos son tan controvertidos para nuestra racionalidad y cultura moderna porque atacan y cuestionan directamente una de las ideas centrales de nuestra civilización: la noción de individuo como ente racional, dueño de sí, único e indivisible. (Hillman, 1999). La teoría de los complejos, al proponer la normalidad de la pluralidad de la psique y sus ‘personalidades parciales’, asusta al lego en materias psicológicas que se piensa e imagina como único dueño y soberano de la casa en que habita.
En su fundamentación Hillman distingue dos fuentes centrales de nuestra cultura actual, que se encontrarían, según él, en pugna frente a las formas de imaginar la conciencia y lo divino: la tradición hebraica y la helénica. Su tesis es entonces que la concepción de la psique esta directamente ligada a la forma de imaginar lo religioso. De esta forma, la tradición hebraica al ser monoteísta por definición presenta una visión de la conciencia única y unificada, a imagen y semejanza de un único Dios rector. Los valores centrales de esta visión, de la que la modernidad es heredera, tienen relación con la voluntad de un heroísmo egoico racional no-divisible, donde el tema del control y el “poder sobre” son centrales. Hillman señala que hoy esta concepción se manifiesta en las distintas corrientes psicológicas que, ante una crisis del alma, buscan “reformar” y fortalecer al ego (Hillman, 1999)
La otra vertiente de nuestra cultura es la griega clásica. Para Hillman, Grecia se constituye como un referente indiscutido de riqueza en cuanto a imágenes psíquicas del alma. La opción helénica concibe a la psycké como una multiplicidad de personas o partes que habitan y coexisten en menor o mayor armonía. El panteón griego, afirma Hillman, se despliega como metáfora del alma, ilustrando de manera deslumbrante y hermosa la situación relacional interna: la complejidad politeísta griega habla del politeísmo de la psique, de nuestras complicadas y desconocidas circunstancias anímicas internas (Hillman, 1999). Aquí encontramos que el dominio del ego-héroe cede y aparecen otras formas de conciencia que habitan en la complejidad imaginal: reside aquí un Hades como soberano de las sombras del inframundo, una Atenea competente, combativa e inteligente (imagen tan vigente en la mujer moderna), un Ares furioso y destructivo, un ágil e inteligente Hermes, un Hefesto resentido por su fealdad y por el rechazo de su madre, un Odiseo héroe capaz de tomar contacto con su vasto mundo interno en busca su Itaca añorada (metáfora indiscutida del proceso de individuación) entre otras miles de posibilidades de manifestación de la psique. “Grecia se convierte en un espejo de aumento múltiple en el que la psique puede reorganizar sus personas y procesos en configuraciones que son más grandes que la vida pero que afectan a la vida de nuestras personalidades secundarias” (Hillman, 1999, p. 120).
Es interesante lo aquí señalado por Hillman al relacionarlo con la profundidad de la teoría de los complejos a la que hacíamos alusión hace un momento. En torno a ella, Jung es bastante enfático en la insistencia de tratar a los complejos como si fueran personas o de manera personificada. En realidad subrayamos el “como sí” por puro pudor moderno, ya que en estricto rigor éste no existe: se trata efectivamente de que los complejos tienen una realidad autónoma e independiente y operativamente hablando son personas apartes del complejo del yo (Jung, 1928, 1951, 1954). Sobre esta aparición personificada de los complejos es importante señalar que no es la conciencia la que personifica y da vida, sino que lo anímico por si mismo se muestra y aparece a la conciencia como dotado de una identidad personal definida. De ahí que podamos entender la apasionada protesta de Hillman (1999) cuando señala que, pensar que el mundo “esta muerto ahí afuera” y nosotros lo personificamos, es tener ya el implícito, como trasfondo hermenéutico, de un modelo de realidad basado en la tradición cartesiana-newtoniana (un mundo-objetos-inertes). Cuando se habla de animismo, personificación o antropomorfismo de manera despectiva, como actividades propias de los primitivos no-civilizados, se está conceptualizando que son formas de pensamiento mediante las que se dotaría al mundo externo de fenómenos y sucesos que son básicamente internos (proporcionando al mundo un alma que no poseería). Como decíamos, en esta acción se puede apreciar claramente que la forma de interpretar dichos sucesos supone de por sí una violencia evidente, en cuanto impone el paradigma naturaleza-cosa-sin-alma frente a la realidad imaginal de los pueblos precivilizados. Para estos últimos en cambio, el personificar no significa dotar de alma al mundo, por el contrario, supone un reconocimiento de ésta en el mundo como anterior a la actividad de reconocimiento y, por tanto, independiente de la actividad humana de lograr aprehenderla. (Hillman, 1999).
Pese a esto y más allá del hecho que pensemos el mundo-maquina al estilo moderno, o el mundo- anímico al modo de los pueblos primitivos, el hecho psíquico innegable es la multiplicidad de la psique y la experiencia de ella de manera personificada. La validez del personificar se ha abierto camino no sin dificultad y se ha redescubierto sólo gracias a los revolucionarios aportes de estos dos grandes pensadores de la psicología profunda que fueron Sigmund Freud y Carl Gustav Jung. Esto se logró únicamente gracias al estudio detallado y completo que ambos hicieron de la psicopatología, pues en nuestra cultura, es en la psicopatología –en las personalidades múltiples, en las disociaciones histéricas, en las alucinaciones- donde mayor se aprecia la capacidad del alma para personificar (Hillman, J., 1999). Lo que finalmente ocurrió para Hillman, es que Freud creó otra mitología nueva ante la falta y descrédito de las antiguas. El papel de la personificación en su teoría se nos hace muy evidente, si bien se disfraza levemente con un barniz cientificista. La imagen emerge por su valor personificado: el Censor, el Súper Ego, la Escena Primordial, el Inconsciente, el Complejo de Edipo, Eros, Tánatos, la Castración, todas aquellas personas que pueblan el universo de la psique y que ejercen sus influencias de un modo muy similar a como los antiguos “daimones” la ejercían sobre el pueblo griego. De hecho, gran parte de ellas están haciendo directa alusión a la mitología helénica (sabemos de la fascinación de Freud por Grecia). Por otra parte, términos como proyección, sublimación, condensación se encuentran ya presentes en la psicología de la alquimia (Hillman, 1999). La historia de Freud acerca del alma es una genial instancia donde el personificar pudo tener un espacio privilegiado, frente a las limitaciones a las que había estado sometida en la cultura patriarcal heroica (Hillman, 1999).
