Jean Marc Tauszik
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I.-El complejo de poder y la mutualidad destructiva.
Quiero aquí reflexionar sobre la constelización de el complejo de poder en el encuentro sostenido entre el terapeuta y sus pacientes a lo largo del análisis; sobre todo en el ejercicio de un psicoterapeuta ecléctico, formado en diversas disciplinas que no resultan del todo homogéneas a la hora de ser articuladas en la comprensión psicodinámica del paciente, de la subjetividad del terapeuta y del vínculo que resulta del encuentro entre ambos. Quiero hacer la salvedad de que este escrito no pretende de modo alguno ser un punto de llegada, sino más bien un punto de partida sujeto al cambio y hasta a una posible contradicción. El presente trabajo es producto de un discurrir en función del tema que este coloquio propone y de la constante interrogación que la práctica psicoterapéutica (como terapeuta y como paciente) y la supervisión (como supervisor y supervisado) me demandan.
Es cierto que en ocasiones somos conscientes de la necesidad de ejercer algún tipo de poder sobre nuestros pacientes. La angustia e incontinencia ante situaciones que movilizan aspectos no resueltos de nuestro proceso, el miedo ante la posible deserción del paciente, la rabia ante el no cumplimiento de nuestras expectativas, la necesidad de llenar un vacío con nuestro decir cuando se imposibilita el ubicarnos en el espacio del “no saber” y otras tantas situaciones, articulan en nosotros como terapeutas la imposición de un poder más o menos conscientizado que puede ser abordado sobre la marcha en la medida en que nos damos cuenta de ello. Pero me interesa más reflexionar sobre la articulación de un poder que se genera de forma subrepticia y que sólo,a posteriori, podemos observar en la práctica. Me refiero a la elección de un modelo de comprensión sobre ciertos contenidos, fantasías y actitudes del paciente que determinan nuestra idea e interpretación de lo que allí sucede y que se encuentra atrapado en una suerte de contratransferencia que lleva al proceso terapéutico por derroteros que mantienen a ambos, terapeuta y paciente, anclados en conductas neuróticas que no promueven el cambio. Una lectura reductiva o prospectiva ante determinada imagen, un entendimiento que apunte a los aspectos neuróticos o sanos del paciente en función de sus actitudes ante la vida o en la transferencia, la elección de una intervención -bien sea verbal o sobre el cuerpo- ante ciertas situaciones, una interpretación concreta o una amplificación en función de un sueño determinado, la comprensión en un nivel personal o en un nivel colectivo y objetivo de determinada experiencia y el apoyo o la frustración ante ciertas demandas, pueden ser resultado de un intento inconsciente del paciente por permanecer fijado en su visión anquilosada del mundo y de sí mismo. No me refiero aquí a la ignorancia y a la falta de experticia del terapeuta, sino al hecho de ser afectado en sus propios núcleos inconscientes por los propios del paciente; ambos entran así en una interacción que denomino mutualidad destructiva. Esta situación se caracteriza por la fantasía omnipotente del terapeuta de guiar correctamente el proceso terapéutico -a través de sus intervenciones y de su conocimiento psicológico- cuando lo que en realidad sucede es que ambos participantes alimentan, en la interacción, la inconsciencia y la permanencia en las viejas actitudes satisfaciendo narcicistamente las demandas aún no resueltas en el trabajo personal de cada uno. La mutualidad destructiva es un ejercicio de dominio inconsciente que libra a cada uno de los implicados de la posibilidad de confrontarse honestamente con la sombra al tiempo que mantienen la ilusión de que dicha confrontación se realiza. La ecuación personal del terapeuta (sus tipos psicológicos, sus rasgos de personalidad y su formación) está al servicio de “el ansia de poder y el placer de rebajar al paciente” (1) de manera inconsciente. Esta situación comporta una gravedad sin precedentes ya que la función del terapeuta no radica en estancar al paciente desde una ambición de poder inconsciente; poder, que en este caso, consiste en la exacerbación de una sensación de impotencia para lidiar con lo que el paciente trae a sesión. Adolf Guggenbhul-Craig llama la atención cuando señala:“La experiencia me ha enseñado, (…), que un conocimiento en psicología puede refinar el problema de poder, pero de ninguna manera eliminarlo. En realidad, la penetración en materia psicológica puede destinarse al servicio de la sombra de poder, ya que con ella es posible incluso despojar al cliente de su alma.” (2)Más adelante, también puntualiza lo siguiente: “Hay unas pocas reglas para interpretar las proposiciones del inconsciente. Pero, en definitiva, tal interpretación, la interpretación de tan ricas proposiciones, es más bien un arte que un oficio de destreza, y nuestra ecuación personal puede desorientarnos repetidamente hasta el punto de hacernos pasar algo crucial por alto. Existe además la dificultad de que las sugestiones del inconsciente son por norma ambivalentes. Y es el ego quien escoge entre una u otra manera de entenderlas. (…) podemos interpretar el inconsciente de conformidad con nuestros deseos egóticos, podemos malentender el inconsciente” (3)
II.-Aracné y Atenea. El psicoterapeuta y su sombra de poder.
