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1.1.4. ¿Se trata de la verdad de unos hechos?
El cuarto de los dilemas que genera la autobiografía al lector tiene que ver con la tentación de buscar la comprobación de la “verdad” de la historia contada. Por un desliz de curiosidad detectivesca el lector puede caer en la búsqueda de pruebas sobre los hechos relatados, lo cual puede responder al tipo de contrato implícito realizado entre autor y lector de una obra que se presenta como autobiográfica. Lejeune (1991) considera que en este caso se establece un pacto autobiográfico. Aquí aparece entonces en el lector una fuerte tendencia a la infructuosa verificación histórica de los hechos y acontecimientos relatados por el autor en primera persona o partir de otros recursos narrativos. La crítica sostiene que la autobiografía es un género que produce con fuerza la ilusión de la “referencialidad”, ya que pareciera que hace referencia a una vida real, a unos hechos ocurridos y en esa medida se distancia de la ficción.
Paul de Man caracteriza la dinámica de este dilema y sostiene que nosotros los lectores asumimos inicialmente que la vida produce la autobiografía, pero sugiere si más bien no sucede lo contrario, es decir, que es el mismo proyecto autobiográfico el que determina la vida; en este sentido se pregunta: “¿es el referente el que determina la figura o al revés?, ¿no será que la ilusión referencial proviene de la estructura de la figura, es decir, que no hay clara y simplemente un referente en absoluto, sino, algo similar a una ficción, la cual, sin embargo, adquiere a su vez cierto grado de productividad referencial?” (De Man, 1991, p. 113).
No hay entonces para De Man un referente previo al texto, sino que es precisamente el proyecto autobiográfico el que configura el referente que en este caso es la vida narrada. En este sentido, podemos decir que no es que haya una vida y una autobiografía separadas, sino que es más bien la autobiografía misma la que configura esa unidad llamada vida. Por ello, podríamos ahora preguntarnos: ¿no será que más bien hay en la autobiografía algo parecido a una ficción, la cual adquiere cierto grado de productividad referencial sobre la vida del escritor/a? Para Paul de Man, la polaridad entre ficción y autobiografía es indecidible, lo cual nos conduce necesariamente a no verlas como contrapuestas.
En la lectura de la autobiografía se hace necesario reconocer la inútil búsqueda de la veracidad de los hechos, y con ello se pueden entonces encontrar otros tipos de verdad más cercanos a la subjetividad del autor o del personaje que ofrecen la posibilidad de reconciliarnos con el propio pasado. Por eso, siguiendo a Gusdorf, podemos decir que “la significación de la autobiografía hay que buscarla, por lo tanto, más allá de la verdad y la falsedad, tal como las concibe, con ingenuidad, el sentido común” (Gusdorf, 1991, p. 15). Así la relación entre el mundo de los hechos vividos y el de la construcción de las imágenes con las que el escritor trabaja, al evocar su vida, no es ni puede ser de identidad en el sentido de igualdad, sino de analogía.
Siguiendo en este punto a Sylvia Molloy, podemos concluir que la relación entre la autobiografía y la vida narrada es más compleja que la que solemos indicar de manera inmediata en nuestras valoraciones sobre la supuesta fidelidad de un texto autobiográfico:
La autobiografía es siempre una re–presentación, esto es, un volver a contar, ya que la vida a la que supuestamente se refiere es, de por sí, una suerte de construcción narrativa. La vida es siempre, necesariamente, relato: relato que nos contamos a nosotros mismos, como sujetos, a través de la rememoración; relato que oímos contar o que leemos, cuando se trata de vidas ajenas. Por lo tanto, decir que la autobiografía es el más referencial de los géneros –entendiendo por referencia un remitir ingenuo a una “realidad”, a hechos concretos y verificables– es, en cierto sentido, plantear mal la cuestión. La autobiografía no depende de los sucesos sino de la articulación de esos sucesos, almacenados en la memoria y reproducidos mediante el recuerdo y su verbalización. (Molloy, 1991, p. 16).
En la vida cotidiana estamos normalmente acostumbrados a la primacía de la verdad y los hechos sobre otras manifestaciones de la cultura, los saberes y lo humano; pero cuando queremos abordar los confines más íntimos de la existencia, nos topamos con que las cosas no se presentan así como a primera vista aparecen, pues siempre hay en ellas aspectos que sólo salen a la luz tras haber sido recreados una y otra vez. Necesariamente estamos abocados al relato; tal vez ésta es la verdadera fuente antropológica de todo ejercicio narrativo.
En este sentido, Gusdorf considera que “la anécdota resulta simbólica: en el caso de la autobiografía, la verdad de los hechos se subordina a la verdad del hombre, pues es sobre todo el hombre lo que está en cuestión. La narración nos aporta el testimonio de un hombre sobre sí mismo, el debate de una existencia que dialoga con ella misma, a la búsqueda de su fidelidad más íntima” (Gusdorf, 1991, p.15).
En su trabajo como escritora Elena Poniatowska asume de manera magistral la tensión entre realidad y ficción; la autora nunca ha pretendido desestimar la impronta de la realidad sobre su obra ni tampoco renunciar a la fuerza de la ficción. Esta situación también se ve reflejada en su obra La “Flor de Lis”, que precisamente fue publicada como una novela y no como la autobiografía de su autora. Esto nos permite reconocer una cierta apuesta típica de la escritora por no entramparse en un relato autobiográfico limitado a la alusión explícita de unos acontecimientos ocurridos. De hecho, relativizar los límites entre la realidad y la ficción ha sido algo propio de la escritora.
Como lo comenta Jörgensen, “una de las características más sobresalientes de la escritura de Poniatowska es su tendencia a borrar los límites estilísticos y temáticos entre los discursos de ficción y de no–ficción. La fuerte conexión entre su práctica como periodista y la escritura de literatura de ficción supone un reto para nuestras nociones de documento, de imaginación y del papel del escritor en la producción de cualquier texto” (Jörgensen, 1990, p. 507).
Si bien la novela La “Flor de Lis” hace referencia a unos datos biográficos que coinciden con aspectos conocidos de la infancia y juventud de la escritora, lo más importante de la narración no radica en esto, sino en lo que nos revela del mundo interior de su protagonista: Mariana.
