En memoria de Richard Wilhelm – Carl G. Jung

CARL GUSTAV JUNG

JungYWilhelm

Carl Gustav Jung (1875-1961), médico psiquiatra y psicólogo, figura clave en la etapa inicial del psicoanálisis. Posteriormente fue el fundador de la escuela de Psicología Analítica. Pionero de la psicología profunda y uno de los estudiosos de esta disciplina más ampliamente leídos en el siglo XX, su abordaje teórico y clínico enfatizó la conexión funcional entre la estructura de la psique y sus manifestaciones culturales. Esto le impulsó a incorporar en su metodología nociones procedentes de la antropología, la alquimia, los sueños. De otra parte, Richard Wilhelm viajó desde muy joven como misionero cristiano a China y allí se inició en el mundo espiritual de oriente. Aunque residió allí desde 1899 hasta 1920, nunca bautizó a un solo chino porque sentía que la misión cristiana era conocer a las personas donde estaban y atender sus necesidades; no convertirlos a una religión extranjera. Tradujo muchas obras de filosofía y religión chinas al alemán, entre otras el I Ching (o I Ging). Jung conoció a Wilhelm en 1920 en la Escuela de Sabiduría en Darmstadt, Alemania, e inmediatamente descubrió que era como una alma gemela y llegaron a ser muy buenos amigos. Según Jung, Wilhelm pudo crear un puente entre Oriente y Occidente. Estas palabras las leyó Jung en mayo de 1930 en Múnich en memoria de Wilhelm, fallecido el 1° de Marzo. Este documento fue tomado de la página webislam.com.

No es tarea fácil hablar de Richard Wilhelm y de su obra, pues nuestros caminos, partiendo de la lejanía, se han cruzado a la manera de los cometas. Ustedes probablemente conocieron a Wilhelm antes de que yo trabara relación con él, y la obra de su vida tiene una extensión que no he sondeado. Tampoco he visto nunca esa China que lo formó primero y luego duraderamente lo colmara, ni me es corriente su lengua, la manifestación espiritual viviente del Este chino. Ciertamente, me hallo como un extraño en las afueras de ese enorme campo del saber y la experiencia donde Wilhelm cooperara como maestro de su profesión. Él como sinólogo y yo como médico jamás habríamos tenido contacto si hubiésemos permanecido especialistas. Pero nos encontramos en la tierra de los hombres, que comienza más allá de los hitos limítrofes académicos. Ahí se halló nuestro punto de contacto, ahí cruzó la chispa que encendió esa luz que había de conducirme a uno de los sucesos más significativos de mi vida. Es, pues, en razón de esa vivencia que me permito hablar de Wilhelm y de su obra, recordando con agradecido respeto a ese espíritu, que creó un puente entre Este y Oeste para legar al occidente la preciosa herencia de una cultura milenaria destinada quizás a declinar.

Wilhelm poseía la maestría que adquiere sólo quien supera su especialidad, y de ese modo su ciencia llegó a ser para él un asunto que concernía a la humanidad -no, no llegó a ser; lo era ya desde el principio, y lo fué siempre. Pues, ¿qué otra cosa lo hubiera podido alejar de tal modo del horizonte estrecho de los europeos, y aun de los misioneros, para que, apenas impuesto todavía del secreto del alma china, presintiera en ella tesoros ocultos para nosotros, y en pro de esta preciosa perla inmolara su prejuicio europeo? Sólo pudo haber sido un sentimiento humanitario que todo abarcase, una grandeza de corazón que presintiese la totalidad, lo que le posibilitó abrirse incondicionalmente a un espíritu hondamente foráneo y poner al servicio de su influjo las múltiples dotes y capacidades de su alma.

Su comprensiva dedicación, más allá de todo resentimiento cristiano, más allá de toda arrogancia europea, es ya por sí sola testimonio de un espíritu raramente grande, pues en contacto con civilizaciones extrañas los mediocres se pierden, ya en ciego desarraigo de sí mismos, o en celo crítico tan falto de comprensión como presuntuoso. Tanteando las desnudas superficies y externalidades de la cultura foránea, no comen de su pan ni beben de su vino, y así nunca entran en la communio spiritus, esa muy íntima trasfusión e interpretración que prepara el nuevo nacimiento.