Los aportes de Jung en este sentido, como veníamos aventurando, son todavía más radicales. Hacen alusión mucho más directa a personas, que era como él las consideraba en su teoría de los complejos: el Viejo Sabio, la Sombra, la Gran Madre, Ánima y Ánimus, el Ego, etc. La riqueza de las imágenes encarnadas es mucho mayor: “el hecho de que el inconsciente personifique de manera espontánea (…) es la razón por la que he incorporado estas personificaciones a mi terminología y las he formulado como nombres” (Jung, 1944).
Cuando estos complejos tienen influencia directa en la conciencia decimos que el complejo se ha constelado. Supone entonces todo un problema difícil de lidiar para el yo, que se puede ver directamente sobrepasado y dominado por la fuerza y potencia de ellos: “Por cada constelación del complejo hay un estado alterado de conciencia. La unidad de la conciencia se rompe, la intención de la voluntad queda más o menos dificultada o incluso imposibilitada. También la memoria se ve substancialmente afectada, como hemos visto (…) un complejo activo nos reduce momentáneamente a un estado de falta de libertad. (Jung, 1928, p. 101).
Desde este desarrollo teórico es que no resulta difícil volver al punto inicial respecto a la creencia en espíritus (y en dioses en el sentido amplio) y como estos afectaban el destino humano, pues son el antecedente mitológico premoderno del desarrollo de la psicología profunda contemporánea.
Ahora bien, desde este marco conceptual de la teoría de los complejos y del personificar, es que antes de continuar resulta necesario hacer unas especificaciones esquemáticas sobre las principales partes dentro de la estructura de la personalidad según Jung. Teniendo presente el objetivo de este ensayo, sólo nos referiremos brevemente aquí a la polaridad Yo-Self y al complejo de la sombra.
Retomando lo ya señalado, podemos concebir al yo como el centro de la personalidad conciente, mas no de la totalidad del psiquismo de la que sólo es una ínfima (aunque crucial) parte (Jung, 1951). El yo tiene una continuidad temporal y un sentido de identidad personal. El yo es el que se relaciona con los contenidos de la psique: en la medida que hay una relación decimos que es un proceso conciente y si es que dichos contenidos no están en relación al yo son inconscientes (Jung, 1951). Se contrapone en la estructura total de la personalidad con el Self o si mismo. Por este último entendemos un paradójico concepto que refiere al mismo tiempo a la totalidad del individuo como al centro de la personalidad (Jung, 1951). El mismo Jung señala respecto al sí mismo: “denomino Self a este centro, entendiendo con esta noción la totalidad de lo psíquico en general. El Self no es sólo el punto central sino que además comprende la extensión de la conciencia y del inconsciente; es el centro de la totalidad así como el yo es el centro de la personalidad” (Jung, 1944, p. 57). En cuanto a las imágenes internas que se relacionan con la manifestación del si mismo en la conciencia, Jung hace énfasis tanto en la figura del mandala como en el simbolismo de la cuaternidad (Jung, 1951).
La Sombra y problema del Mal
“El terror y la resistencia que cada ser humano natural experimenta
cuando trata de ahondar profundamente en si mismo es, en el
fondo, el miedo a viajar al Hades”
(Jung, 1944, p. 361)
Una vez enunciados estos aspectos teóricos en relación a la personalidad, nos encontramos en suelo fértil para poder acercarnos a una comprensión del complejo de la sombra y, a través de él, entrar en la problemática del mal.
Jung entendía a la sombra como los aspectos oscuros de la personalidad, específicamente los contenidos del inconsciente personal (o sea, aquellos propios de la vida del sujeto) que han sido rechazados, negados o reprimidos de la psique conciente por ser difíciles de reconocer para el sentido de identidad y autoimagen del yo (Jung, 1951). Muchos de estos contenidos son asimilables por el yo con un poco de esfuerzo, flexibilidad y voluntad introspectiva, aunque sabemos que ciertos aspectos de la sombra son tremendamente resistentes de ser integrados y que son constantemente expulsados de la identidad personal mediante el mecanismo de la proyección (Jung, 1951). Es un hecho psicológico innegable que tendemos a ver los defectos personales (proyectados) en los otros cuando no los podemos asumir en nosotros mismos, de esta forma la noción de sombra se emparenta con el antiguo: “¿y por qué te fijas en la pelusa que tiene tu hermano en un ojo sino eres capaz de ser conciente de la viga que tienes en el tuyo?… Hipócrita, saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás con claridad” (Lucas 6, 41:42). Para poder ver con claridad, es necesario primero retirar las proyecciones de la sombra personal de los prójimos y el mundo. La sombra proyectada en el mundo nos aísla del mismo, en la medida que el sujeto queda relacionándose con una realidad ilusoria teñida por sus contenidos personales. Esto mismo, desgraciadamente, acrecienta el replegarse sobre si y un “sentimiento de incompletez” en la medida que el sujeto empieza a defenderse de un mundo cargado de malignidad externa, dando pie a un círculo vicioso relacional muy difícil de cambiar (Jung, 1951).
