Un manto filosófico oculta a Orfeo

«UN MANTO FILOSÓFICO OCULTA A ORFEO«

Luís Guillermo Quijano

Filósofo de la Universidad de Antioquia y Magister en Filosofía Griega. El documento que ofrecemos a continuación corresponde a la ponencia que presentó el autor en la Conferencias Trimestrales de ADEPAC, realizada en Medellín, el día 26 de agosto de 2006.

Introducción

 

Sí, el título de esta charla, Un manto filosófico oculta a Orfeo, resulta ser un tanto oscuro, extraño y desorientador como sugerente. Oscuro pues algo se oculta. Extraño, y quizás mejor, sospechoso, porque de entrada sabemos ya quién está bajo el manto, cosa que debería ser precisamente lo menos evidente, y, por el contrario, resulta enigmático el propio manto filosófico que la cubre, debiendo ser, de nuevo, lo más claro. Lo desorientador radicaría en el hecho de que Orfeo, que es lo que supuestamente oculta este manto, no es sino una mera conjetura, por lo cual, el título, para ser más honestos, debería estar entre signos de interrogación. Pero lo escrito, escrito está. Sugerente por la conjetura misma, en el impulso hermenéutico que de él se puede desprender. Por el momento determinemos, al menos a quién pertenece este manto y por qué quiere ocultar lo que parece tan evidente. El manto pertenece a Platón y es él mismo que hace que éste se ponga Sócrates cuando en el Fedro (237ª), recita su primer discurso a Eros, tapando su cara para que si le mirase Fedro en mitad del discurso, no fuera a cortarlo a causa de la vergüenza de decirlo . Tal era lo impío de su contenido. En el caso que aquí nos concierne, Platón le pone el manto a Orfeo para que éste no sea reconocido y entonces el autor, el propio Platón, no sea tenido como impío por desvelar los secretos de los iniciados en dicha secta. Ahora que ya sabemos de quién es y por qué se cubre, procedamos a conocer un poco más el manto mismo y cómo y de qué está hecho. El manto está hecho de la trama de sus diálogos, de los hilos de sus personajes, de la consistencia de sus contenidos. Como es una labor imposible, abarcar todos sus diálogos, ni siquiera una buena cantidad de ellos, nos limitaremos a unos muy puntuales para mostrarles a ustedes, aparte de la belleza de sus tramas y la finura de su hechura, que ese manto sabe cubrir bien a Orfeo. Estos diálogos son: El Ion, diálogo de juventud, el libro X de La República, obra de madurez, El Fedro, posterior a este último y por último el libro VII de Las Leyes, que está entre sus obras finales. En todos ellos hay referencias a la poesía. Y se preguntarán ustedes ¿Qué tiene que ver la poesía, Platón (y de entrada la filosofía misma), con Orfeo? Primero, que Orfeo era músico, esto es, cantaba y tocaba la cítara con la que encantaba las fieras, los árboles, los hombres y hasta los dioses. Segundo, que los textos órficos se hicieron bajo la forma de poemas, muchos de ellos atribuidos al propio Orfeo. Tercero, que Platón desde su juventud quiso ser un trágico a la manera de un Esquilo o un Eurípides. De hecho, Platón fue un poeta que se inventó un nuevo género, el diálogo, y que a partir de él va a dar origen a lo que se va a acuñar bajo el nombre de filosofía. Este hecho le da a Platón, pues, la autoridad de hablar sobre poesía, de criticarla (sobre todo a Homero y los rapsodas, como lo hace en casi todos sus diálogos), y hasta de expulsarla, junto con sus poetas, de la Ciudad-Estado que el mismo quiere fundar. Este último hecho, desde nuestra perspectiva suena ya de por sí chocante y hasta podríamos pensar, ridículo y hasta presuntuoso. Pero esta especie de “destrucción” que hace parte del programa del nuevo Estado no se queda ahí, sino que propone una re-invención, por ello una re-escritura de la poesía y es lo que se conoce ahora como la poesía filosófica de Platón. El manto que cubre a Orfeo es justamente esta poesía filosófica. Para efectos de centrarnos en el tema, haremos una breve, concentrada y peligrosa síntesis de los elementos que nos servirán para dilucidar las características de este manto.