Por regla, el erudito especializado es un espíritu únicamente masculino, un intelecto para el que la fecundación es un proceso extraño y antinatural; por lo tanto, una herramienta especialmente inapropiada para dar a luz a un espíritu foráneo. Un espíritu más grande, empero, lleva el signo de lo femenino, y le es dada una matriz receptiva y fructífera que posibilita la re-creación de lo foráneo bajo forma conocida. Wilhelm poseía en medida plena el raro charisma de la maternidad espiritual. A ése debía su empatía, hasta aquí inalcanzada, del espíritu del Oriente, que lo capacitó para sus incomparables traducciones.

Considero, como mayor entre sus logros, la traducción y comentario del I Ging. Hasta el momento de conocer la traducción de Wilhelm, me había ocupado durante años con la insuficiente traducción de Legge; en consecuencia, estuve en posición de apreciar la extraordinaria diferencia de la manera más completa. Wilhelm ha logrado hacer resucitar bajo una viviente forma nueva esa vieja obra, en la que no sólo muchos sinólogos, sino también los mismos chinos modernos, no perciben más que una colección de absurdos ensalmos mágicos. Esa obra encarna, como por cierto ninguna otra, el espíritu de la cultura china; los mejores espíritus de la China han colaborado en ella y le han aportado, durante miles de años. No ha envejecido a pesar de su edad legendaria, sino que vive y opera siempre, al menos para aquellos que comprenden su sentido. Y que nosotros pertenezcamos también a esos favorecidos lo debemos a la creativa proeza de Wilhelm. Él nos ha aproximado a esa obra, no sólo merced a un cuidadoso trabajo de traducción, sino también mediante su experiencia personal, por un lado como discípulo de un maestro chino de antigua escuela y, por el otro, como iniciado en la psicología del yoga chino, para quien la aplicación práctica del I Ging era una vivencia continuamente renovada.

Pero con todos esos ricos dones, Wilhelm nos ha también sobrecargado con una tarea cuya magnitud quizás podamos intuir con el tiempo, pero no seguramente abarcar de una ojeada todavía. A quien, como yo, haya tenido la rara fortuna de experimentar, en intercambio espiritual con Wilhelm, la fuerza adivinatoria del I Ging, no le puede a la larga quedar oculto que tocamos acá un punto de Arquímedes a partir del cual puede ser desgoznada nuestra posición espiritual occidental. Ciertamente, no es pequeño mérito esbozarnos un cuadro tan prolijo y colorido de una cultura para nosotros extraña, como el realizado por Wilhelm, pero eso va a significar algo menos comparado también con el hecho de que nos haya inoculado, por encima y más allá de aquello, con un germen viviente del espíritu chino, apropiado para modificar nuestra imagen del universo. No hemos quedado en espectadores únicamente admirativos o únicamente críticos, sino que participamos del espíritu del Este en la medida en que hayamos logrado experimentar la eficacia viviente del I Ging.

La función en que se basa la práctica del I Ging -si se me permite expresarme así- está de hecho, según todas las apariencias, en la más aguda contradicción con nuestra manera occidental, científico-causal, de considerar al mundo. Es, en otras palabras, extremadamente acientífica, sencillamente prohibida, y por ende, apartada de nuestro juicio científico e incomprensible para él.