Los contenidos de la sombra son variables dependiendo de la cultura y de los individuos. Incluso se puede encontrar el anómalo caso donde el yo conciente está identificado con aspectos negativos de sí y en su sombra se encuentran las características positivas (Jung, 1951). Aunque, por lo general, encontramos en la sombra todas las características que socialmente son repudiables como el egoísmo, la pereza mental, la agresividad, la glotonería (en su sentido amplio), la cobardía, codicia, etc. (Von Franz, 1984). “Por lo general la sombra tiene una cualidad inmoral o al menos despreciable, que contiene las características de la naturaleza de un individuo que son contrarias a las costumbres y convenciones morales de la sociedad. La sombra es el lado inconsciente de las operaciones del yo en cuanto a intención, voluntad y defensa. Es el otro lado del yo por así decir” (Stein, 2009, p. 146).
Aunque la sombra no constituye la totalidad del inconsciente (Von Franz, 1984), es un hito crucial en el conocimiento del yo respecto la totalidad psíquica. Es el primer gran escollo que debe atravesar el yo en el proceso de individuación, enfrentando al sujeto con el problema del mal no a nivel teórico abstracto, sino en el reconocimiento de “lo maligno” dentro de sí, a través de la relación que establecemos con la personificación de la sombra (Recuero, 2007). Sabemos de esta forma que el complejo de la sombra por lo común emerge a la conciencia como una figura sombría, siniestra y malvada, con la que entrar en disensión implica fatalidad (Neumann, 2001). La sombra suele aparecer con mayor facilidad cuando entablamos relación con una persona del mismo sexo (ya que su personificación toma el mismo género de la persona), donde la proyección puede concretarse más fácilmente. En sueños y mitos es frecuente que se manifieste como un alter ego oscuro amenazante y grotesco (Von Franz, 1984). Como señala el postjunguiano Erich Neumann en relación a la manera de aparecer culturalmente de la sombra: “Las figuras mitológicas de los hermanos enemigos: Osiris-Set, Baldur-Loki, Abel-Caín, Jacob-Esaú, y las de la contraparte hostil: Sigfrido-Hagen y también Fausto-Mefistófeles, el doctor Jekyll-Mister Hyde, así como el ‘Doble’ de las consejas y la literatura, son proyecciones de esa relación de oposición entre el Yo y la Sombra. Ya la aparición de tales figuras en la mitología demuestra que estamos en presencia de un problema humano general, el cual trasciende al marco de la problemática del individuo” (Neumann, 2001, p. 162).
Podemos entender el desarrollo de la sombra como un resultante natural del proceso de crecimiento de la claridad de la conciencia. Este proceso conlleva e implica un oscurecimiento del lado menos claro, lo que desemboca en que tarde o temprano se produzca una grieta en el sistema psíquico. (Jung, en Neumann, 2001) Al no reconocer esta grieta el proceso deviene en externalización del conflicto, como señalábamos recientemente, poniendo al mal allá afuera. El hombre moderno aprende naturalmente a identificarse por completo con el Yo como centro de la conciencia y con los valores morales colectivos, reprimiendo y proyectando los desvalores (Neumann, 2001). Esto conlleva implicancias político sociales muy relevantes ya que bajo esta psicología de chivo expiatorio, es fácil caer en miradas parciales e inauténticas respecto a la satanización de los otros: ya sean los ‘come guaguas’ marxistas o los crueles capitalistas, el conflicto político deviene inevitable, alimentado por la constante proyección y negación de la propia sombra: “La agitación política en todos los países está llena de tales proyecciones, en gran parte parecidas a las cotillerías de vecindad entre grupos pequeños e individuos. Las proyecciones de todo tipo oscurecen nuestra visión respecto al prójimo, destruyen su objetividad, y de ese modo destruyen también toda posibilidad de auténticas relaciones humanas” (Von Franz, 1984, p. 175). De ahí que el trabajo terapéutico de asumir la propia sombra sea, además de un punto central en el proceso de crecimiento del individuo, una labor que debemos emprender a nivel social y comunitario dada la vigencia de los conflictos, llenos de proyecciones y cegueras psicológicas, entre los distintos grupos religiosos, políticos, étnicos, etc. de nuestra época histórica.
En ese sentido, podemos discernir que la sombra tiene además una dimensión que trasciende al individuo, ya que muchas veces en ella encontramos factores colectivos más allá de la vida personal (Von Franz, 1984). Existirían así las llamadas sombras colectivas o sociales que guardan relación con lo que una colectividad o grupo determinado de gente rechaza y proyecta de común acuerdo, sobre, por ejemplo, ciertas minorías marginales (como fueron en su momento los negros, las mujeres, los enfermos de VIH y homosexuales, entre otros).
Por otra parte, la sombra además de ser el lado oscuro del Yo, puede manifestarse como sombra de otros complejos del inconsciente personal e incluso puede aparecer como sombra de los distintos arquetipos del inconsciente colectivo. En general, cualquier arquetipo luminoso tiene su aspecto sombrío como contraparte (Recuero, 2007). Esta definición conceptual nos acerca al problema del mal absoluto, o dicho en otros términos, al problema de la figura arquetípica del Demonio. En términos psicológicos podríamos decir entonces que la imagen anímica de lo demoniaco se entrecruza con la noción de la sombra del Self. Así como la sombra suele relacionarse con el mal personal de la propia historia de vida, la sombra del Sí mismo se vincula con el Demonio como personificación del mal en términos absolutos. Aunque claramente la experiencia del lado oscuro del arquetipo, la experiencia ominosa de la malignidad pura, es por lo demás sumamente escasa e inusual dentro de la vida de las personas, más no por ello inexistente (Jung, 1951).