Tengamos claro que es la poesía el hilo conductor de este entramado, por consiguiente, hay que diferenciarla de los otros hilos que la conforman. Cuando hablamos de poesía en la Grecia que vivió Platón, siglo IV a.c. debemos tener en cuenta que bajo ese mismo nombre se reunían otras muchas actividades de carácter productivo. Y es que poesía viene de la palabra griega poiesis, que significa aquello que resulta de un proceso productivo o, en un término más cercano al nuestro, “creativo”. Así que el término podría designar tanto al buen vino que resultaba del proceso largo y cuidadoso de los vinicultores, como a las composiciones en verso que recitaban los rapsodas en los concursos de aquella época. Pero detengámonos en esta figura tan popular e importante de este tiempo al que nos remontamos: se trata del rapsodo o rapsoda (en griego significa, “tejedor de cantos”) que era sobre todo aquél quien cantaba las rapsodias que hacían parte de los largos poemas épicos atribuidos a Homero como la Iliada y la Odisea (a propósito, Homero en griego, significa ciego, y con este nombre parece ser que se designaba también a una cierta comunidad cuyos miembros, no sólo carecían de la vista, sino, que, ante todo, eran los verdaderos poetas, es decir, aquellos a los que las Musas le soplaban sus más hermosos cantos). Estos personajes, decíamos, eran muy importantes en toda la Hélade, pues gracias a ellos se realizaba en gran parte lo que se conoce como la Paideia griega, que es, de manera muy resumida, como la culturización misma del griego, aquello que atañe a su educación. Sin exagerar podemos afirmar que Homero fue quien verdaderamente educó a la Hélade a través de estos personajes, los rapsodas. Por esto, precisamente, es tan importante para Platón el asunto de la poesía, pues éste es el medio idóneo por el cual el ciudadano de su utópica República se va a formar. La poesía, recordémoslo, abarca tanto la música como la palabra, y por ello va a resultar clave en la formación de los niños, pues desde pequeños serán instruidos en el ritmo, la armonía y en los mitos. Por eso para Platón es muy importante construir la República desde la poesía, pues ella es el medio por el cual el ciudadano será formado en la disciplina, en la piedad, en la belleza, y, en general en la justicia. Para ello Platón va a re-escribir los dioses de la ciudad que los poetas constantemente cantan, desde una visión homogénea, esto es, los representará en su naturaleza inmutable, simple y buena, libres de las contradicciones propias de los hombres, de sus rasgos contingentes y caprichosos. Así pues, el proyecto de re-escribir los dioses, está asociado con el proyecto de construcción política de un Estado. Pero, a la vez, de la formación del individuo y su propio dominio. Así como los poetas cantaban a los dioses y a los héroes bajo un aspecto contradictorio con su naturaleza divina, exaltando sus debilidades y vicios, haciendo que el espectador se congraciara con ellos, y los imitara (nutriendo así su naturaleza inferior, la de los instintos, que genera finalmente el estado de akrasía o incontinencia, peligroso para la unidad ciudadana), Platón en cambio representará a estos mismos dioses bajo las ya mencionadas características (unicidad, simplicidad, bondad), a fin de que se despierte en ellos, los espectadores, el deseo por lo bueno y lo bello y nutriendo por el contrario su naturaleza superior (alma), coadyuven con la buena y justa formación del Estado. Pero también en este proyecto es necesario que el poeta mismo se transforme. Y es en éste donde se realiza, precisamente, el puente entre la divinidad y el hombre. Efectivamente, en uno de sus diálogos de juventud, el Ion, Sócrates le habla a éste en referencia a su arte que no es de factura humana (téchne) sino que le viene por inspiración divina (enthousiasmós):

…”una fuerza divina es la que te mueve, parecida a la que hay en la piedra que Eurìpides llamó magnética y la mayoría heráclea. Por cierto que esta piedra no sólo atrae a los anillos de hierro, sino que mete en ellos una fuerza tal, que pueden hacer lo mismo que la piedra, o sea, atraer otros anillos, de modo que a veces se forma una gran cadena de anillos de hierro que penden unos de otros. A todos ellos les viene la fuerza que los sustenta de aquella piedra. Así también, la Musa misma crea inspirados, y por medio de ellos empiezan a encadenarse otros en este entusiasmo”