1.2. La autobiografía: una búsqueda de la verdad interior
Teniendo en cuenta los aspectos que hemos indicado anteriormente sobre los dilemas y paradojas que marcan el ejercicio autobiográfico, podemos afirmar ahora que la autobiografía es ante todo la búsqueda desde un presente de aquello más íntimo que se reconstruye y restaura, así como se crea, con el recuerdo y su escritura. La experiencia autobiográfica es entonces un encuentro consigo mismo a través de la palabra. En ese sentido la autobiografía no es valiosa tan solo por lo que cuenta, sino sobretodo por los caminos que abre. Así, podemos decir que la autobiografía es ese reflejo arrojado desde la exploración misteriosa de sí mismo, que invita a sumergirse en las honduras más íntimas de nuestra propia alma.
Por esta razón, Gusdorf considera que “la intención consustancial a la autobiografía, y su privilegio antropológico en tanto género literario, se muestran así con claridad: es uno de los medios del conocimiento de uno mismo, gracias a la reconstitución y al desciframiento de una vida en su conjunto” (Gusdorf, 1991, p. 13). El autor introduce así un importante aspecto de la autobiografía al considerarla como un camino de salvación personal. Formula tres niveles que se entrecruzan en la autobiografía y que se deben tener en cuenta para su adecuada comprensión: en un primer nivel encontramos su función histórica; en segundo lugar su función literaria artística, y, en tercer lugar su significación antropológica. Teniendo en cuenta este tercer nivel, tenemos que reconocer “la necesidad de un segundo tipo de crítica, que, en lugar de verificar la corrección material de la narración o de mostrar su valor artístico, se esfuerce en entresacar la significación íntima y personal, considerándola como el símbolo, de alguna manera, o la parábola, de una consciencia en busca de su verdad personal, propia.” (Gusdorf, 1991, p. 16).
Es precisamente en este sentido de significación personal e íntima que encontramos un especial interés en el estudio de las autobiografías y más específicamente en el de la novela La “Flor de Lis”, que nos permite particularmente adentrarnos de manera profunda en la construcción del mundo interior de Mariana, quien narra desde su voz infantil y juvenil. Este personaje creado por Elena Poniatowska comparte con ella aspectos de su historia de vida. Sin embargo, es infructuoso considerar, como ya se ha planteado antes, que esta novela autobiográfica tenga una exacta referencia a la vida de la autora, aunque sí podemos afirmar, que en la novela se busca indagar en la interioridad de un personaje anclado en un contexto familiar y cultural determinado, buscando reconocerse desde el mundo de la infancia. Por ello, se hace visible aquí la función de la autobiografía de ayudar a reunir elementos dispersos de un destino para dilucidar los sentidos que ha tenido una vida.
Ahora bien, los estudios teóricos de la autobiografía abordados en los dilemas presentados anteriormente hacen evidente que la oposición autobiografía-ficción es de por sí una paradoja irresoluble. En esta perspectiva Gusdorf permite relativizar los linderos entre éstas, lo cual nos ayuda a adentrarnos en la pregunta sobre la novela La “Flor de Lis”, pues desde una perspectiva de opuestos (autobiografía-ficción) se podría suscitar el interrogante sobre los límites de su carácter autobiográfico. Al respecto el crítico comenta:
Resulta necesario admitir, por consiguiente, una especie de inversión de perspectiva, y renunciar a considerar la autobiografía a la manera de una biografía objetiva, regida únicamente por las exigencias del género histórico. Toda autobiografía es una obra de arte, y, al mismo tiempo, una obra de edificación; no nos presenta al personaje visto desde fuera, en su comportamiento visible, sino la persona en su intimidad, no tal como fue, o tal como es, sino como cree y quiere ser y haber sido. (Gusdorf, 1991, p. 16).
Aquí en esta inversión se pone de manifiesto la importancia que tiene lo autobiográfico en relación con el aspecto, denominado por Gusdorf, antropológico y artístico, antes que por su carácter histórico, que puede ser una tendencia inicial e ingenua frente al estudio de textos autobiográficos. Al entrar entonces en ese territorio de los significados humanos, tan propio de lo autobiográfico, es inevitable encontrarse con la palabra simbólica que trata de expresar lo inasible y misterioso de la experiencia de vivir.
Gusdorf considera a la autobiografía como un cierto camino hacia lo más interior de nosotros mismos, pues “al dialogar consigo mismo, el escritor no busca decir la última palabra, la cual cerraría su vida; se esfuerza solamente por acercarse un poco más al sentido, siempre secreto e inalcanzable, de su propio destino.” (Gusdorf, 1991, p. 17) Esta búsqueda de sentido que se expresa en el ejercicio autobiográfico está conectada con la ancestral búsqueda humana de otorgar sentido a la existencia a través de los mitos. De esta manera, podemos muy bien articular la historia de la humanidad narrada en los mitos con la historia de una persona narrada como trama –tejido– vital en un texto autobiográfico. Lo que hace el sujeto autobiográfico es entonces desentrañar, es decir, crear un propio mito interior.
1.2.1. Hacia el descubrimiento del mito interior
Lluís Duch profundo estudioso de los universos míticos, en su libro Mito, interpretación y cultura dedica un aparte específico a abordar la relación entre el mito y la experiencia autobiográfica. A partir de sus investigaciones en torno a la naturaleza del mito sostiene, sin rodeos, por un lado, que “el mito es una parte inalienable de nuestra biografía más íntima e indestructible, porque nuestras <historias> acostumbran a ser nuestras fabulaciones para uso personal, y, por otro, sostener que nuestra biografía contiene una mezcla, a menudo muy difícil de distinguir, de elementos <míticos> y de elementos <lógicos> no es otra cosa que poner de relieve nuestra íntima naturaleza de seres mito-lógicos” (Duch, 1998, p. 29).