Dado este contexto general en torno al problema psicológico de la sombra y lo demoniaco, ¿Qué entendemos finalmente por el Mal? Innumerables han sido los intentos en nuestra tradición occidental de definir acotadamente que es el Mal y varios de ellos han sido acusados de estrechos, dogmáticos y orientados a fines de control político social. Sin embargo, seguiremos aquí un esquema conceptual, sencillo y claro, del psiquiatra norteamericano Carl Goldberg, quien tiene el mérito no menor de haber trabajado durante décadas con pacientes responsables de asesinatos y otros hechos delictuales destructivos y perversos. Goldberg postula funcionalmente que “la malignidad siempre implica tratar a otras personas sin respeto o consideración por su humanidad” (Goldberg, 1999, p. 5). Además, estas acciones malignas están basadas en la creencia que, a) la otra persona es tan débil o estúpida que puede ser tratada como una cosa, o b) que la otra persona es tan amenazadora para la propia seguridad que cualquier tipo de acción destructiva esta justificada (Goldberg, 1999). De esta forma entendemos que para ser capaces de actuar malignamente debe existir conciencia de ello y de las consecuencias de los propios actos. Esta forma de pensar la malignidad es propia de occidente, donde suele distinguirse grados de maldad en la medida que la razón interviene en el proceso de la conducta maligna. Damos por lugar común el exculpar (incluso de responsabilidad penal) a quienes han hecho mal sin conciencia de sus actos o sin estar en plena posesión de sus facultades mentales.
Dentro de los mitos occidentales que enfrentan esta problemática, resalta La divina comedia de Dante Alighieri, por tratarse de una de las metáforas anímicas más completas y mejor logradas para hablar del dilema ético humano. Siendo congruente con lo aquí planteado, Dante imagina el orden del infierno según el tipo de gravedad de los pecados (siguiendo los planteamientos de Aristóteles al respecto). Estos irían desde la incontinencia de las pasiones, a la violencia y finamente la malicia. Esta última es entendida como el obrar hacia el mal de manera racional y deliberada, mientras que un grado menor de malignidad se debe a la simple dificultad del yo para regular sus instintos básicos. En la metáfora dantesca, los habitantes de los primeros círculos infernales, y por tanto los de pecados menos graves, son los lujuriosos. En cambio, los máximos exponentes del mal son los que han obrado usando la razón para lograr este objetivo, es decir, los que han hecho iniquidad fraudulenta y los traidores (Alighieri, 2001).
Estas conceptualizaciones giran en torno a una noción de malignidad que tiene un implícito que nos parece sumamente interesante. Pareciera ser que hay una relación directa entre el grado de centramiento del sujeto en el propio goce (narcisismo es el término clínico apropiado), que conjuntamente niega la dimensión humana de la alteridad rebajándola al estatus de cosa, con el grado de maldad que podemos discernir en esa persona. Esto es, pareciera ser que a mayor narcisismo psicológico, mayor potencial para el mal tiene el sujeto.
Estas nociones nos parecen congruentes con los descubrimientos de la psicología moderna al abordar el desafío que implica clínicamente sujetos psicopáticos y perversos. El narcisismo y la personalidad perversa como entidades clínicas límite, abordan sujetos con una alta vinculación a conductas malignas y destructivas. Los datos científicos al respecto apoyan la tesis de que estos sujetos no experimentan a los otros como personas separadas (como “objetos” totales separados) con sus propios deseos y derechos, sino como meras extensiones del self exhibicionista-grandioso, que sirven únicamente para la satisfacción de las propias necesidades (Kohut, 1971).
Esta relación entre el narcisismo y el mal, podemos conceptualizarla desde el punto de vista de la psicología analítica con un concepto que toca, a la vez que difiere, de lo recién señalado. Nos referimos al concepto de inflación del yo y la referencia al mito de la Hybris. Por éste entendemos el peligroso estado del yo cuando no logra diferenciarse adecuadamente de otros contenidos autónomos de lo inconsciente, por ejemplo, del Self. En esta situación particular, el yo puede identificarse con el self o darse el caso (dramático) de que el self invada al yo. En términos prácticos el resultado es similar. El yo se infla dándose el peligroso estado psicológico de apropiación de contenidos que por definición le son ajenos al yo (Jung, 1951). La semejanza referida a lo anterior tiene que ver con el estado psicólogico interno de “deificación” del yo, motivo tan común en la mitología clásica referido a la imagen del héroe orgulloso que presa de su éxito resolutivo en el mundo, llega a considerarse igual o superior a los dioses (momento en el cuál, constelado el motivo de la hybris, ineludiblemente le sobreviene la tragedia compensatoria). Es así necesario que el yo adopte una actitud crítica constructiva identificando que los contenidos inconscientes que puede integrar “no son él”, resguardando así un saludable tamaño a la vez que reconociendo la independencia y autonomía de lo inconsciente (Jung, 1951). Por otra parte, este concepto difiere de los ejemplos de la psicología ortodoxa en torno al estado de narcisismo debido a que el estado psicológico de inflación yoica nada tiene que ver con “un estado de arrogancia conciente. No siempre, ni con mucho, se trata de eso…[ya que+… en general uno no es directamente conciente de tal estado, sino que, en el mejor de los casos, puede inferir su existencia a partir de síntomas indirectos. (Jung, 1951, p 37)
Desde esta perspectiva es que nos parece interesante mirar el mito cristiano de la caída de Lucifer y, por tanto, el núcleo duro de la problemática del mal, tal como está implícito en occidente. Como sabemos, Lucifer era el favorito de Dios y, según la biblia judía, ayudante y encargado de perseguir a los humanos por sus pecados contra su padre (Goldberg, 1999). Sumamente sugerente nos resulta, desde el punto de vista psicológico, que Lucifer originariamente haya tenido esta cualidad benéfica y tan luminosa. Como señala el significado original de su nombre, “portador de la luz de la mañana”, sus cualidades en extremo luminosas y grandiosas fueron las que constituyeron su desgracia. Pasó de ser, este portador de la luz, desde el más sabio, bello y poderoso de los ángeles, a convertirse en Satanás, el demonio, cuyo nombre ahora hace alusión a la idea de “enemigo”, “adversario” (Goldberg, 1999)
Así le canta el antiguo testamento a la caída en desgracia de este ángel rebelde:
“¿Cómo caíste del cielo, estrella brillante, hijo de la Aurora? ¿Cómo tú, el vencedor de las naciones, has sido derribado por tierra?