Podemos ver aquí una serie que podemos describir así: Musa-poeta-otros anillos (rapsoda-espectador). La Musa es la que está a la cabecera de tal serie (pero no podemos olvidarnos que tras de ella está Apolo y Dioniso quienes son los padres de la poesía, por una parte y de la armonía y el ritmo por la otra) y es la que le comunica al poeta aquella fuerza que él mismo luego va a ejercer sobre los otros anillos, que, más adelante en el texto, hacen referencia al rapsoda, que transmite el poema y, finalmente, el espectador, que es quien lo recibe. La poesía, pues, viene de los dioses y por ello sus contenidos deben ser acordes con la divinidad que los entrega. Lo que ocurre es que los poetas de por sí se olvidan de esa privilegiada gracia y terminan acogiéndose más a la técnica, en este caso la mimesis, o imitación de lo real, que a la inspiración. Para Platón en el libro X de la República, el arte por mimesis es inferior al arte por inspiración, pues en el primero, el artista se aleja tres grados de lo real. Es decir, lo real para Platón está en relación directa con lo divino, así que el primer nivel de lo real es el dios mismo, que es el artista por excelencia, pues produce todo lo visible e invisible, luego sigue el demiurgós, o artesano, quien fabrica con su arte diversos objetos con fines tanto humanos como divinos. Por último está el artista que imita lo ya producido por el artesano o por el dios, por ejemplo, el artista que dibuja una cama que ya con anterioridad ha hecho el artesano, o que bien representa el comportamiento de un hombre (obra de la divinidad). Platón se percata, pues, de la precaria condición del artista, del poeta, como tal, y de lo imperfectos que resultan sus contenidos cuando no se atiene a lo que la divinidad le dicta (pues hay que señalar que el poeta desde Homero es sobre todo un escucha de la Musa y no un vidente, es decir, que no presencia lo que narra). Por ello, va a recurrir a una nueva figura del poeta que la va a tomar precisamente del filósofo, quien, al estar poseso por la manía del amor al ver a su amado, le renacerán sus alas y recordará (he aquí lo importante que es para Sócrates-Platón la memoria misma, Mnemosina) haber visto, con el ojo del alma a los propios dioses y sus celestiales cortejos y será quien luego, con sus preguntas en conversación con otros jóvenes, logre hacer nacer en ellos sus alas, remontarse a los cielos y contemplar las delicias celestiales:

Así que, como se ha dicho, toda alma de hombre, por su propia naturaleza, ha visto a los seres verdaderos, o no habría llegado a ser el viviente que es. (…)Pocas hay, pues, que tengan suficiente memoria. Pero éstas, cuando ven algo semejante a las de allí, se quedan como traspuestas, sin poder ser dueñas de sí mismas, y sin saber qué es lo que les está pasando, al no percibirlo con propiedad. (…)Pero ver el fulgor de la belleza se pudo entonces, cuando con el coro de bienaventurados teníamos a la vista la divina y dichosa visión, al seguir nosotros el cortejo de Zeus, y otros el de otros dioses…” (Fedro, 250ª)

Ahora bien, que en el poeta-filósofo se de un tipo de iniciación de naturaleza numinosa, ya lo acerca a la experiencia del adivino y no sólo porque en ambos se de una inspiración en la que predomina la vista, sino también porque, en el caso del filósofo, el mito poético “ejercita el antiguo poder mántico de la visión profética, atribuido anteriormente al alma cuando abandona el cuerpo durante el sueño “libre en su condición pura e independiente, para llegar a observar algún conocimiento nuevo de las cosas pasadas, presentes o futuras” (Rep. 572a) . Y es esta conjunción del mito poético con la visión lumínica la que nos lleva a asociarla con Orfeo y los misterios eleusinos tan caros a Platón. En efecto, la poesía órfica, como lo indica Colli , se ubicaba, desde época muy arcaica, en los misterios de Eleusis en el ritual que preparaba la epópteia o visión suprema. Así, “los mitos de Orfeo tienen su lugar en las representaciones eleusinas, pero sólo como narración poética, acompañada de una acción puramente mímica” . Pero si bien el uso ritual de la poesía órfica preparaba el éxtasis mistérico, su origen parece que obedece a los postulados de una perspectiva contraria: “es el éxtasis y su concomitante estado de locura el que hace surgir la poesía de Orfeo” , y no es gratuito que este éxtasis maniático esté vinculado con la figura de Dionisos y su expresión poética con la de Apolo. De todas maneras es Dionisos y sólo él quien está detrás de ambos misterios: si bien la fase central del misterio de Eleusis consistía en la representación del mito de Deméter y Kore, en la fase epóptica, por su parte, se escenificaba la pasión de Dionisos, como hijo de Perséfone . Así mismo, el orfismo, con sus doctrinas y configuraciones míticas, surgió también en el terreno de los llamados misterios dionisíacos. Pero es quizás esta vinculación de los mencionados misterios con Dionisos lo que los hace también tan cercanos a su relación con la sabiduría misma. En efecto, Dionisos comparte con Apolo la posesión de la sabiduría divina, sin embargo, en ambos se manifiesta de manera distinta: en Dionisos, por un lado, la vida se manifiesta como sabiduría, “sin renunciar a su torbellino vital” , pero el conocimiento que deriva de su divinidad está apuntando a la totalidad, a la experiencia inenarrable de la totalidad, sin excluir las consecuencias del extremismo y la simultaneidad de la contradicción. Y ésta, la contradicción, es la característica principal de su naturaleza. El contacto con el dios, en su culto orgiástico (que reúne manifestaciones que abarcan desde el torbellino más incontrolado del impulso vital hasta el control de las emociones en forma de danza, música, juego, alucinación, estado contemplativo, transfiguración artística, etc.), no se queda meramente en un estado de desencadenamiento animal de los instintos, producto de la manía con la que el dios toma posesión de su fiel, sino que, por el contrario, como consecuencia de su más agudo desenfreno se produce una “ruptura contemplativa, artística y visionaria” que se manifiesta como “éxtasis” que libera en el iniciado un excedente de conocimiento . Y como fruto de este conocimiento liberador surge también un poder mántico, esto es, una capacidad de adivinación que nace del estado orgiástico y que procede del propio Dionisos. Por supuesto, esta visión de futuro no es el rasgo más característico del dios, pero tampoco es ajeno a él. De aquí que la adivinación sea una propiedad por excelencia de Apolo y que él comparte con los hombres a través de la mántica, manteniéndose eso sí a distancia, pues es el dios que “hiere de lejos”. Esta distancia del dios con el vidente se patentiza por la palabra que es como la flecha con la que hiere. En cambio, Dionisos al tomar posesión de la bacante, ésta lo recibe a él con su sabiduría, esto quiere decir, que ésta, la sabiduría, al ser la suma de su ser, no la transmite fuera de sí, como Apolo, sino en sí y por sí, no quedando en el poseso nada para comunicar más que lo inefable de su experiencia extática.