Hace algunos años me preguntó el entonces presidente de la British Anthropological Society cómo podía yo explicar que un pueblo espiritualmente tan elevado como el chino no hubiese materializado ninguna ciencia. Le repliqué que eso debía muy bien ser una ilusión óptica, pues los chinos poseían una «ciencia» cuyo standard work era precisamente el I Ging, pero que el principio de esta ciencia, como tantas otras cosas en China, es por completo diferente de nuestro principio científico. La ciencia del I Ging, en efecto, no reposa sobre el principio de causalidad sino sobre uno, hasta ahora no denominado -porque no ha surgido entre nosotros- que a título de ensayo he designado como principio de sincronicidad. Mis exploraciones de los procesos inconscientes me habían ya obligado, desde hacía muchos años, a mirar en torno mío en busca de otro principio explicativo, porque el de causalidad me parecía insuficiente para explicar ciertos fenómenos notables de la psicología de lo inconsciente. Hallé en efecto primero que hay fenómenos psicológicos paralelos que no se dejan en absoluto relacionar causalmente entre sí, sino que deben hallarse en otra relación del acontecer. Esta correlación me pareció esencialmente dada por el hecho de la simultaneidad relativa, de ahí la expresión «sincronicidad». Parece, en realidad, como si el tiempo fuera, no algo menos que abstracto, sino más bien un continuum concreto, que contiene cualidades o condiciones fundamentales que se pueden manifestar, con simultaneidad relativa, en diferentes lugares, con un paralelismo causalmente inexplicable como, por ejemplo, en casos de la manifestación simultánea de idénticos pensamientos, símbolos o estados psíquicos. Otro ejemplo sería la simultaneidad, destacada por Wilhelm, de los períodos estilísticos chinos y europeos, que no pueden ser causalmente relacionados entre sí. Si dispusiera de resultados generalmente confirmados, la astrología sería un ejemplo de sincronicidad de máxima importancia. Pero hay al menos algunos hechos suficientemente verificados y confirmados mediante extensas estadísticas, que hacen aparecer el planteo astrológico como digno de la consideración filosófica. (La valoración psicológica está sin más asegurada, pues la astrología representa la suma de todas las nociones psicológicas de la antigüedad.) La posibilidad, de hecho existente, de reconstruir un carácter de modo suficiente a partir de una natividad, prueba la relativa validez de la astrología. Pues la natividad no reposa, empero, de ninguna manera sobre las posiciones estelares astronómicas reales, sino sobre un sistema temporal arbitrario, puramente conceptual, ya que, debido a la precesión de los equinoccios, hace mucho que el punto vernal se ha desplazado del 0° de Aries. En consecuencia, en tanto haya diagnósticos astrológicos efectivamente correctos, no descansan sobre las acciones de los astros, sino sobre nuestras hipotéticas cualidades del tiempo; es decir, en otras palabras, que lo que ha nacido o sido creado en este momento del tiempo, tiene la cualidad de este momento.

Ésa es, al mismo tiempo, la fórmula fundamental de la práctica del I Ging. Como se sabe, se obtiene el conocimiento del hexagrama, que es imagen del momento, mediante una manipulación, basada en el azar más puro, de las varillas del milenrama o de las monedas. Los palillos rúnicos caen tal cual es el momento. La cuestión sólo es: ¿lograron el antiguo rey Wen y el duque de Dschou, nacidos alrededor del año 1000 a. C., interpretar o no correctamente la imagen casual de los palillos rúnicos arrojados? Sobre eso decide únicamente la experiencia.

En ocasión de su primera conferencia sobre el I Ging, en el Club Psicológico de Zurich, Wilhelm demostró, a mi pedido, el método para consultar el I Ging, e hizo así un pronóstico que en menos de dos años se cumplió al pie de la letra y con toda la claridad deseable. Este hecho podrá ser confirmado por muchas experiencias paralelas. No me es aquí, empero, de importancia establecer objetivamente la validez de los enunciados del I Ging, sino que los asumo según lo hiciera mi difunto amigo y, por ende, me ocupo sólo del hecho asombroso de que se haga legible la qualitas occulta del momento de tiempo, expresada mediante el hexagrama del I Ging. Se trata de una relación del acontecer análoga no sólo a la astrología sino esencialmente emparentada con ella. El nacimiento corresponde a los palillos rúnicos echados, la constelación natal al hexagrama, y la interpretación astrológica resultante de la constelación corresponde al texto apropiado al hexagrama.

El pensamiento que se edifica sobre el principio de sincronicidad, y que alcanza su máxima cima en el I Ging, es en suma la expresión más pura del pensamiento chino. Entre nosotros este pensamiento desapareció de la historia de la filosofía desde Heráclito, hasta que percibimos de nuevo, con Leibniz, un lejano eco. Pero no estuvo extinguido durante el intervalo, sino que pervivió en la penumbra de la especulación astrológica y, todavía hoy, permanece en ese nivel.