En esta misma dirección de revindicar la dimensión mítico-antropológica de la autobiografía, Gusdorf comenta al referirse a la tarea de la autobiografía de reunir elementos que están dispersos de un destino para justificar que ha valido la pena vivir, lo siguiente: “Existe, entonces, una disparidad considerable entre la intención confesada de la autobiografía –re-trazar simplemente la historia de una vida– y sus intenciones profundas, orientadas hacia una suerte de apologética o teodicea del ser personal. Esta disparidad permite comprender las perplejidades y las antinomias de este género literario” (Gusdorf, 1991, p. 14). En este sentido, podemos nosotros afirmar ahora que en dicha apologética lo que precisamente se busca no es más que el tejido de un mito interior. Este tejido es realmente un dar palabra a nuestra más profunda interioridad. Por esta razón, Duch de una manera acertada, considera que:
El mito nos dice a pesar nuestro por qué, en el fondo, nuestra biografía no es una construcción objetiva, fría, aséptica, sino que al contrario, se trata de una narración plagada de modulaciones y características narrativas muy diversas, donde el deseo, las ilusiones, la bondad, la mentira, los sueños y la realidad se mezclan y se <conjugan irregularmente> en unas proposiciones que, casi siempre, resultan imposibles de discernir. Hay una inalienable dimensión mítica en todo ser humano, justamente porque las posibilidades reales de la existencia humana permanecen siempre escondidas y, además, son infinitamente superiores a aquello que se puede tematizar conceptualmente, percibir históricamente y experimentar en cada momento concreto. (Duch, 1998, p. 28).Es así como el ejercicio autobiográfico de contar la propia vida puede ser comparado con una suerte de arqueología de sí mismo, que responde a una inquietud básica sobre la búsqueda de nuestros orígenes y nuestros destinos más íntimos: ¿de dónde vengo? ¿Para dónde voy? Son profundas y ancestrales preguntas humanas (2). En ese sentido, la “verdad” de la historia relatada en un texto autobiográfico podría compararse con la “verdad” de las historias contadas en los mitos de los pueblos humanos. Carl Gustav Jung, estudioso de las profundidades del alma humana, precisamente refiriéndose a la narración de mitos en el libro El hombre y sus símbolos, afirma que desde la antigüedad los hombres construyeron historias a partir de las tradiciones arcaicas de sus pueblos, de sus reyes y jefes, que luego convirtieron en mitos. Así describe su proceso de construcción:
Los mitos se remontan a los primitivos narradores y sus sueños, a los hombres movidos por la excitación de sus fantasías. Esa gente no era muy distinta de la que, generaciones posteriores, llamaron poetas y filósofos. Los primitivos narradores no se preocupaban del origen de sus fantasías; fue mucho tiempo después cuando la gente empezó a preguntarse de dónde procedía el relato. Sin embargo, hace muchos siglos, en lo que ahora llamamos “antigua” Grecia, la mente humana estaba lo bastante adelantada para sospechar que las historias de los dioses no eran más que arcaicas tradiciones exageradas acerca de reyes y jefes hacía mucho tiempo enterrados. Los hombres ya adoptaban la opinión de que el mito era muy improbable que significara lo que decía. Por tanto trataron de reducirlo a una forma comprensible en general. (Jung, 1979, p. 90)
Encontramos así que los mitos, al igual que las narraciones autobiográficas, movilizados por la necesidad humana de dar sentido a la existencia, manifiestan algo distinto a su expresión literal, ya que al ser simbólicos tienen más de un significado, es decir, no tienen un carácter cerrado sino que se pueden desplegar en múltiples matices. Hablar de los orígenes y de los significados que conferimos a la vida nos remite entonces al terreno de los mitos, entendidos éstos como elaboraciones tanto colectivas como interiores para responder tentativamente a las preguntas fundamentales de la existencia humana. Los mitos son entonces historias que nos contamos para dotar de sentido las principales experiencias humanas dentro de un sistema de significaciones compartidas (3). De ahí el interés de aproximarnos a la autobiografía como se hace ante un relato mítico. Tal como lo comprendió y lo expresa Carl Gustav Jung en el prólogo de su propia autobiografía: Recuerdos, sueños, pensamientos; para la lectura e interpretación de textos autobiográficos es de gran ayuda abordarlos como el tejido de un mito interior. Jung comenta en relación con el proyecto emprendido de configurar una autobiografía:
Lo que es según la intuición interna y lo que el hombre parece ser sub specie aeternitatis se puede expresar sólo mediante un mito. El mito es más individual y expresa la vida con mayor exactitud que la ciencia. La ciencia trabaja con conceptos de término medio que son demasiado generales para dar cuenta de la diversidad subjetiva de una vida individual.
Así pues, me he propuesto hoy a mis ochenta y tres años, explicar el mito de mi vida. Sin embargo, no puedo hacer más que afirmaciones inmediatas, sólo <contar historias>. Si son verdaderas no es problema. La cuestión consiste solamente en si este es mi cuento, mi verdad. (Jung, 2002, p. 17).
Al igual que en los mitos, lo esencial del relato autobiográfico no está en los eventos, personas o hechos en sí mismos, sino en la conexión interior que se establece con éstos, en la intención de expresar a partir de ellos “mi cuento, mi verdad”. Consideramos que en ese mismo sentido Gusdorf habla de la dimensión antropológica de la autobiografía como descubrimiento de una verdad interior que permite brindar sentido a la vida. De esta manera, lo que se construye en una autobiografía más que una historia de acontecimientos, experiencias y hechos vividos, es el trazado del mito interior de la propia vida, y en ese sentido es el encuentro con una verdad más íntima y personal. El asunto de la “verdad” en la autobiografía queda entonces sujeta al universo de sentido que le brinda a quien narra.
En esta misma línea, el psicólogo junguiano Ira Progoff muestra cómo la escritura autobiográfica –particularmente en su propuesta del desarrollo de un Diario Intensivo– permite vislumbrar los hilos conectores que subyacen al recorrido de una vida, y lo describe como la revelación de un mito interior que no es del todo conocido para la persona misma. Al respecto Progoff hace referencia al proceso gradual de la escritura autobiográfica que va mostrando el sentido de la propia vida en los siguientes términos:
Encontramos un hilo conector que se ha venido formando debajo de la superficie de nuestras vidas, llevando el significado que ha tratado de establecerse por sí mismo en nuestra existencia. Ésta es la continuidad interior de nuestras vidas. En la medida que lo reconocemos y nos identificamos con él, podemos ver un mito interior que ha estado guiando nuestras vidas aunque sea desconocido para nosotros mismos. (Progoff, 1992, p. 14) (4)
La escritura autobiográfica empieza a revelarnos una cierta continuidad –que estaba incluso velada para nosotros mismos– de la corriente móvil de la vida.“Cada uno tiene una mitología personal que la autobiografía nos ayuda a descifrar” (Duccio, 1999, p. 92). Acercarnos así a la comprensión del sentido que han tenido los mitos para la existencia humana, nos ayuda a adentrarnos en la lectura de un texto autobiográfico como revelación de un mito interior. Mito y autobiografía son entonces dadores de sentido para la existencia humana; y, en cuanto tales, distan de ser solamente manifestaciones descriptivas de hechos o acontecimientos de comunidades o de individuos.
De esa manera es muy poco probable que los textos autobiográficos hagan exacta referencia a los hechos de una vida ya vivida, sino que más bien son la construcción de una narración que permite revelar el mito interior de un sujeto en la búsqueda por dotar de significado a su vida.