Ya mencionamos la vinculación esencial de Dionisos en los misterios órficos y eleusinos, que en los primeros se da por medio de los mitos que hablan del propio dios, y en los segundos en relación con la visión epóptica. Ahora bien, en el orfismo es a través de la figura del propio Orfeo que dicha vinculación se hace efectiva: Orfeo, como poeta y músico que es, canta la historia del dios y de esta manera conduce al conocimiento supremo. Aquí vemos que desde el aspecto formal, Orfeo está vinculado con Apolo (en algunas versiones se dice que es su hijo), pero desde el aspecto de contenido es exclusivamente dionisiaco. Orfeo estaría vinculado sapiencialmente tanto a Apolo como a Dionisos. En el primero a través de la forma apariencial que no se da ni como ilusión, ni como mundo ficticio contrapuesto al mundo real, sino que las apariencias “son expresión de ese mundo de la realidad, es decir, del mundo divino” . Las apariencias, como expresión de la naturaleza divina primitiva, permitirían una especie de continuidad entre este mundo y el real o divino. Si bien estas expresiones son fruto de un cambio de formas cognoscitivas, no impide que éstas no puedan sustituir una naturaleza por otra de índole aparente. Y este cambio no es otro que la memoria, Mnemosina, diosa del orfismo. Es aquí donde, quizás, se puede hacer más patente el vínculo de Platón con los órficos. No en vano se sospechaba que el propio Orfeo además de ser “teólogo”, era también “filósofo”. De hecho, Platón no hace más que divinizar también la memoria, al hacerla expresión del mundo real, tal como lo hizo Orfeo: “Este tipo de divinización del recuerdo _por el que el tiempo sólo produce exaltación si se rebobina el hilo de la historia_ es un dato metafísico decisivo. Y eso no sólo por su consecuencia pesimística y antihistórica, sino sobre todo por la indicación de un lugar absoluto _el principio del tiempo_, separado de cualquier otra experiencia” . Mnemosíne nos conduce al origen mismo de nuestros recuerdos, allí donde no ha comenzado aún el tiempo y esa es exactamente la enseñanza mistérica: “el camino que hay que remontar para llegar al tiempo sin tiempo, la sucesión de generaciones de dioses y de hombres, la suma de los mitos de Orfeo, no son más que juegos de apariencias” .

A continuación oiremos uno de esos poemas en los que, por un juego de apariencias, nos muestran el camino mistérico. Se trata de una tablilla encontrada en Tesalia:

_ Me estoy muriendo de sed. _ ¡Pues, vamos! Bebe
de la fuente inagotable, a cuya diestra surge un
blanco ciprés.
_¿Quién eres? ¿De dónde vienes? _ Soy hijo de
la Tierra y del Cielo estrellado,
y mi origen es de estirpe celeste.


Tal fuente inagotable no es otra que Mnemosina, que, a su vez, tiene como contrapartida otra fuente, que, en lugar de dar recuerdo, produce olvido, tal es el Leteo que brota de la mansión de Hades, de ésta, pide el poeta al alma sedienta que se aleje de ella:

A la derecha de la mansión de Hades encontrarás
Una fuente,
Y junto a ella un blanco ciprés que se yergue altivo;
A esta fuente no te acerque ni lo más mínimo.
Más adelante encontrarás el agua fresca que brota
Del manantial de Mnemosina; arriba están los
Guardas,
Que te preguntarán por qué has llegado allí.
Cuéntales exactamente toda la verdad
Y diles: soy hijo de la Tierra y del Cielo
estrellado;
mi nombre es Asterio, y vengo muerto de sed;
dadme de beber de esa fuente.