Toca aquí el I Ging algo que entre nosotros necesita desarrollo. El ocultismo ha vivido en nuestros días un renacimiento que realmente no tiene parangón. Casi oscurece la luz del espíritu occidental. No pienso, con esto, en nuestras academias y sus representantes. Soy un médico, y tengo que ver con gente común. Por eso sé que las universidades han cesado de actuar como fuentes de luz. La gente está saciada de la especialización científica y del intelectualismo racionalista. Quiere oír acerca de una verdad que no estreche sino ensanche, que no oscurezca sino ilumine, que no se escurra sobre uno como agua sino que penetre conmovedora hasta la médula de los huesos. Ese buscar amenaza, en un público anónimo pero amplio, con desembocar en rutas falsas.

Cuando pienso en la proeza y la significación de Wilhelm, me viene siempre a la mente Anquetil du Perron, aquel francés que trajo a Europa la primera traducción de los Upanishads, justo en ese momento en que, por primera vez desde hacía casi mil ochocientos años, ocurría el hecho inaudito de que una Déese Raison derribara de su trono en Nótre Dame al Dios cristiano.

Hoy, cuando en Rusia sucede algo mucho más inaudito que en el París de ese tiempo, cuando en Europa misma el símbolo cristiano ha alcanzado tal estado de debilidad que inclusive los budistas estiman llegado el momento de una misión europea, es Wilhelm quien nos trae del Este una nueva luz. Ésta es la tarea cultural que Wilhelm ha sentido. Él ha reconocido cuánto nos podía dar el Este para la curación de nuestra necesidad espiritual.

No se ayuda a un pobre con que le pongamos en la mano una limosna más o menos grande, a pesar de que así lo desee. Se lo ayuda mucho más cuando le señalamos el camino para que, mediante el trabajo, pueda librarse duraderamente de su necesidad. Los mendigos espirituales de nuestros días están, por desgracia, en exceso inclinados a aceptar en especie la limosna del Este, es decir, a apropiarse sin reflexionar de las posesiones espirituales del Este e imitar ciegamente su manera y modo. Ése es el peligro, sobre el cual no puede prevenirse lo bastante, y que también Wilhelm sintió claramente. La Europa espiritual no es ayudada con una nueva sensación o un nuevo cosquilleo de los nervios. No podemos robar lo que China edificó en miles de años. Para poseer, debemos más bien aprender a adquirir. Lo que el Este tiene para darnos ha de ser para nosotros simple ayuda para una labor que todavía tenemos que realizar. ¿De qué nos sirve la sabiduría de los Upanishads , de qué las penetrantes percepciones del yoga chino, cuando abandonamos nuestros propios cimientos como errores anticuados y nos establecemos furtivamente sobre costas extranjeras como piratas sin patria? La penetrante inteligencia del Este, sobre todo la sabiduría del I Ging, no tienen sentido alguno para quien se encierra frente a su propia problemática, para quien vive una vida artificialmente aprestada con prejuicios tradicionales, para quien se vela su real naturaleza humana, con sus peligrosos subsuelos y oscuridades. La luz de esa sabiduría alumbra sólo en la oscuridad, no bajo la eléctrica luz de los reflectores del teatro de la conciencia y la voluntad europeos. La sabiduría del I Ging ha salido de un trasfondo de cuyos horrores presentimos algo cuando leemos acerca de las masacres chinas, o del sombrío poder de las sociedades secretas chinas, o de la pobreza sin nombre, la suciedad sin esperanza y los vicios de la masa china. Si queremos experimentar como algo viviente la sabiduría de China, tenemos necesidad de una correcta vida tridimensional. En consecuencia, primero tenemos necesidad de la verdad europea acerca de nosotros mismos. Nuestro camino comienza con la realidad europea y no con las prácticas del yoga, que han de alejarnos, engañados, de nuestra propia realidad. Para mostrarnos dignos discípulos del maestro, debemos proseguir en un sentido más amplio el trabajo de traducción de Wilhelm. Así como él tradujo al sentido europeo el bien espiritual del Oriente, debemos nosotros traducir ese sentido a la vida.

Como ustedes conocen, Wilhelm tradujo el concepto central «Tao » por sentido . Sería ciertamente tarea del discípulo traducir a la vida ese sentido , es decir, realizar el Tao . Pero no se crea el Tao con palabras y buenos preceptos. ¿Sabemos exactamente cómo nace el Tao en nosotros, o en torno nuestro? ¿Acaso por la imitación? ¿Acaso por la razón? ¿O por acrobacia de la voluntad?