En este sentido, podemos decir ahora que lo que se construye en la autobiografía es un “relato mítico” de la propia trama vital. Esto es cierto independiente de la forma narrativa en la que se exprese el ejercicio autobiográfico, pues esta es la situación esencial que caracteriza al trabajo de auto observación de sí mismo que se da en dicho ejercicio. Por todo esto, podemos considerar ahora, siguiendo a Gusdorf, que:
El privilegio de la autobiografía consiste, por lo tanto, a fin de cuentas, en que nos muestra no las etapas de un desarrollo, cuyo inventario es tarea del historiador, sino el esfuerzo de un creador para dotar de sentido su propia leyenda… La creación artística es una lucha con el ángel, en la que tanto el creador como su enemigo están seguros de vencer. El creador lucha contra su sombra, con la única seguridad de que jamás la podrá apresar. (Gusdorf, 1991, p. 17).
Así como el contenido de un sueño o de un mito es simbólico, el contenido de una autobiografía también lo es y, por tanto, conduce a más de un significado. La lectura simbólica puede resultar incómoda para la mente consciente, pero si ésta no se alimenta del substrato inconsciente que origina lo simbólico, pierde su fuerza y significado la trama vital que intenta ser expresada.
Por eso, pareciera más apropiado en el estudio de autobiografías, leer los hechos no de una manera unívoca y literal, sino más bien simbólicamente desde las representaciones arquetípicas que tejen la trama vital que intenta ser comprendida, es decir, como representaciones personales de experiencias humanas más universales.
1.2.2. Los arquetipos: entre lo interior y lo colectivo
Como lo hemos indicado en el punto anterior, si bien la lectura simbólica de una autobiografía implica el ingreso a un mundo interior, a la vez nos pone en contacto con experiencias universales de la existencia humana. Así pareciera que la autobiografía es un género en el que prevalece la experiencia individual sobre la colectiva, sin embargo, lo que encontramos es que cuando habla desde lo interior de un ser humano probablemente muestre también experiencias humanas más comunes y universales. En lo más profundamente interior está también lo universal. Por eso, nos resulta tan fascinante la lectura de autobiografías, pues a través de ellas hacemos eco de nuestra propia vida. No es tan importante que las particularidades de la historia narrada se asemejen a nuestra vida, pues más allá de las diferencias en las experiencias particulares hay una fuente común de la que se nutre toda vida. Esa fuente común fue objeto de estudio de Jung a partir de su concepción de los arquetipos del inconsciente colectivo.
En la psicología profunda el concepto de arquetipo fue introducido por Carl Gustav Jung, para designar los contenidos originarios y constitutivos del inconsciente colectivo que son comunes a toda la humanidad. Como lo plantea Robert Johnson en su libro Inner Work, la idea de los arquetipos psicológicos ha tenido una amplia aplicación fuera del campo de la psicología influenciando estudios en las áreas de la antropología, la historia cultural, la mitología, la teología, las religiones comparadas y en la interpretación literaria. Esto se debe a que Jung mostró que los arquetipos aparecen en formas simbólicas tanto en los sueños particulares de individuos como también en la mitología de los pueblos, en ciertos patrones culturales, en símbolos y ritos religiosos, así como en las producciones de la imaginación humana como pueden ser la literatura y el arte.
Para Jung, la idea de los arquetipos es antigua, se puede encontrar ya nombrada con diferentes expresiones por Filón de Alejandría, por Dionisio el Areopagita, por San Agustín, aludiendo a la idea del eidos platónico. Jung plantea refiriéndose a Archetypus que “esa denominación es útil y precisa pues indica que los contenidos inconscientes colectivos son tipos arcaicos o –mejor aún– primitivos” (Jung, 2006, p. 11). El concepto también se aproxima a lo que Lévy–Bruhl llamó “representaciones colectivas” al hablar de las figuras simbólicas de la cosmovisión primitiva o que Adolf Bastian llamó “pensamientos elementales o primordiales”. Esto nos muestra cómo el concepto de arquetipo, que fue ampliamente desarrollado por Jung, ya se había manifestado antes en diferentes épocas y disciplinas interesadas en las producciones humanas simbólicas.
Teniendo en cuenta lo anterior vale la pena detenernos en el significado de los dos términos que construyen la palabra arquetipo. Arche del latín y éste del griego arjé que significa: fundamento, origen, comienzo; y typus que significa: huella, cicatriz, modelo, golpe que marca. Archetypus significa entonces el molde original en el que se mete una materia, lo que ocurre en el origen y confiere sentido y razón de ser para moldear lo que viene, porque las cosas adquieren sentido cuando van a su origen. En la medida, por ejemplo, que el mito evoca un origen pone en evidencia aquello que mora en él, es decir, los arquetipos. Igualmente, sucede con los cuentos de hadas y las leyendas que como representaciones colectivas de experiencias humanas se nutren de un substrato profundo. En este sentido consideramos que para la lectura simbólica de una obra literaria, y en nuestro caso de una novela autobiográfica, puede ser de gran utilidad el concepto junguiano de los arquetipos.
A nivel psíquico los arquetipos hacen parte del inconsciente colectivo, estrato más profundo de la psique humana. Según Stein, “al estrato más profundo de la psique humana Jung le dio el nombre de <inconciente colectivo> concibiendo sus contenidos como una combinación de patrones y fuerzas que imperan universalmente llamados <arquetipos> e <instintos>. En su opinión, no existe nada individual o único en este nivel de la naturaleza humana” (Stein, 2004, p. 123). Siguiendo a Jung, el arquetipo podría definirse como “una fuente primordial de formas y energía psíquica. De allí emergen los símbolos psíquicos que captan la energía dándole estructura y en última instancia conducen a la creación de cultura y civilización” (Stein, 2004, p. 119). Con ello ubicamos así la fuente de toda creación humana, incluidos los símbolos, en el inconciente colectivo caracterizado por ser heredado, universal y en ese sentido común a la especie humana. Ahora bien, existe un estrato más superficial que el inconciente colectivo –en el sentido de que es más cercano a la conciencia– que es el inconciente personal. Es decir, para Jung, existe además del estrato más visible de la conciencia un nivel del inconsciente que es personal y otro más profundo que es colectivo.
Para diferenciar entre el contenido del inconsciente colectivo, es decir, los arquetipos, y aquello a lo que podemos acceder cuando aflora a la conciencia, Jung usa la denominación de representaciones arquetípicas. Lo que quiere decir que sólo podemos tener contacto con las representaciones arquetípicas que emergen en la conciencia individual. Por ello Jung afirma: “El arquetipo representa esencialmente un contenido inconsciente, que al conciencializarse y ser percibido cambia de acuerdo con cada conciencia individual en que surge”. Y en una nota a pie de página precisa: “Para ser exactos, debemos distinguir entre “arquetipo” y “representaciones arquetípicas”. El arquetipo en sí representa un modelo hipotético, no intuible, como el patrón de comportamiento de la biología.” (Jung, 2006, p. 12) Por eso para ser más precisos, conviene hablar más que de los arquetipos en los mitos y en los cuentos de la literatura universal, de las representaciones arquetípicas, es decir, de ciertos motivos que se repiten o de imágenes y conexiones típicas.