En tu corazón decías: ‘Subiré hasta el cielo, y levantaré mi trono encima de las estrellas de Dios, me sentaré en la montaña donde se reúnen los dioses, allá donde el norte termina; subiré a la cumbre de las nubes, seré igual al Altísimo’. Mas ¡ay! has caído en las honduras del infierno, al fondo del sepulcro. Y todos los que te vean, te despreciarán” (Isaías 14:12)
Como señalan estos versos del evangelio parte central del gran pecado de Lucifer fue su pretensión de ser igual o superior a Dios. Todas las virtudes, todas las descollantes características de su personalidad al atribuírselas a sí mismo e inflarse de vanidad y orgullo constituyeron su ruina. Fenómeno no poco usual en aquellos que adolecen (¡adolecen!) de un exceso de belleza, inteligencia, fuerza, u otras características con las que el yo puede identificarse y vanagloriarse para su propia desgracia. ¡Grande fue el pago de Odiseo al vanagloriarse ante Poseidón de su astucia luego de la conquista de Troya gracias a su (¿su?) idea del caballo y no reconocer la intervención y ayuda divina en ello!. La literatura y mitología universal nos llena de ejemplos y lecciones de psicología al narrar estas historias de desafortunados héroes víctima de hybris que un precio en extremo alto debieron pagar ante su arrebato de narcisismo, vanidad y soberbia. No por nada la sabiduría cristiana insiste reiteradamente en el “nada de lo que aquí habita me pertenece” y afirma que todas las virtudes y ‘dones’ provienen del padre y son sólo prestadas temporalmente. Podemos colegir entonces cómo se constela el núcleo de la malignidad en torno a la dimensión del narcisismo, en la medida que implica vanidad, egoísmo y soberbia.
El encuentro con la sombra (y sobretodo con el mal en términos arquetípicos) implica entonces una difícil cuestión para el ego en la medida que llega a conocer, diferenciar, integrar y discernir qué actitudes tomar respecto a estos aspectos de su psiquismo. No es poco frecuente entonces que este encuentro aparezca, psicológicamente hablando, en términos de tentación por el lado oscuro, ya que cuando el yo se hace cargo de sus anteriores proyecciones del mal en el exterior y se enfrenta a estos aspectos dentro de sí, aparece la posibilidad tentadora de rendirse ante la fuerza del arquetipo oscuro. La malignidad supone una lógica en sí misma, se presenta como un camino posible e implica un posicionamiento ético (ya no externo-normativo, sino interno- experiencial) del yo frente a estos contenidos, constituyéndose como un peligroso hito en el camino del autoconocimiento. Una de las grandes metáforas anímicas colectivas sobre el camino de individuación en nuestra época, sobre todo en lo respecto del encuentro del yo-héroe frente a la problemática del mal, la constituye sin duda la trilogía de guerra de las galaxias. El hecho que el llamado arquetípico de Darth Vader a Skywalker de “¡Únete al lado oscuro de la fuerza!”, sea tan masivamente fascinador y atrayente para el contemporáneo neófito, deriva de que en él se constituye un motivo arquetipal, y por tanto numinoso, tan antiguo como el hombre, sobre la tentación inevitable que en algún momento de la vida enfrentamos en el camino de descubrimiento personal. Volvemos aquí entonces a la delicada cuestión planteada ya en el mito de la caída de Lucifer, el tema del poder. La tentación que supone para el yo el contacto con la fuerza arquetípica de lo inconciente (en cuanto puede llegar a identificarse con ella) puede ser arrolladora.
Ilustrando este motivo, tomemos como ejemplo una viñeta clínica tomada de experiencias en estados modificados de conciencia, por ser dramática y simbólicamente ilustrativa de este tipo de vivencia humana:
“(…) Después empezaron a aparecer y materializarse presencias oscuras por la sala, sentí que eran brujos y criaturas oscuras que estaban interfiriendo con los cantos, molestando a los curanderos. Sentía sus voces a mi lado, a veces inteligibles y otras no. Me empezaron a tratar de seducir con el tema del poder y la posibilidad de ser curandero “imagínate que harías con la fuerza que tienes si la usas en este sentido”, sentí mi capacidad destructiva y de influir sobre la gente de mala forma, para mi propio goce, y me asuste porque en algún lugar mío algo le atrajo esa idea. Me daba vértigo enfrentar la posibilidad de aprender de curandero y me daba cuenta de que era algo que mentalmente había estado desechando hace tiempo pero que tenía el deseo de manera latente y se estaba manifestando. En un momento sentí que me pude desmarcar de esa voz que me estaba tratando de seducir elogiándome o hablándome de lo genial y fuerte que era y VI una criatura oscura que me estaba parasitando y que al verse descubierta se enojó y empezó a retorcerse sobre todo cuando me puse a rezar encomendándome… ahí vino una oleada desde lo bajo y empecé a vomitar de una forma que nunca lo había hecho, fue con violencia, con contorsiones y con mucho ruido, tenía ganas de gritarle a esa cosa que se fuera, que me dejara en paz, y vomité con enojo, con repulsión y a parte del vomito salía otra cosa que no era material”.