La incapacidad del analista de reflexionar sobre estos tópicos tan cruciales en el ejercicio de su profesión y en el desarrollo de su individuación, me lleva a pensar en el personaje mitológico de Aracné. Si bien esta fábula, relatada por Ovidio en Metamorfosis, refleja de manera general el alcance que tiene en el individuo la desmesura y la prepotencia, pienso que también podríamos encontrar en ella elementos concernientes a la práctica de la psicoterapia y a sus implicaciones más letales.
El talento y la habilidad de Aracné para hilar, tejer y bordar era harto conocido por sus coetáneos. Eran tan hermosos sus tejidos que la misma Aracné se vanagloriaba de tejer mejor que Atenea, cuyo atributo primordial consistía en la confección de tapices. La noticia de su habilidad y de su insinuación llegó a oídos de la diosa por lo que decidió observar personalmente el trabajo de la mortal. Transfigurada en una decrépita anciana, Atenea intentó persuadir a Aracné de que desistiera en su intento de pretender ser mejor que la diosa. La actitud de Aracné persistía a pesar de los consejos de la anciana hasta que esta última, convertida nuevamente en diosa, retó a la mortal para que ambas tejieran su mejor tapiz. Se dispuso dos telares y las rivales comenzaron a trabajar. Atenea diseñó un tapiz en el que los dioses dominaban el Acrópolis de Atenas: Zeus, Poseidón y la misma Atenea desplegando su majestad al tiempo que los humanos que osaban retar a los dioses eran destruidos. Aracné elaboró un tapiz en el que se representaba a los dioses en situaciones comprometidas: Zeus cortejando mujeres, Apolo como humilde pastor y Dionisos inconsciente por la ebriedad. El talento de esta última era innegable, por lo que Atenea, furiosa, increpó a Aracné diciéndole: “¡Teje para siempre, pero puedes estar segura de que tu trabajo, aunque delicado y bello, sólo servirá para despertar horror y disgusto en la humanidad; y, a pesar de lo intrincados y fascinantes que puedan ser tus tapices, sólo lograrás que sean barridos!” (4) Dicho esto, los atributos humanos de Aracné desaparecieron hasta quedar esta convertida en la primera araña que habitó la faz de la Tierra, destinada a tejer para siempre, sin que su trabajo fuese apreciado jamás.(5)
Analisemos ahora las implicaciones de esta imagen para el tema que nos compete en esta ocasión. Hilar, tejer y bordar pueden ser comprendidos como metáforas de la psicoterapia. Hilar la propia vida, tejer una trama y, desde allí, bordar creando al tiempo que somos creados, son imágenes que conectan fluidamente con el suceder analítico. (6) De aquí se desprende la posibilidad de ubicar a Aracné, analógicamente, con el psicoterapeuta imbuido en la mutualidad destructiva.