Platón, en República 620e-621b, recreará parte de este peregrinaje en relación con la fuente del olvido:

Y [sucedió que] desde allí, sin volverse, llegó a los pies del trono de Ananke, y pasó de largo. Y cuando también los otros habían pasado, llegaron todos a la llanura del [río] Leteo sofocados por un calor asfixiante, porque [la llanura] estaba pelada de árboles y de todo lo que produce la tierra […] Todos tienen que beber una cierta cantidad de agua, pero los imprudentes se pasan de esa medida; y el que no deja de beber termina por olvidarse de todo .

Con respecto a la relación de Platón con los misterios de Eleusis, Colli , arriesga la hipótesis de que, a partir de la documentación sobre el uso de una terminología eleusina, se puede pensar que la invención de la teoría de las Ideas obedeció a un intento de divulgación de estos misterios, cuidándose de referir los contenidos míticos de tal iniciación para no ser acusado de “impiedad”. Igualmente Cornford , ve en el momento en que al alma del iniciado se le revela “de repente” [Banq., 210e] la visión extática de la Belleza en sí misma, como un préstamo que toma Platón del lenguaje del Matrimonio Sagrado y de la revelación final de los misterios eleusinos,

“cuando se revelaban los antiguos símbolos de la divinidad al iniciado ya purificado, mediante un repentino destello luminoso. El alma se une con la Belleza divina y ella misma se convierte en inmortal y divina. Los vástagos del matrimonio no son fantasmas de la bondad como sucedía con aquellas imágenes de la virtud que inspiraba inicialmente el amor a la persona bella. La descendencia del Amor y la Belleza es la verdadera virtud que mora en el alma y que ha llegado a ser inmortal, al igual que el amante y el amado de Dios”.

No podemos pasar por alto, sin embargo, la suprema distancia que separa a Platón de estos misterios: la imagen del dios Dionisos. En ambos misterios el dios se revela en su naturaleza contradictoria, sin menguar por ello su fuerza sapiencial. En la tradición órfico-eleusina, por ejemplo, la imagen del dios se presenta no como la ambigüedad femenino-masculino presente en su culto o como nos lo muestra Eurípides en las Bacantes, sino como el niño inerme, víctima de la violencia titánica que mientras juega es descuartizado por los Titanes. El juego, por su parte, constituirá en el mito órfico propiamente, el modo de manifestarse la sabiduría dionisíaca, que, en oposición a la sabiduría apolínea presente en el orfismo, se aleja del mundo de las apariencias que está ligado con Mnemosine y Ananké, diosa órfica de la necesidad, y crea el mundo de la ilusión por medio de imágenes que lo simbolizan, tales como el espejo, objeto-juguete con el cual el infante Dioniso, en el momento en que los Titanes se apoderaban violentamente de él, contemplaba ensimismado la imagen que lo reflejaba. Este espejo se convierte en símbolo de la ilusión, tanto por que lo que aparece en él es meramente un reflejo y no la realidad misma, sino que, en el caso concreto del mito, cuando Dioniso persigue su imagen en el espejo, aparece la pluralidad del mundo. El espejo como símbolo de la sabiduría dionisiaca:

Porque Dionisos, cuando vio su imagen reflejada en el espejo, se puso a perseguirla, y en consecuencia se hizo mil pedazos. Pero Apolo lo recompuso y le devolvió la vida, por ser un dios purificador y verdadero salvador de Dioniso; por eso, se le proclama “Dionisidóto”. 4[B 40]b

Colli enfatiza el hecho de que Dionisos, al mirarse en el espejo ensimismado, le invade el conocimiento, “contempla el mundo como un reflejo de sí mismo, y es víctima de la violencia” ; En la acción misma de verse dios, produce el mundo y en ese momento es aniquilado por la acción misma [de los Titanes]. Este tema del espejo y su producción engañosa de mundo nos remite a Platón cuando en la República, 596c-e ataca a aquellos que producen las cosas que hace cada artesano, es decir, a los imitadores:

Pues este mismo artesano es capaz, no sólo de hacer todos los muebles, sino también de producir todas las plantas, todos los animales y a él mismo; y además de éstos, fabrica la tierra y el cielo, los dioses y cuanto hay en el cielo y en el Hades bajo la tierra […] No es difícil, sino que es hecho por artesanos rápidamente y en todas partes; inclusive con el máximo de rapidez, si quieres tomar un espejo y hacerlo girar hacia todos lados: pronto harás el sol y lo que hay en el cielo, pronto la tierra, pronto a ti mismo y a todos los animales, plantas y artefactos, y todas las cosas de que acabo de hablar.
_Sí, en su apariencia, pero no en lo que verdaderamente son.