Por otra parte, un substrato más superficial de la psique, donde los contenidos no son heredados y comunes a toda la especie humana como los del inconsciente colectivo, sino que se origina en la experiencia y la adquisición personal, es el inconciente personal. El inconsciente personal es el depositario tanto de lo olvidado como de lo reprimido, lo cual quiere decir que la memoria y el olvido tienen una relación estrecha con el inconsciente personal. Dice Jung,“Pero las ideas olvidadas no han dejado de existir. Aunque no pueden reproducirse a voluntad, están presentes en un estado subliminal –precisamente más allá del umbral del recuerdo–, del cual pueden volver a surgir espontáneamente en cualquier momento, con frecuencia, después de muchos años de aparente olvido total” (Jung, 1979, p. 34). Aquí encontramos una alusión de aquello que está más allá del recuerdo, es decir, de lo que ha pasado de la consciencia al inconsciente personal. Existen recuerdos perdidos debido a su naturaleza desagradable y estamos especialmente predispuestos a olvidar este tipo de recuerdos como contenidos reprimidos. Al mismo tiempo, el inconsciente se da cuenta y percibe aspectos de la realidad, aunque no se les esté prestando una atención consciente: “vemos, oímos, olemos y gustamos muchas cosas sin notarlas en su momento” (Jung, 1979, p. 34). Todo esto hace también parte del inconciente personal.
La consciencia está relacionada con aquello sobre lo que ponemos nuestra atención, mientras que lo olvidado, lo reprimido y aquello que queda por fuera de nuestra atención, hacen parte del inconsciente personal. Jung considera que“el olvido es un proceso normal en el que ciertas ideas conscientes pierden su energía específica, porque la atención se desvió. Cuando el interés se vuelve hacia cualquier parte, deja en sombra las cosas de las que se ocupa anteriormente, al igual que un foco de luz ilumina una nueva zona, dejando otra en oscuridad. Esto es inevitable, porque la consciencia solo puede mantener en plena claridad al mismo tiempo unas pocas imágenes y aun esa claridad fluctúa.” (Jung, 1979, p. 34)
Podemos decir ahora que la escritura autobiográfica implica un ejercicio laborioso de traer al recuerdo contenidos que parcial o totalmente están olvidados. Es decir, no se escribe aquello que simplemente se recuerda, sino que a través del proceso mismo de la escritura se remueve la tierra de los recuerdos, pues ideas o imágenes del inconciente personal pueden aflorar en la consciencia. Pero en el proceso de la escritura, y en el de la creación literaria, brotan también ideas e imágenes simbólicas que no son algo olvidado, sino más bien depositarias de nuevas posibilidades creativas para la vida. Esas nuevas posibilidades emergen desde lo más recóndito de nuestro interior, del inconsciente colectivo. Por eso, la narración autobiográfica posibilita la creación y descubrimiento de un mito interior, que desde lo más íntimo de una experiencia subjetiva individual narra experiencias humanas universales. Por tanto, en la revelación de las experiencias arquetípicas se encuentra lo más interior y a la vez lo más colectivo – universal– de la vida humana. En este sentido Jung nos dice:
El descubrimiento de que el inconsciente no es mero depositario del pasado, sino que también está lleno de gérmenes de futuras situaciones psíquicas e ideas, me condujo a mi nuevo enfoque de la psicología… es un hecho que, además de los recuerdos de un pasado consciente muy lejano, también pueden surgir por sí mismos del inconsciente pensamientos nuevos e ideas creativas, pensamientos e ideas que anteriormente jamás fueron conscientes. Se desarrollan desde las oscuras profundidades de la mente al igual que un loto y forman una parte importantísima de la psique subliminal. (Jung, 1979, p. 37)
Podemos entonces afirmar que la narración autobiográfica no sólo es una vuelta al pasado desde el presente a través del recuerdo de lo vivido y olvidado, sino que también es la posibilidad de entrar en contacto con aspectos simbólicos y creativos que emergen desde el inconsciente colectivo. Por esto, lo que representa cada autobiografía no es sólo una historia personal, sino que también es una representación de situaciones y de tendencias humanas arquetípicas, es decir, comunes a todos los hombres. Es así como las experiencias centrales narradas en un relato autobiográfico –que ya hemos visto es más cercano a un mito que a una historia “real”–, no son puramente individuales, pues representan también vivencias humanas universales, aunque no lo hagan de manera consciente. En ese sentido, si bien lo autobiográfico tiene relación con un individuo y su experiencia interior y particular de vida, también cuenta aspectos comunes al recorrido de toda vida humana. Así las narraciones autobiográficas resultan ser una posibilidad especial para la exploración del alma humana.
Ahora bien, en el presente trabajo nos aproximaremos a la novela de Elena Poniatowska La “Flor de Lis” buscando indicar cómo algunos de sus personajes, y las situaciones en las cuales se ven envueltos, pueden ser leídos a partir de una evocación implícita no consciente de representaciones arquetípicas en sentido junguiano. Este acercamiento lo podemos hacer, dado que:
Las representaciones arquetípicas nos permiten, en tanto seres humanos individuales, acercarnos al horizonte de sentido en el que las experiencias, sentimientos, sensaciones o percepciones propias encuentran el ámbito sobre el cual se construyen y el fondo del cual surgen. Ellas constituyen la unidad de lo humano, es decir, su identidad. En tanto son comunes a la humanidad toda, son ellas las huellas de su tránsito vital y, en esa medida, lo humano se desarrolla a partir de su significación. Pero, a la vez, marcan la diferencia, dado que ellas conforman las constelaciones en las que se inscriben las vivencias particulares. No proveen…los contenidos específicos de esas vivencias, pues como horizontes de representación sólo las permiten y aportan el marco de éstas, mas no determinan las experiencias como tales, o lo que hemos llamado la especificidad de cada ser humano. (Vélez, 1999, p. 133)
Las representaciones arquetípicas que se expresan a través de la narración de la novela La “Flor de Lis”, de sus personajes, relaciones y situaciones, serán analizadas en detalle en el tercer capítulo de este trabajo. Por ejemplo, examinaremos cómo en la novela podemos encontrar sugeridas algunas representaciones arquetípicas tales como la gran madre, la sombra, el anima y el animus, el niño y el senex –viejo sabio–. Pero antes de continuar con este análisis y teniendo en cuenta los dilemas anteriormente presentados, se hace necesario a continuación precisar en qué sentido estamos entendiendo aquí que La “Flor de Lis” puede ser considerada como una novela autobiográfica.