Observemos brevemente a Atenea, la diosa de la sabiduría. La iconografía clásica la representa con la cabeza de Medusa incrustada en su yelmo. Podemos aproximarnos a Medusa como imagen de los contenidos sombríos que sólo pueden ser reflexionados desde la indireccionalidad: contemplarla de frente petrifica. El escudo de Atenea, su protección, equivale imaginalmente a la capacidad de integrar los contenidos de la sombra a la consciencia. La cabeza de Medusa y el yelmo de Atenea se sostienen como imágenes contradictorias que representan la fusión del instinto y la cultura. La “sabiduría” atenéica es“un proceso llevado a cabo de manera consciente.(…) y esto es lo que hace converger sus ámbitos de influencia divergentes: la diosa enseña a tejer, a trabajar la lana, la carpintería y todas las artes manuales, cuyo éxito depende de la capacidad de tener en mente una imagen de finalidad.” (7) “Walter F. Otto, en su libro Los Dioses de Grecia, llama a Atenea “diosa de la proximidad.” En un significativo contraste, las fuerzas descontroladas de los elementos, donde la fuerza se constituye en derecho, se convierten en territorio de los dioses. Poseidón suministra el caballo; Atenea lo embrida y construye el carro. Poseidón gobierna las olas, mientras que Atenea construye el barco que cabalga sobre ellas. (…) el don de la diosa a Atenas no es el manantial de agua salada que brota de las profundidades de la tierra, que fue el regalo de Poseidón, sino el olivo primorosamente cultivado, cuyo aceite era el galardón que se otorgaba en sus fiestas” (8)
Hablemos ahora de la desmesura de los mortales que se equiparan a los dioses, situación muy bien conocida para los antiguos griegos, quienes la denominaronHybris. Desde una perspectiva psicológica, Hybris implica la imposibilidad del ego de diferenciarse de ciertos contenidos de lo inconsciente. La equiparación de Aracné con el atributo de Atenea significa su incapacidad de entender su poder y su talento como una manifestación arquetipal. Aracné no rinde culto a Atenea, no asume este atributo como un aspecto de su propio inconsciente que modula y rige su existencia. El ego de Aracné se encuentra poseído, intenta igualarse a la diosa, de la misma manera en la que el terapeuta que, identificado con su rol, no es capaz de diferenciarse de su sombra. Es la sombra de poder del terapeuta la que promueve la mutualidad destructiva. El poder, en una especie de autoridad benevolente, invade a la personalidad del terapeuta y, así, constriñe y esteriliza la vida del paciente y la suya propia.
La decrépita anciana podría ser leída, en este contexto, como una epifanía del arquetipo del Sénex, del viejo sabio, es decir, como un espacio propicio para la reflexión que conecta con la realidad de la sombra. En un bajorrelieve de mármol del año 480 A.C. aprox. observamos a Atenea apoyada sobre su cayado en actitud de duelo por los muertos cuyos nombres aperecen inscritos en una estela de piedra. Esta imagen sugiere una intensa reflexión interna que conecta con los movimientos psicológicos propios del Sénex y que contrastan con la puerilidad de Aracné.
La mortal posee un talento innegable, pero éste se pone al servicio de la trivialización. La elaboración del tapiz por parte de Aracné no sólo es una ofensa para los dioses dado el contraste que existe entre su diseño y el de Atenea, sino que implica, a su vez, una dificultad para tomar en serio la majestad de los Olímpicos. Así también, el psicoterapeuta imbuido en el complejo de poder e inserto en la mutualidad destructiva observa las manifestaciones arquetipales de manera superficial, anecdótica y trivial. El paciente es, así, despojado de su alma y la parálisis se adueña de su vida. El psicoterapeuta se transforma, de esta manera, en un arácnido que inmoviliza a sus desprevenidas víctimas y se nutre narcicistamente de ellas. Este es uno de los aspectos vicariantes y parasitarios de la sombra de poder en el psicoterapeuta. Mientras que Aracné representa el ejercicio del poder desprovisto de contacto con sus raices arquetípicas, Atenea simboliza el poder como posibilidad, como potencialidad orientada finalistamente. La desmesura de Aracné y, por supuesto, la del terapeuta convocan, a su vez, la presencia de Némesis, la “Venganza Divina”, que, como las Erinias, es el poder encargado de suprimir toda prepotencia que tienda a trastornar un orden ya establecido por los dioses.
III.- Hacia una mutualidad creativa.El encuentro analítico exige irremediablemente el cambio y la transformación del alma tanto en el paciente como en el terapeuta. Pero la mutualidad destructiva se caracteriza, primordialmente, por señalar el rechazo inconsciente al dolor que el crecimiento produce en el terapeuta con respecto a la situación vital de su paciente, generando una fusión de los núcleos narcicistas de este último con los del primero. (9) Lo que está en juego en la mutualidad destructiva es la polaridad yo/otro, es decir, la imposibilidad, por parte del analista, de aceptar la realidad de la existencia de una entidad separada de él, que no está allí para validar sus fantasías de poder ni de conocimiento (fantasías que el analista necesita confirmar desde sus aspectos narcicistas y omnipotentes). El terapeuta poseso por la mutualidad destructiva deslumbra a sus pacientes haciendo uso de intervenciones e interpretaciones que mantienen a este último anclado a sus antiguas premisas, mientras que él, dominado por su deseo de poder, percibe a su paciente como un apéndice de sí mismo. En esta circunstancia, el terapeuta interpreta y señala inmerso en el secreto anhelo y en la oculta distorsión de su paciente, y cree que apunta a lo esencial del proceso de su analizado a la vez que produce una inflación en la imagen de sí mismo. Diría Jung que en esta situación tan delicada el terapeuta se encuentra en una participation mystique. Asistimos, así, a un evento en el que el terapeuta impone sus concepciones y desconoce las del otro en un avasallante despliegue narcicista.