Sentimos que todo eso es ridículamente inconmensurable. ¿Por dónde comenzaremos, sin embargo, esta primerísima tarea? ¿Estará en nosotros, o con nosotros, el espíritu de Wilhelm si no resolvemos esta tarea bien a la europea, es decir, de manera real? ¿O habrá de ser ésa a la postre una pregunta retórica, cuya respuesta se desvanece en el aplauso?

Miremos hacia el Este. Allí se cumple un destino en exceso abrumador. Los cañones europeos han hecho saltar las puertas del Asia, la ciencia y la técnica europeas, la mundanalidad y la codicia europeas inundaron a China. Políticamente hemos vencido al Este.

¿Saben ustedes lo que sucedió cuando Roma hubo subyugado políticamente al cercano Oriente? El espíritu del Este entró en Roma. Mitra fué el dios militar romano y, del rincón más improbable del Asia menor, vino una nueva Roma espiritual. ¿No sería de pensar que hoy en día sucede algo similar, y que fuésemos tan ciegos como los romanos educados, que se maravillaban de las supersticiones de los Xonoroí? Ha de notarse que Inglaterra y Holanda, las dos potencias coloniales más antiguas del Este, son a la vez las más infectadas por la teosofía india. Sé que nuestro inconsciente se halla pleno de simbolismo oriental. El espíritu del Este está realmente ante portas. En consecuencia, me parece que la realización del sentido, la búsqueda del Tao, se ha hecho ya entre nosotros un fenómeno colectivo, en una medida mucho mayor de lo que en general se piensa. Considero, por ejemplo, el hecho de que se haya solicitado a Wilhelm y al indólogo Hauer un informe sobre yoga para el congreso de psicoterapeutas alemanes de este año, como un signo de los tiempos extremadamente significativo. ¡Reflexiónese lo que significa para el médico práctico, que tiene que ver de modo totalmente inmediato con los hombres sufrientes, y por tanto receptivos, tomar contacto con los sistemas curativos orientales! Penetra así por todos los poros el espíritu del Este, y alcanza los lugares más llagados de Europa. Podría ser una infección peligrosa, pero quizás también sea un remedio. La babilónica confusión de lenguas del espíritu occidental ha engendrado una desorientación tal que cada cual ansía una verdad simple o, al menos, ideas generales, que no hablen sólo a la cabeza sino también al corazón, que den claridad al espíritu que las contempla y paz al inquieto empuje de los sentimientos. Como lo hiciera la antigua Roma, hoy también sucede que importamos de nuevo todas las supersticiones exóticas con la esperanza de descubrir en ellas el remedio correcto para nuestra enfermedad.

El instinto humano sabe que toda gran verdad es simple y, por ende, el débil de instintos supone que la gran verdad existe en todas las simplificaciones y trivialidades baratas o cae, a consecuencia de sus desilusiones, en el error contrapuesto de que la gran verdad deba ser lo más oscura y complicada posible. Tenemos hoy en la masa anónima un movimiento gnóstico que, psicológicamente, corresponde de manera exacta al de hace mil novecientos años. Entonces, al igual que hoy, peregrinos solitarios como el gran Apolonio, tienden los hilos espirituales desde Europa hasta Asia, quizás hasta la India lejana.

Considerado desde tal perspectiva histórica veo a Wilhelm como uno de esos grandes mediadores gnósticos que pusieron en contacto los bienes culturales del cercano Oriente con el espíritu heleno y, con ello, hicieron nacer de las ruinas del imperio romano un nuevo mundo.

Entonces, como hoy, preponderaban lo múltiple, lo trivial, la excentricidad, el mal gusto y la inquietud interior. Entonces, como hoy, el continente del espíritu estaba inundado, de manera que sólo emergían del oleaje indefinido, como otras tantas islas, picos individuales. Entonces, como hoy, se hallaban abiertos todos los desvíos espirituales, y florecía el trigo de los falsos profetas.

En medio de la estrepitosa desarmonía de los cobres y las maderas de la opinión europea, es una bendición escuchar la palabra simple de Wilhelm, del mensajero de China. Obsérvesela: está moldeada sobre el candor vegetal del espíritu chino, que puede expresar lo hondo sin pretensión; deja entrever algo de la simplicidad de la gran verdad, de la sencillez del significado profundo, y trae hasta nosotros el suave perfume de la Flor de Oro. Penetrando con su suavidad, ha implantado en el suelo de Europa una pequeña simiente tierna, para nosotros nuevo presentimiento de vida y de sentido, después de todo el espasmo de arbitrariedad y arrogancia.