No es difícil apreciar el motivo arquetípico de esta vivencia cuando la comparamos con la de Cristo en el desierto tentado por el Demonio mismo:
Jesús fue conducido del Espíritu de Dios al desierto, para que fuese tentado allí por el diablo. Y después de haber ayunado cuarenta días con cuarenta noches, tuvo hambre. Entonces, acercándose el tentador, le dijo: ‘Si eres el Hijo de Dios, di que esas piedras se conviertan en panes’. Más Jesús le respondió:’ Escrito está: No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios’. Después de esto le transportó el diablo a la santa ciudad de Jerusalén, y le puso sobre lo alto del templo y le dijo: ‘Si eres el Hijo de Dios, échate de aquí abajo, pues está escrito: Que te ha encomendado a sus Ángeles, los cuales te tomaran en las palmas de sus manos para que tu pie no tropiece contra alguna piedra’. Replicole Jesús:’También está escrito: No tentarás al Señor tu Dios’.
Todavía le subió el diablo a un monumento muy encumbrado y mostrole todos los reinos del mundo y la gloria de ellos. Y le dijo: ‘Todas estas cosas te daré si, postrándote delante de mí, me adoras’. Respondiole entonces Jesús: ‘Apártate de ahí Satanás, porque está escrito: Adorarás al Señor Dios tuyo, y a él sólo servirás’ Con esto le dejó el diablo; y he aquí que se acercaron los Ángeles y le servían (Mateo 4, 1:11)
La metáfora anímica cristiana se relaciona directamente con la experiencia de la tentación, por la lógica del lado oscuro, de inflar y seducir al yo con sucedáneos espirituales de poder, vanidad y gloria. En nuestro primer ejemplo también existe una invitación de hacer un pacto, donde esta en juego el motivo de la venta del Alma al Diablo. Satanás mismo invita a Cristo a un contrato: si le adora inmediatamente tendrá dominio sobre todos los reinos del mundo. En la medida que el yo se subordina y acata la lógica del Mal gana en ‘poder sobre’ satisfaciendo las fantasías narcisísticas de omnipotencia y megalomanía, como nos relata la trágica historia de perdición de Anakin Skywalker. Este mismo motivo anímico es frecuente en la Amazonía, donde abundan los “brujos” y “chamanes negros” que, en su camino en la maestría de los estados alterados de conciencia, acaban “torciéndose” y usando su poder en beneficio de satisfacciones personales egoístas (como se ilustra gráficamente en el relato presentado).
La paradoja de Dios
El desarrollo aquí realizado sobre la problemática del mal nos acerca a una difícil cuestión de tintes metafísicos ¿Existe entonces una naturaleza, una realidad substancial en si misma del Mal? y de ser así, ¿Qué relación tiene esta con Dios? Este delicado tema ha sido abordado prolíficamente en occidente por la teología y el mismo Jung ha escrito mucho al respecto desde su lugar de científico del Alma. Como no podemos abarcar en este artículo, con la profundidad que merece, las preguntas enunciadas, nos bastará una breve referencia esquemática de lo planteado por Jung.
Jung (1951) dirige una incisiva crítica a la concepción cristiana, enunciada desde Orígenes en adelante, de la reducción del mal a una mera privatio bonni , lo que redunda en una pérdida de substancialidad del mal considerado ahora como, simplemente, un bien disminuido (Jung, 1951).
Existiría entonces toda una línea teológica que, en aras de escapar de la Escila del dualismo maniqueo, cayó en la Caribdis de una contradicción lógica insalvable con la negación substancial del mal superpuesta a la realidad dogmática del diablo (Jung, 1951). La declaración de principios metafísica de la iglesia de que el mal no existe substancialmente se encuentra en un línea que va desde Orígenes, pasa por San Basilio el grande y por Dionisio Areopagita, y encuentra su punto culmine en la teología de San Agustín. Dice San Basilio al respecto: “No has de tener a Dios por el causante de la existencia del mal, ni has de engañarte creyendo que existe una sustancia propia del mal… *…+… el mal es una negación del bien (San Basilio en Jung, 1951, p 59) y en el mismo sentido señala San Agustín: “Aquellas cosas que se dicen malas o bien son vicios de cosas buenas, los cuales de ningún modo pueden existir de por sí en ninguna parte de las cosas buenas… Pero también estos vicios mismos dan testimonio de la bondad de la naturaleza. Pues lo que es malo por vicio, precisamente es bueno por naturaleza *…+ El mal no es sino la privación del bien *…+ y por eso puede haber cosas buenas sin mal, como el propio Dios y algunas entidades celestes superiores; pero no cosas malas sin bien” (San Agustín en Jung, 1951, p. 62) Jung para ilustrar la absurdidad del principio de la privatio bonni en términos psicológicos, analoga el argumento metafísico sobre la privación de sustancia del mal con el del calor en relación al frío extremo. De igual forma que se puede señalar que en el frío del ártico de varios grados bajo cero existe algún grado de calor (en la medida que está bien lejos del cero absoluto), es que podemos referirnos a que en el mal encontramos una privación de bondad, aunque quede como una petición de principios eufemística: “Como nosotros, pese a un calor de 230 grados sobre el cero absoluto nos congelamos miserablemente, así también hay hombres y cosas que, siendo creados por Dios, son mínimamente buenos y por ende máximamente malos” (Jung, 1951, p. 64). De esta forma Jung vuelve a hacer énfasis en acotar sus intervenciones en el dominio estrictamente de lo psicológico donde el Mal claramente tiene una realidad anímica en si misma y dista mucho de concebirse como una simple falta de bondad. Pese a esto, Jung ironiza polémico a quien tache su psicología de maniqueísta sobre las contradicciones metafísicas católicas en torno a la reflexión sobre el mal, de las que no alcanza a hacerse cargo: “¿Qué pasa con la eternidad del infierno, de la condenación y del diablo? Teóricamente todo esto debiera consistir en nada, pero ¿cómo se relaciona con el dogma de la condenación eterna? Y, si consiste en algo, difícilmente podría ser un en bien. Entonces ¿dónde está el peligro del dualismo?” (Jung, 1951, p. 72)