Sabemos, a partir de las investigaciones de Heinz Kohut (10), que nuestra psique oscila entre dos dimensiones siempre presentes en la experiencia con los demás y que operan continuamente entre el nacimiento y la muerte del sujeto. La primera, la dimensión del objeto-self, implica una profunda necesidad de afirmación, de admiración y de conexión simbiótica con los otros desde una dependencia que tiende a la maduración en ciertas condiciones (11). La segunda se basa en la experiencia con otros a los que se percibe separados de sí, siendo los otros también necesarios aunque de una forma distinta. La importancia de esta concepción del hombre radica en la necesidad de determinar cuál de estas dos dimensiones se encuentra como figura en la experiencia del individuo y cuál se mantiene en el fondo en cada situación. La literatura psicoanalítica ha puesto el énfasis en la situación del paciente descuidando al analista que, también como un ser que lidia con sus vicisitudes en un proceso sostenido, padece de momentos de desorganización que operan desde sus propios complejos inconscientes.
Desde una perspectiva sana, la instrumentación del proceder analítico desde la dimensión del objeto-self en el terapeuta posibilita la situación de colocarse en el lugar del paciente y de, así, captar su experiencia desde su punto de vista. Este enfoque fue denominado por Kohut como inmersión empática e introspección vicaria y llegó a ser para él la característica definitoria de la metodología analítica. (12) Ya en 1945, Melanie Klein en su artículo “El complejo de Edipo a la luz de las ansiedades tempranas”, describe una situación basada en sentimientos amorosos en la que el infante -Ricardo- se coloca en el lugar del padre con el objetivo de evitar su destrucción y lo transforma en un niño satisfecho y gratificado evitando, así, sus sentimientos de envidia. En este caso, los procesos naturales de identificación promueven la plasticidad y el crecimiento mental, configurando la posibilidad de ubicarse en el lugar del otro a través de los impulsos amorosos. Ahora bien, el reverso de esta situación, es decir, la mutualidad destructiva, comporta una rigidez en la que se implican los componentes destructivos y el complejo de poder de un terapeuta incapaz de acceder a la potencia que lo constituye. Pensar en términos de una mutualidad creativa exige que el terapeuta se confronte de forma honesta, erótica, crítica y -las más de las veces- dolorosa con sus propios complejos, sobre todo con los de poder, al tiempo que exige que el terapeuta sea capaz de ubicar los aspectos sanos de su personalidad, aquellos en los que puede hacer palanca para salvaguardarse de los avatares que la práctica analítica le propone. La mutualidad creativa es un acto de empatía y de sinceridad -intrapsíquica e interpersonal- desde el cual el hacer consciencia se propone como un horizonte compartido.
Muchas Gracias.
NOTAS DE PIE DE PÁGINA
(1) Guggenbhul-Craig, Adolf (1971), Poder y Destructividad en Psicoterapia.
(2) Guggenbhul-Craig, Adolf, Op. Cit.
(3) Guggenbhul-Craig, Adolf, Op. Cit.
(4) Greene, Liz. ,Sharman-Burke, Juliet (1999), El Viaje Mítico.
(5) Algunas versiones del mito sugieren que Aracné, presa de la desesperación, intenta ahorcarse infructuosamente del extremo de uno de los hilos de su tapiz desde donde posteriormente fue convertida en araña.
(6) Debo a mi colega, la Lic. Nancy Sarquis, esta hermosa amplificación desarrollada en su contribución titulada “Los Hilos Perdidos. La Imagen del Tejido en Psicoterapia” presentado en el Congreso Venezolano de Psicoanálisis. Caracas. Junio de 2005.
(7) Baring, Anne. ,Cashford, Jules (1991), El Mito de la Diosa. Evolución de Una Imagen.
(8) Baring, Anne. ,Cashford, Jules, Op. Cit.
(9) Vienen al caso las palabras que Gonzalo Himiob constantemente me señalaba en mi análisis: “Uno tiene los pacientes que necesita.”
(10) Kohut, Heinz (1971), Análisis del Self. El Tratamiento Psicoanalítico de los Trastornos Narcicistas de la Personalidad.
(11) La dimension del objeto-self se encuentra desarrollada con anterioridad en la contribución, efectuada en los años ´50, de Erich Neumann, quien en su texto The Child la denominó estadio urobórico, enmarcándola en el proceso relacional del infante con la madre.
(12) Kohut, Heinz (1959), Introspection, Empathy and Psychoanalysis.