1.3. La “Flor de Lis” como novela autobiográfica
Si tenemos en cuenta la presentación que Jörgensen hace de Elena Poniatowska en el capítulo dedicado a ella del libro titulado Escritoras de Hispanoamérica, podríamos considerar que, en particular, la obra La “Flor de Lis” se enmarca dentro del estilo y la temática de las novelas caracterizadas como Bildungsroman, que buscan reconstruir la interioridad del autor a partir de la mirada de su protagonista. Pero cuando leemos con más detenimiento esta novela no podemos afirmar esto de manera taxativa, pues la vida que es narrada en este texto no es directamente la vida de su autora. Poniatowska le da la ocasión a su protagonista Mariana para que ella se sumerja en la interioridad de su trama vital y nos narre sus orígenes más íntimos. Claro está que podríamos establecer algunas coincidencias genealógicas entre la vida narrada de Mariana y la vida de Elena Poniatowska, por ejemplo, sus orígenes europeos, su viaje a México en la infancia, etc. Pero estas coincidencias no implican que estemos afirmando la plena identidad entre la vida del personaje y la de la autora. A continuación, examinaremos cuál es el alcance de esta perspectiva de coincidencias genealógicas y qué nos aporta como clave de lectura de la obra objeto de nuestro estudio.
No podemos perder de vista que este texto fue concebido por la autora misma no como una autobiografía en sentido estricto, sino como una novela en la cual el recurso de la ficción le permitía una cierta independencia con respecto a su personaje Mariana elegido como el centro de su narración. Ciertamente, Mariana no es Elena, pero Elena se puede descubrir en los acontecimientos que tejen la vida narrada por Mariana, tal como lo comenta Sara Poot: “Mariana se convierte a su vez en sujeto que otra voz nombra desde un presente más cercano a la escritura y a la delicia de la lectura… para referirse desde el presente de su escritura al pasado de la narradora de quien conoce y quien conoce su historia, puesto que es una historia compartida ” (Poot, 1990, p. 99–100). Es así como hacia el final de la novela la autora cambia la perspectiva de la narradora Mariana, que ha venido relatando hasta ahora la historia en primera persona y de repente dice:
Basta cerrar los ojos para encontrar a Mariana en el fondo de la memoria, joven, inconsciente, candorosa. Su sola desazón, su pajareo conmueven; germina en su destanteo la semilla de su soledad futura, la misma que germinó en Luz, en Francis, en esas mujeres siempre extranjeras que dejan huellas apenas perceptibles, patas de pajarito provenientes de tobillos delgados y quebradizos, fáciles de apretar, las venas azules a flor de piel, cuánta fragilidad Dios mío, qué se hace para retener criaturas así en la tierra si apenas son un poco de papel volando, apenas si se oye su susurro y eso, cuando hace mucho viento, schsssssh– …., porque nada hay más sospechoso y traicionero que esta lejanía, esta ausencia que hace que Luz repita como autómata unos cuantos gestos inciertos, mismos que ha impreso en Mariana, heredera de la vaguedad y de lo intangible. (Poniatowska, 1997, p. 258–259)
Aquí irrumpe esa voz diferente a Mariana. ¿Quién es esa narradora?, ¿no es acaso la voz de la autora la que hace presencia? Esta situación nos permite mostrar una vez más cómo en la novela La “Flor de Lis” se entretejen y se diferencian la vida de su narradora: Mariana, y la de la escritora: Elena Poniatowska. Por esta razón, podemos considerar que este texto de Poniatowska es una novela con claros rasgos autobiográficos. Waleska Pino Ojeda nos dice al respecto:
Si retomamos la definición de Lejeune, podremos percatarnos de que en La “Flor de Lis” quien narra no es en verdad una persona real, esto es, no es Elena Poniatowska quien nos cuenta su vida, sino un personaje creado por ella: Mariana. Este hecho, sin embargo, no impide que el pacto aludido por Lejeune se realice, pues aun cuando no existe una coincidencia onomástica entre la autora y la narradora protagonista, sí existe una gran concomitancia entre los hechos de la novela y la biografía de la autora. Luego de constatar que los eventos de la novela coinciden en gran medida con las experiencias «reales» de su autora, y no siendo posible determinar de modo estrictamente teórico/inmanente su carácter ficticio, podemos sostener el carácter autobiográfico de la novela. (Pino–Ojeda, 2004, p. 204)
Como lo hemos venido sosteniendo siguiendo a Gusdorf, la novela La “Flor de Lis” puede ser leída como relato autobiográfico, en primer lugar, por la revelación que hace de la interioridad de su narradora, y con ello indirectamente de la misma autora. Esta perspectiva nos permite como lectores ubicarnos en un lugar y una expectativa peculiares frente a la obra. En la novela La “Flor de Lis” encontramos alusión a algunos elementos que coinciden con la vida de su escritora; por ejemplo, su origen aristocrático como duquesa europea, el viaje de regreso a México junto con su madre y hermana en su infancia, su padre enfilado en el ejercito francés durante la Segunda Guerra Mundial, y el nacimiento de su hermano menor en México después de que su padre ha regresado de la guerra. Estos acontecimientos concuerdan con unos “referentes reales” que sin duda son recreados en el texto desde la mirada y voz de Mariana, la narradora y protagonista. El alcance de esta similitud lo encontramos claramente expresado en la presentación de la trama de la obra que aparece en la contraportada de la novela:
Mariana, la narradora de esta novela de Elena Poniatowska, es una duquesa francesa –una verdadera duquesa, de carne y hueso– que vive fascinada por su madre desde la infancia hasta el inicio, un tanto tardío, de la edad adulta. Los primeros años de la vida de Mariana transcurren en Francia, entre valets, mayordomos, vajillas con monograma y niños de su edad que naturalmente son, a su vez, duquesitos y duquesitas. Pero llega la segunda guerra mundial y el padre se va al frente, y las mujeres, los viejos y los niños, padecen la suerte de todos los habitantes de un país ocupado: sufren, huyen, se dispersan…La narradora, junto con su hermana y la madre, escapa a México, país del que hasta ahora nada sabía y que se convertirá, en todos los sentidos, en su patria. La narradora poco a poco va dando los muchísimos pasos que la llevarán a entender lo que son su vieja clase y su nuevo país. A lo lejos, atroz sigue su curso la guerra, de la que las niñas solo entienden que su padre puede ser uno de los muertos. Pero la guerra culmina en un final feliz y un buen día el padre –el duque, paracaidista de la Resistencia contra el nazismo– por fin llega, a rehacer su vida en un país desconocido. La familia se reúne…Y es entonces cuando aparece el segundo personaje fascinante de esta novela el Padre Teufel, verdadera mezcla de ángel y de demonio… (Poniatowska, 1997)
Más allá de la coincidencia de estos hechos narrados con los acontecimientos vividos por la propia escritora durante su infancia y juventud, lo más significativo aquí es, sin embargo, el ejercicio de auto observación que Mariana hace de los inicios de su propia vida hasta su temprana juventud, teniendo siempre presente un contexto familiar y socio-cultural bien determinado. De esta manera, ante lo que nos enfrentamos es a la autobiografía de Mariana.