La respuesta psicológica a esta temática la presenta Jung con el concepto de Self. Al ser este la imagen arquetípica de la totalidad psíquica incluye dentro de sí tanto los aspectos luminosos como oscuros de lo trascendente. Dicha concepción imaginal la podemos rastrear en las distintas concepciones religiosas de “las dos caras de Dios” presentes tanto en el judaísmo, como en las religiones orientales. Dios como paradoja es impensable para el cristiano clásico quien proyecta en la imago dei solamente los aspectos luminosos benévolos del arquetipo. A esta problemática del Alma intentaron dar respuesta diversas sectas del cristianismos primitivo, quienes concibieron la idea (anímica) del anticristo y también de Satanás como hermano mayor de Cristo como forma de ilustrar la realidad arquetipal del Si mismo (Jung, 1951). Dado que el Self representa esta paradoja arquetípica, donde se da la coniunctio opositorum es que cobran sentido las imagines mitológicas de la relación Dios-Demonio presentes, por ejemplo, en el Libro de Job. En este relato, como en otros similares del antiguo testamento, encontramos a un inquietante e irracional Yahvé que muchas veces es caracterizado con un fiero temperamento, inmoderado en sus pasiones, inundado por furias y celos de origen incomprensibles, que coexisten con sus aspectos luminosos de bondad y misericordias infinitas (Goldberg, 1999)
El Diablo entonces, se constituye como la contrapartida anímica necesaria para la totalidad del símbolo del Self y lo completa en cuanto se opone a la trinidad católica formando la natural representación cuaternaria a que nos tienen acostumbrado los símbolos de la totalidad: “El diablo tiene una personalidad autónoma, libertad y eternidad, y posee estas propiedades metafísicas en común con la divinidad, en tal forma que hasta puede existir contra Dios. Según ello, no es posible negar ya que sea católica la idea de la relación del diablo con la trinidad y aún su pertenencia (negativa) a ésta” (Jung, 1938, p. 100)
Reflexiones al Cierre
El trabajo de integración de la Sombra “Hombre soy;
nada de lo humano me es ajeno”
Terencio
Antes de terminar este artículo con algunas reflexiones en torno al “trabajo terapéutico de la sombra”, nos gustaría ilustrar brevemente cómo esta problemática de índole metafísico en torno a la substancialidad o no substancialidad del mal ha desembocado en dilemas teórico-prácticos al interior del humanismo existencial como corriente psicológica.
La discusión clásica la ilustraron explícitamente Carl Rogers y Rollo May en un intercambio abierto publicado en la revista de psicología humanista de Estados Unidos en 1982. En dicha discusión Rogers replica a May afirmando que el problema de la malignidad se origina a partir de la naturaleza esencialmente buena del hombre, pervertida por experiencias dolorosas en la temprana infancia (Rogers, 1982). Vemos evidentemente aquí presentes rastros de la doctrina del mal como privatio bonni a la que hacíamos alusión hace unos momentos: la naturaleza humana es originalmente buena y el mal es una ausencia o privación del bien. Por su parte, May concibe al mal como inherente a la naturaleza humana, que tiene la potencialidad tanto para el bien como para el mal, y su manifestación depende de cómo encause la fuerza originaria vital, que es neutra en términos valóricos (May, 1982). Importante señalar a este respecto que la teoría del mal como resultado de experiencias traumáticas y dolorosas en la temprana infancia no alcanza a dar cuenta de la variabilidad individual de esta regla, y cómo es que personas expuestas a grandes abusos no desembocan en conductas destructivas y cómo otras, con experiencias calificables dentro de la normalidad, terminan siendo agentes de actos de crueldad y malignidad espeluznantes (Goldberg, 1999).
El trabajo de integración de la sombra es conocido metafóricamente en relación a la imagen del descenso al inframundo y el motivo de la lucha/aceptación del personaje oscuro que encarna el alter ego sombrío. Como primera parte entonces el yo debe poder asumir e integrar dentro de sí los aspectos negativos oscuros anteriormente proyectados en sus prójimos y el mundo. De una u otra forma, la imagen que se nos devuelve es la de un yo que asume y se reconcilia con sus faltas, con sus “pecados”, lo cual por ningún caso debiera confundirse con el entregarse a sus pecados (dejarse poseer por el complejo de la sombra) o “vivir” en ellos (Neumann, 2001).
El primer paso entonces es conocer. Y aquí retornamos a la importancia del personificar en el proceso de relación con lo inconsciente, específicamente ahora aplicado al trabajo de integración de la sombra. Para conocerla debemos nombrarla, y permitir su emergencia en lo conciente de manera personificada. “El personificar no sólo nos ayuda a distinguir sino también nos da la posibilidad de Amar, para imaginar las cosas de manera personal, para que podamos acceder a ellas con el corazón” (Hillman, 1999, p 203). Todo aquello que logramos conocer mediante el personificar nos permite hacerlo inteligible y por tanto amarlo. De ahí la relación arquetípica que se da entre el conocimiento y el amor. Ya que sólo puedo relacionarme amorosamente con aquello que me es conocido. Por el contrario, el desconocimiento es suelo fértil para todo tipo de proyecciones odiosas respecto a un objeto que ahora aparece hostil y amenazante. Esta ley psicológica no es sólo aplicable a las relaciones políticas entre grupos humanos disímiles, como veíamos en un comienzo, sino que también es válida para el dominio de lo intrapersonal.