Es casi inevitable asociar este tipo de artesano, el mimetés, con la figura de Dionisos (haberlo dicho expresamente hubiese sido motivo de “impiedad”) que al contemplarse a sí mismo, produce la totalidad del mundo. Y ese conocimiento del dios no es más que el mundo que nos rodea y nosotros mismos allí incluidos no seríamos sino imagen, reflejo, un conocimiento: “es el conocerse a sí mismo de Dionisos, no tiene otra realidad sino la de Dionisos; pero también es un engaño, un mero reflejo, que ni siquiera se asemeja al dios en la figura” . Es en este punto donde Platón no sólo no sigue este tipo de sabiduría sino que la ataca. Los sofistas, por ejemplo, fueron el caso concreto junto con los poetas que en más de una ocasión los asocia. Si bien no se puede decir que los sofistas son los exponentes de la sabiduría dionisiaca, pues propugnaban por una sabiduría independiente de todo vínculo religioso, los elementos de juego, azar, contradicción y engaño los incorporan como parte formal en sus discursos laicizados. Por otra parte, los trágicos y poetas en general, que sí tienen su vínculo original con el dios (recordar que la asociación Dionisos-Apolo es la divinidad que está detrás de la cadena de entusiasmados), incorporan todos estos elementos (el juego, los símbolos dionisiacos, la suerte, la contradicción) y los llevan a su máxima expresión poética. La tragedia, por ejemplo, no es ajena a esta visión de totalidad que encontramos en los cultos dionisiacos y mucho menos a su pretensión de sabiduría. Si bien en el momento de su florecimiento las representaciones trágicas tenían apenas un vínculo formal con Dionisos, no por ello se liberan totalmente de él, pues su estructura formal está gobernada por lo que Vernant llama una “lógica ambigua” , donde tanto la palabra como la acción trágica se mueven en planos distintos: la misma palabra se vincula a campos semánticos diferentes, según pertenezca al vocabulario común o religioso, jurídico, político, o a tal o cual sector de esos vocabularios, ambigüedad que, lejos de permitir la comunicabilidad entre los personajes, los aísla y los cierra en sus niveles particulares e incomunicables. No así para el espectador, para quien la polivalencia y ambigüedad de todos esos planos semánticos se le revelan de manera diáfana pero no como unidad sino en su pluralidad más conflictiva. Así también el drama o la acción trágica se desarrolla en dos niveles: el de la existencia humana y el del tiempo divino, ambos son distintos, pero inseparables: “el dominio propio de la tragedia se sitúa en esa zona fronteriza en la que los actos humanos van a articularse con las potencias divinas, donde toman su verdadero sentido, ignorado por el agente, integrándose en un orden que sobrepasa al hombre y se le escapa” . Esto último: sentido ignorado de la articulación humana y divina, y el orden que se le escapa y sobrepasa al hombre, o lo que se conoce como týche (suerte, azar), son problemas que en Platón requieren una solución al menos no contradictoria. En efecto, el poeta inspirado, a pesar de que a través de él se desata o libera la voz del dios, no consigue liberarse de su tendencia a representar caracteres contradictorios, debido a que, como simple mimetés, no distingue el carácter falso del verdadero, por lo cual el legislador (figura paradigmática que propone Platón en sus Leyes) tendrá que producir un único juicio para un único asunto: “…desde que su arte [la del poeta] consiste en imitación, él es compelido frecuentemente a contradecirse a sí mismo, cuando crea caracteres de estados contradictorios; y no sabe cuál de esas contradicciones es la verdadera. Pero no es posible para el legislador en su ley componer así dos normas sobre un único asunto; sino que siempre tiene que mostrar una sola ley para un asunto” [Leyes, 719c-d]. En Platón, por medio de la téchne (técnica) y el logisitikón (razón), combatirá de alguna manera lo imprevisible y contradictorio en el hombre. El legislador, de hecho, sería precisamente aquél que posee este antídoto. A partir de la téchne y el logistikón, el hombre estaría capacitado para hacerle frente a la suerte (al menos no lo tomaría por sorpresa). Platón, como conocedor que es del alma humana, no era tan ingenuo como para no estar de acuerdo en que “nuestra alma está colmada de miles de contradicciones…que se suscitan al mismo tiempo” [Rep. 603d], pero eso no impide en que pueda haber un remedio (phármako) que regule esos estados. Por esto el “poeta imitativo implanta en el alma particular de cada uno un mal gobierno, congraciándose con la parte insensata de ella, que no diferencia lo mayor de lo menor y que considera a las mismas cosas tanto grandes como pequeñas, que fabrica imágenes y se mantiene a gran distancia de la verdad” [Ibid, 605c]. Entre sofistas y poetas las diferencias son sutiles y se diferencian más por sus asuntos que por sus formas: ambos son fabricantes de imágenes, es decir, imitadores, pero los poetas lo serán de la excelencia, en tanto que los sofistas de la sabiduría. Ambos son caracterizados por Platón como encantadores y hechiceros: éstos, los sofistas, hacen ver los argumentos más débiles como los más fuertes y los fuertes como los más débiles, los poetas si bien no distinguen lo mayor de lo menor enseñan a los dioses con rasgos humanos y los asuntos humanos como si fuesen divinos. La relación entre sofistas y poetas está dada también bajo la caracterización que Platón da de ellos en el Protágoras 316d:

Yo, por mi parte, afirmo que el arte de los sofistas viene de antiguo, aunque aquellos que la ejercieron en la antigüedad, temerosos de sus postulados chocantes, la enmascararon bajo diversas formas, unos con la poesía, como Homero, Hesíodo y Simónides, y otros, a su vez _los secuaces de Orfeo y de Museo_ con iniciaciones y oráculos poéticos.

Y no pasar por alto que Orfeo, como músico de la lira que era, encantaba a los hombres, apaciguaba las fieras y engañaba a los propios dioses como Hades y Perséfone, la hija de Deméter. El vínculo de Orfeo con Dionisos se da sobre todo con la música, a pesar de que en ambos, los instrumentos son disímiles así como sus efectos: Orfeo, como cantor apolíneo, produce con su lira un apaciguamiento o embelesamiento tal que “los peces saltaban de sus aguas azules al cielo” ; la flauta de Dionisos, en cambio suena como “un acorde ominoso que desata el frenesí” . Ambos, sin embargo tienen en común que producen trastornos en el alma de quien los escucha. El hecho de que la música produzca este tipo de estados alterados en unión con la danza, el juego, la alucinación, la contemplación, etc, no implica más que en ella y sólo en ella se de el estado de posesión divina que lleva al iniciado a la contemplación lumínica en la que se le da a conocer en el dios la pluralidad del mundo. La música sería, para decirlo en términos kantianos, como la condición de posibilidad del frenesí extático en el que el poseso pierde su dominio y se lo entrega al dios que instaura en él el suyo, la manía: el poseso sale fuera de sí para que el dios entre dentro de él y así tome parte en las alegrías y tormentos del dios, para que cace y sea cazado, en fin, para que viva y muera en el mundo que se hace mil pedazos en el espejo y se recompone luego gracias a Apolo. Al músico-poeta, al estar poseído por el dios, se le da conjuntamente con su arte musical, el don de la contemplación. El músico es sabio, puesto que las musas y su dios (Dionisos) lo son. Sólo que el músico-poeta desde Homero parece que lo ha olvidado, o en último término ha hecho un mal uso de su sabiduría. Platón no le reclama ningún imposible al músico-poeta, cuando le exige un saber teórico de su arte, sólo les recuerda, como su maestro Sócrates, que antaño eran también sabios y videntes. Los rapsodas como Ion, por influencia de los sofistas, pensaban que su sabiduría consistía en hacer interpretaciones de pasajes complicados al entendimiento de los espectadores, utilizando para ello una forma de discurso sofista, adornado con toda la retórica y su virtuosismo verbal, además que incorporaban la actuación en sus representaciones para agregarle más patetismo a su recitado. Este tipo de sabiduría está, por supuesto, alejado totalmente de la experiencia epóptica ya mencionada, además de que este tipo de sabio instauraría en el alma del espectador un mal gobierno, una tiranía, fruto de la incontinencia que el poeta desata en el alma, tiranía que ocasiona, finalmente un rechazo a la ley, un absoluto libertinaje que conduce irremediablemente a la anomia de la ciudad. Así lo expresa Platón en las Leyes:

Ahora bien, de la música surgió entre nosotros la opinión de que todo el mundo es sabio en todo, y la transgresión de la ley; y como consecuencia vino el libertinaje. Porque, creyéndose sabios, perdieron el temor; y la insolencia dio origen a la procacidad…Y de ese libertinaje podría derivar el rechazo a someterse a las autoridades…; de hecho, cuando se está cerca del fin, se intenta no obedecer a las leyes, y cuando ya se está en el final, no se preocupa uno de juramentos ni de promesas ni, en general, de los dioses, manifestando así e imitando la llamada primitiva naturaleza titánica, volviendo a aquellas mismas condiciones de antes y llevando una existencia llena de sinsabores, pero sin apartarse nunca de la maldad [Leyes, 701 a-c]