Ahora bien, considerando el carácter autobiográfico particular de esta novela, algunas críticas han planteado que responde a un modelo autobiográfico femenino distinto al canon autobiográfico masculino. Es así como, refiriéndose precisamente a las limitaciones de las teorías de Gusdorf y Olney para ayudar a comprender la autobiografía de mujeres, Waleska Pino Ojeda, comenta:
La gran limitante que Stanford (5) observa en estas dos teorías es que, debido a su base ideológica estrictamente individualista, se encuentran incapacitadas para arrojar luces sobre las autobiografías de mujeres precisamente, porque presuponen un sujeto sólidamente establecido, distinguido, excepcional y, por lo mismo, independiente de la comunidad en la que se inscribe. (Pino Ojeda, 2004, p. 205)
Y continúa más adelante:
La “Flor de Lis” es una novela autobiográfica en donde la presencia de la comunidad, de ese «otro» aludido por Mason (6), se ofrece de modo insoslayable. Mariana nos da cuenta de su trayectoria vivencial al mismo tiempo que nos informa de los sucesos históricos de su tiempo (la Segunda Guerra Mundial). Más aún, el moldeamiento de su «personalidad» (para usar los términos de Lejeune) ocurre de modo paralelo al proceso de su inserción y pertenencia a una comunidad: México. En otras palabras, el sujeto «Mariana» se desarrolla al mismo tiempo que se va forjando su «mexicanidad» y que, como veremos, nada tiene que ver con una marca esencial que podría servir para definir a todos y cada uno de los que habitan en las fronteras que demarcan México. (Pino Ojeda, 2004, p. 206)
Encontramos así la manera como en La “Flor de Lis” se entreteje lo individual e interior de Mariana con lo comunitario de su contexto familiar y de su país de adopción: México. El entramado entre lo interior y lo colectivo en la novela puede ser vislumbrado a través de una aproximación arquetípica, como lo hemos indicado ya en el punto anterior. Por ello, es necesario tener en cuenta aquí que en lo colectivo incluimos dos dimensiones: lo comunitario construido social y culturalmente; y el substrato psíquico más profundo, el inconsciente colectivo, que es lo común a todos más allá de la pertenencia cultural.
Ahora bien, debido a que se trata de una novela se puede tender a enfatizar el carácter “ficticio” sobre el biográfico, pero consideramos importante mantener aquí esta suerte de ambigüedad genérica del texto, y aclarar con mayor precisión el carácter de novela autobiográfica de La “Flor de Lis”. Podemos recurrir también a Lejeune para ampliar la justificación de considerar a La “Flor de Lis” como una novela autobiográfica, y no solamente ver en ella un trabajo ficcional.
Este recordado estudioso de la autobiografía desarrolló una difundida definición de ésta, la cual ya fue indicada al principio de este capítulo. Este crítico formuló el concepto del pacto autobiográfico, reconociendo con ello que para que un texto sea considerado como autobiográfico es necesario que coincidan la identidad del autor, la del narrador y la del personaje. Sin embargo, esta condición conlleva una serie de dificultades que lo conducen a preguntarse: ¿cómo distinguir entre la autobiografía y la novela autobiográfica?, puesto que la actitud del lector en cada caso cambia:
Si la identidad no es afirmada (caso de la ficción), el lector tratará de establecer parecidos a pesar del autor; si se la afirma (caso de la autobiografía), tenderá a encontrar diferencias (errores, deformaciones, etc.). Frente a una narración de aspecto autobiográfico, el lector suele tender a convertirse en un detective, es decir, a buscar los momentos en que no se respeta el contrato (cualquiera que este sea). De ahí ha nacido el mito de la novela <más verdadera> que la autobiografía: siempre nos parece más verdadero y más profundo lo que hemos creído descubrir a través del texto, a pesar del autor. (Lejeune, 1991, p. 53).
En esa línea de razonamiento considera que existe también un cierto pacto novelesco caracterizado por la no identidad entre el autor y el personaje y la alusión a la ficción dándole a la obra el subtítulo de novela. En ese caso se entraría entonces a un terreno distinto al de la autobiografía y, por tanto, el contrato de lectura establecido sería entonces diferente. Siguiendo esta perspectiva, éste sería el caso de la novela La “Flor de Lis”, puesto que ésta es presentada al lector como una novela y no como una autobiografía, y además la identidad de su autora –Elena– no coincide de manera intencional con la del personaje central y narradora –Mariana–. Pero debemos tener en cuenta aquí que las coincidencias entre las vidas de Elena y Mariana se desarrollan en nuestra novela de manera sutil y como figuración literaria, y no simplemente como una mera igualdad. Por ello, nos distanciamos de la perspectiva interpretativa de Pino Ojeda (2004), ya que ella aduce que el carácter autobiográfico de la novela se debe a una cierta imposibilidad de negar un vínculo estrecho entre experiencias reales comunes de la narradora y la autora, mientras que nosotros sostenemos, más bien, que existe en la novela una cierta coincidencia genealógica entre Mariana y Elena, que remite a un suelo común más profundo, el inconsciente colectivo, permeando así tanto al personaje como al autor.