En la medida que la luz del conocimiento ilumina para poder re-conocer la sombra, el calor del amor permite relacionarse amistosamente con ella. “Que la sombra se convierta en nuestro amigo o en nuestro enemigo depende en gran parte de nosotros mismos *…+ La sombra sólo se hace hostil cuando es desdeñada o mal comprendida” (Von Franz, 1984, p. 175). No por nada la pareja arquetípica de Eros es Psique y la experiencia de la autoaceptación deviene del autoreconocimiento interno. La sombra conocida, es la sombra personalizada y amada interiormente. Como señala Unamuno en relación a este crucial aspecto del conocimiento a través de figuras imaginales de lo inconsciente: “Para amarlo todo, para compadecerlo todo, humano y extrahumano, viviente y no viviente, es menester que lo sientas todo dentro de ti mismo, que lo personalices todo. Porque el amor personaliza todo cuanto ama, todo cuanto compadece *…+ sólo amamos lo que nos es semejante” (Unamuno, en Hillman, 1999, p. 206).
Pertinente aquí es ilustrar este aspecto con otra viñeta clínica del trabajo fenomenológico en primera persona, bajo un estado ampliado de conciencia:
Luego de un tiempo de estar en ese estado, empiezo a sentir la presencia en mí de una energía oscura. Empiezo a verme desde fuera en distintos ángulos, y en distintas ocasiones vitales. Era como tomar conciencia de cada una de las partes de mi dark side. Apareció la impulsividad y el sadismo, apareció la lujuria, la vanidad y van como alumbrando distintas partes de un alter ego que empiezo a ver de frente y luego de perfil. Tenía el pelo largo y una expresión maliciosa en el rostro. Era espeluznante. Aparece el egocentrismo y el orgullo y este alter ego oscuro se hace cada vez más notorio como si saliera de las sombras. Veo entonces el rostro de un chico de mi universidad, compañero de carrera, del que no recuerdo su nombre pero que curiosamente tenía estas mismas características que mi yo oscuro.
Mi actitud ante él había sido primero de sorpresa y luego de curiosidad, aunque esta vez me sentía curiosamente tranquilo, pese a lo inquietante de él. De pronto siento un impulso interno como: “¡Ah! ¡Pelotudo… ven acá y déjame darte un abrazo!”. Y en ese acto de que algo en mi más grande viniera y abrazara y aceptara a ese alter ego oscuro algo en mi interior se desinfla y libera. Y viene como una risa de “y bueno, ¡claro que es así!”. Y estaba todo bien con que fuera de esa forma. Sentía que aparecían unos brazos capaces de contener esto, de abrazar y amar todo lo que ahí viviera… y eso supuso un cambio de foco espontáneo abismal y remecedor.
Desde este lugar es que se nos hace inteligible el ferviente llamado que hace Neumann (2001), apenas concluida la segunda guerra mundial, a hacernos responsables de nuestros aspectos oscuros para así pasar de una antigua ética centrada en la exclusión y proyección del mal-demonio fuera de los límites del individuo, al paso a una nueva ética centrada en el concepto de sombra como clave resolutiva para enfrentar el problema ético en cada ser humano. “La transformación de la actitud hacia la sombra, que es necesaria para curar al enfermo, *…+ no tiene, por consiguiente, nada que ver con el megalómano estar ‘más allá del bien y del mal’. Al contrario, precisamente, el profundo y humilde reconocimiento de la insuperable condición creatural del hombre, *…+ lleva a asumir la propia personalidad aún en lo que tiene de Sombra y de oscuro. En contraste con la dominación del hombre por su Sombra o de la eliminación de la Sombra por medio de la proyección, en el proceso de ‘asunción de la Sombra’ se pone fin al carácter inconsciente de ésta. Y precisamente por eso es benéfico. (Neumann, 2001, p.168)
Para cerrar esta breve reflexión volveremos al punto de partida sobre nuestra condición actual como humanidad frente a la problemática del mal, de la mano del recorrido hasta aquí realizado. Pero esta vez no lo haremos desde una reflexión teórica, sino permitiéndonos compartir imágenes de tinte arquetipal, producidas espontáneamente por lo inconsciente, mientras llevaba a cabo la redacción de este ensayo. Quede este sueño espontáneo, co-ayudante de la escritura consciente de estas líneas, a modo de pregunta y de epigrama final:
Luego llegamos a una base central de operaciones, hay una gran conmoción general y estamos en estado de emergencia planetaria. Hablo con las personas que están organizando la operación a nivel mundial y hay un tipo mostrándonos imágenes satelitales de la tierra. Él nos cuenta de lo que ha pasado: sucede que como humanidad tratamos de expulsar al mal de la tierra, encerrando en una capsula a todos los demonios, espíritus malignos y destructivos, todos los seres demoniacos, para arrojarla al espacio. Pero la operación por algún motivo había fallado y esta capsula quedó muy cerca de la tierra, orbitando en torno a ella. Ahora tenía tal poder que amenazaba con tragársela entera y podía llegar a destruirla. Veía imágenes de una constelación en el cielo a modo de una tormenta gigante, circular, girando sobre la tierra. La fuerza y potencialidad destructiva que tenía era enorme, y estar ante su presencia era realmente ominoso. Hacía que se nos estremecieran hasta los pelos más pequeños del cuerpo y la carne se ponía de gallina. Salían rayos y energía condensada en torno a esta constelación maligna girando sobre nosotros. Realmente era impactante contemplar el ojo de esta tormenta gigante que se cernía sobre la tierra.
Veía a gente unida alrededor del mundo, conmocionada y tratando de ver qué iban a hacer frente a esto. Aparecía la casa blanca y el presidente de Estados unidos con su familia y la casa blanca llena de gente mirando hacia el cielo donde estaba esta constelación maligna. El presidente parece que iba a tomar alguna resolución respecto de cómo íbamos a enfrentar esta situación. Creo que su decisión implicaba alguna forma de auto-sacrificio.
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