Wilhelm tenía, ante la cultura foránea del Oriente, la gran discreción tan poco común para el europeo. No le opuso nada, ningún prejuicio y ningún mejor saber, sino que le abrió corazón y mente. Se dejó asir y formar por ella de modo que, cuando retornó a Europa, no sólo trajo consigo una fiel imagen del Este en su espíritu, sino también de su ser. Ciertamente no logró tan honda transformación sin un gran sacrificio, dado que nuestras premisas históricas son tan distintas de las del Oriente. La acuidad de la conciencia occidental, y su aguda problemática, debía ceder ante la esencia más universal y más impasible del Este, y el racionalismo occidental y su unilateral diferenciación, ante la amplitud y simplicidad orientales. Para Wilhelm, esa modificación significó por cierto no sólo un desplazamiento del punto de vista sino también una redisposición esencial de los componentes de su personalidad. No hubiera podido crear Wilhelm de esa manera consumada la pura imagen del Este, liberada de toda premeditación y violencia, que nos dió, si no hubiera logrado al mismo tiempo dejar que el hombre europeo dentro suyo se retirase al trasfondo. Si hubiera dejado que Este y Oeste se embistieran dentro suyo con inmitigada dureza, no hubiera podido colmar su misión de proveernos una imagen pura de la China. El autosacrificio del hombre europeo era inevitable, e indispensable para el cumplimiento de la tarea del destino.

Wilhelm colmó su misión en el más alto sentido. No sólo nos ha hecho accesibles los muertos tesoros espirituales de la China, sino que también trajo consigo, como ya he detallado antes, la raíz espiritual, viviente a través de milenios, del espíritu chino, y la plantó en el suelo de Europa. Con la consumación de esa tarea, alcanzó su misión la cima y, con ello -desgraciadamente- también su término. De acuerdo con la ley, tan claramente vista por los chinos, de la enantiodromía, del curso contrario, sale del fin el principio de lo opuesto. De este modo, en su culminación, yang pasa a ying y la afirmación es reemplazada por la negación. Sólo durante los últimos años de su vida me acerqué a Wilhelm, y he podido observar cómo, con la consumación de la obra de su vida, Europa y el hombre europeo se le aproximaban más y más, y aun incluso lo oprimían. Y con eso creció en él el sentimiento de que se hallaba ante un gran cambio, ante una transformación, cuya esencia por cierto no le era claramente comprensible. Sólo sabía que se hallaba ante una crisis decisiva. La enfermedad física corría paralela con ese desarrollo espiritual. Sus años estaban repletos de recuerdos chinos, pero eran siempre imágenes tristes y sombrías las que flotaban ante sus ojos, clara prueba de que los contenidos chinos se habían hecho negativos.

Nada puede ser sacrificado para siempre. Todo vuelve más tarde bajo una forma cambiada. Y donde una vez tuvo lugar un gran sacrificio debe existir, cuando lo sacrificado retorna, un cuerpo todavía sano y resistente, para poder soportar las sacudidas de una gran transformación. Por eso una crisis espiritual de tal dimensión significa a menudo la muerte, cuando incide sobre un cuerpo debilitado por la enfermedad. Pues ahora el cuchillo sacrificial está en manos del entonces sacrificado y, de quien fué una vez sacrificador, se exige una muerte.

No he reprimido, como ustedes ven, mis concepciones personales, pues, ¿de qué otra manera me hubiera sido posible hablar de Wilhelm sino diciendo cómo lo he vivenciado? La obra de su vida me es de tan alto valor porque me explicó y confirmó tanto de lo que yo intenté, luché por hallar, pensé e hice a fin de encontrarme con el sufrimiento del alma de Europa. Fué para mí una poderosa vivencia oír a través suyo, en elocución clara, lo que oscuramente alboreaba frente a mí partiendo de las confusiones de lo inconsciente europeo. De hecho, Wilhelm me dió tanto que me parece que hubiera recibido de él más que de ningún otro, por lo cual, también, no siento como presunción ser yo quien deposite en el altar de su memoria toda nuestra gratitud y respeto.

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