Siguiendo esta discusión entre novela y autobiografía se plantea luego Lejeune:“¿Cuál es esa <verdad> a la que la novela nos acerca mejor que la autobiografía, sino la verdad personal, individual, íntima, del autor, es decir, lo mismo a lo que aspira todo proyecto autobiográfico?” (Lejeune, 1991, p. 59). Al respecto se responde que el lector en este caso es invitado a leer las novelas no sólo como ficciones que revelan algo sobre la naturaleza humana, sino también como fantasmas reveladores de un individuo. Cuando se da este caso, surge un tipo indirecto de pacto autobiográfico: el pacto fantasmático. Reconoce así Lejeune la aspiración que tiene todo proyecto autobiográfico, independiente de que incluya el elemento de ficción, de revelar aspectos interiores de la subjetividad y de la naturaleza humana, así se presenten éstos explícitamente bajo la forma de novela; por esta razón, podemos considerar a estos aspectos como ciertos rasgos arquetípicos desde una perspectiva junguiana. En este sentido, consideramos aquí que La “Flor de Lis” es más una novela autobiográfica que una autobiografía novelada, donde lo autobiográfico caracteriza a la novela y no al revés; y su dimensión ficcional que se teje desde el pacto fantasmático emerge de un suelo común, el inconsciente colectivo.
Finaliza Lejeune planteando que la autobiografía es “un modo de lectura tanto como un tipo de escritura, es un efecto contractual que varía históricamente. La totalidad del presente estudio reposa en realidad en los tipos de contrato que se establecen hoy en día, de lo que procede su relatividad” (Lejeune, 1991, p. 60). Como podemos ver, Lejeune pone especial énfasis en los modos de lectura y los contratos propiciados entre autor y lector en diferentes tipos de textos, manifestando su interés en el tipo de lectura que engendra la autobiografía. Llama nuestra atención la alusión que hace el crítico, hacia el final de su ensayo, sobre la dificultad que se le ha presentado al aproximarse a la autobiografía con la pretensión de lograr una definición lógica y racional. Esta dificultad la expresa de la siguiente manera: “Al leer este ensayo, en el que he intentado ser riguroso al extremo, se habrá tenido la sensación de que ese rigor se volvía arbitrario, inadecuado a un objeto que obedece tal vez más a la lógica china, tal como la describe Borges, que a la lógica cartesiana.” (Lejeune, 1991, p. 60).
Esta confesión última de Lejeune nos pone una vez más en la ruta de comprender la autobiografía como una expresión más cercana al mito que a la expresión de la historia y en general a las formas propias de la ciencia; por eso las coincidencias entre Mariana y Elena deben ser leídas de manera fantasmática, y no simplemente como coincidencias referenciales. Igualmente, como sucede de cierta manera con el mito, en los relatos autobiográficos encontramos la integración entre lo individual-interior y lo colectivo-arquetípico. Frente al dilema del tiempo que pareciera apuntar desde el presente hacia el recuerdo del pasado, encontramos que realmente en el relato mítico autobiográfico no existe una noción de temporalidad cronológica que permita distinguir entre pasado-presente-futuro, sino más bien una simultaneidad temporal expresada en el presente de la narración. Así mismo la representación de unos “acontecimientos ocurridos” debe entenderse analógicamente más que como copia fiel de lo sucedido y, por tanto, su búsqueda es ante todo la de generar sentido a través del tejido de un mito interior que busque dar significado a la existencia.
Así como se plantea desde las terapias narrativas, la historia no existe previa a su narración, sino que es narrando que se dota de sentido a una vida, pues, como lo indica el analista junguiano James Hillman, “en el fondo, toda la actividad terapéutica consiste en esta especie de ejercicio imaginativo que recupera la tradición oral de contar historias; la terapia dota de historia a la vida” (Duccio, 1998, p.43). (7) En este sentido, el estudio de la novela La “Flor de Lis”, que estamos sugiriendo aquí para el desarrollo de este trabajo, se presenta como un campo rico de lectura sobre la construcción del mito interior de Mariana e indirectamente de Elena Poniatowska, sugerido a través de las experiencias arquetipales que marcan los primeros años de la protagonista, pues la trama de la novela se teje en la tensión entre la infancia y los conflictos que emergen durante su juventud, momento en el que concluye la novela.
En el siguiente capítulo consideraremos la ubicación de la novela La “Flor de Lis” dentro del conjunto del trabajo literario de Elena Poniatowska; igualmente, examinaremos la perspectiva desde la cual Poniatowska teje su trabajo como escritora, pues estos aspectos nos permitirán contextualizar la novela, objeto de nuestra investigación, dentro de la obra de la gran escritora mexicana. Como hemos sugerido aquí, la vida de Elena Poniatowska, su obra periodística y literaria, así como los orígenes de Mariana narrados en novela La “Flor de Lis” tienen una cierta relación genealógica. Por supuesto, no es una relación de identidad, ni de correspondencia lineal. Tienen más bien una correspondencia simbólica. De cierta manera, vida, obra y novela autobiográfica beben para su surgimiento de una fuente común. No podemos deshacernos de ninguna de estas tres aristas, pero tampoco podemos reducirlas a ser lo mismo. Por esto, se contextualizará La “Flor de Lis”, dentro del camino vital y literario recorrido por Elena Poniatowska como mujer extranjera, en su patria de opción y adopción México –su Madre Tierra–, esa representación arquetípica de verdaderas dimensiones cósmicas.
NOTAS DE PIE DE PÁGINA
(2) Lluís Duch, estudioso del Mito plantea que “ha sido Karl Kerényi quien ha puesto muy especialmente de relieve el carácter fundamentador de la mitología: La mitología, realmente, no responde a la pregunta “¿por qué?”, sino a esta otra: “¿de dónde? ¿a partir de qué origen?” (Duch, 1998, p. 60)
(3) Lluís Duch, en el libro antes citado, plantea el escollo de la definición del mito que por su misma naturaleza se opone a un solo principio explicativo: “Por lo tanto, en el mito, como en tantos otros aspectos fundamentales de la existencia humana, aquello que es de suma importancia no es su definición, sino los comportamientos individuales y colectivos que se desprenden del mito viviente y vivido.” (Duch, 57) Más adelante plantea: “Sea cual sea la posición que se adopte, el mito representa la cristalización más primitiva de las experiencias y de las comunicaciones colectivas de la realidad. Es decir, la narración mítica, siempre y en todo lugar, es una estructura de sentido”. (Duch, 1998, p. 177–78).
(4) La cita dice textualmente: “We find that a connective thread has been forming beneath the surface of our lives, carrying the meaning that has been trying to establish itself in our existence. It is the inner continuity of our lives. As we recognize and identify whit it, we see an inner myth that has been guiding our lives unknown to ourselves”. (La traducción es mía)
(5) Pino Ojeda aquí se refiere a Susan Stanford Friedman en su artículo «Women’s autobiographical selves. Theory and practice»
(6) Pino Ojeda se refiere aquí a Mary G. Mason en “The other voice: autobiographies of women writers”.
(7) Citado por Duccio Demetrio. Escribirse. La autobiografía como curación de uno mismo.