La alusión a la “imitación de la primitiva naturaleza titánica” está llena de sugerentes relaciones. En primer lugar la naturaleza titánica está asociada al mito de la rebelión que éstos traman contra Zeus a favor de Cronos. Aquél se alía con los cíclopes, y los gigantes de cien brazos que, al vencerlos los manda al Tártaro bajo la custodia de éstos. Sólo uno de los Titanes, Atlante, es perdonado por Zeus pero condenado a cargar el cielo por toda la eternidad. A pesar de que Prometeo era también un titán, al prever la derrota inminente de sus hermanos, resolvió luchar a favor de Zeus, junto con su hermano Epimeteo. No obstante, engaña bochornosamente a Zeus cuando se entera de que éste ha decidido exterminar la raza de los hombres. El otro suceso que destaca la conducta salvaje de estos personajes es el ya mencionado caso en el que engatusan al infante Dioniso con juguetitos, para luego descuartizarlo y meterlo picado en un caldero. La imitación de la naturaleza titánica hace, pues, relación a un estado en el que rige ante todo la insubordinación, la rebeldía, el orgullo, el engaño y la crueldad, de tal forma que no hay ni dios ni ley que los contenga. No en vano el castigo del destierro que Zeus le da a Crono y los Titanes vencidos, es equiparable con el destierro que sufren aquellos poetas que imitan la mencionada “primitiva naturaleza titánica”, pues en aquellos siempre está el peligro inminente de la subversión cuando en sus cantos desafían a los mismos dioses.
Y por esto, por que la música puede motivar tal “imitación titánica”, no es extraño que Platón inicie, en el libro VII de las Leyes, el tema relacionado con la música no sin miedo, pues su tematización acarrea, como en todo juego, un peligro. El Ateniense inicia su discusión con el poder que tiene el juego para que las leyes promulgadas sean o no estables. En efecto, éste advierte del peligro que acarrearían los cambios en el juego, pues un cambio en sí es “lo más peligroso que hay, en todas las estaciones, en todos los aires, en todo tipo de alimentación de los cuerpos, en la forma de ser de las almas y, por decirlo así, no en unas cosas sí y en otras no” [Leyes, 797d]. Este peligro no es ajeno a los juegos, pues aunque parezca que el cambio en los juegos de los niños no produce ningún daño serio importante, lleva a que sean hombres diferentes que buscarán otra vida y por ello desearán otras costumbres y leyes contrarias a la ciudad, acarreando para ésta, un mal mayor. La música, junto con la danza, tomadas en su sentido lúdico, se reglarán conforme al orden sagrado y si se incorporasen otros himnos o coros para algunos de los dioses se excluirán del festival, siguiendo la ley divina y la humana [Ibid, 799b]. El modelo de canción será aquella que, en primera medida, utilice un lenguaje que concite el favor de los dioses y que evite a toda costa la palabra que traiga desgracia; como segunda ley, los cantos deben ser plegarias para los dioses a quines se dirigen los sacrificios y como tercera ley, los poetas no deben pedir inadvertidamente un mal como si fuera un bien. Más adelante, en los pasajes comprendidos entre 812b y 817e, vuelve el Ateniense a retomar el tema de la música, esta vez en lo que concierne al maestro de cítara que se encargará de la enseñanza y educación de las disciplinas relacionadas con la música. Esta función esta encomendada a los cantores sexagenarios de Dioniso quienes deben tener además de la buena percepción de los tiempos de las danzas y de la estructura de las combinaciones tonales, distinguir entre las réplicas del alma buena y de la mala y así conducir a los jóvenes hacia la virtud a través de las imitaciones [Ibid, 812b,c]. Como podemos notar, Platón, ha incorporado en su educación a un oficiante de Dioniso, que presenta unas características distintas al coreuta tradicional: en lugar de aquel que ha perdido su conciencia por la posesión del dios a través de la música, la danza y de otras actividades como el beber vino y consumir sustancias alucinógenas que lo llevaban al frenesí permitiéndole entrar así en comunión con la divinidad y con aquellos que eran arrastrados por la epidemia maniática, esta figura, decimos, es reemplazada por el calmo y moderado cantor sexagenario que distingue bien los tiempos de las danzas, la estructura de las combinaciones tonales, la buena y mala imitación, el alma buena de la contraria, de tal forma que permita hacer pública la primera y rechazar la segunda. Es decir, el Ateniense ha modificado el tipo de sabiduría propio del fiel o la fiel seguidor(a) de Dioniso. De hecho, el que sean los ancianos quienes dirigen la educación musical de los jóvenes, implica que su alma ya ha superado el estadio del frenesí, del gritar y saltar salvajemente que es como se manifiesta inicialmente la música y la gimnasia en los juegos de aquellos que no poseen aún una conveniente inteligencia. Estos cantores sexagenarios de Dionisos se abstendrán, además, de utilizar el vino para embriagarse, por el contrario, lo utilizarán como medicina que los lleve a ser hombres sobrios y calmos con el fin de llegar a ser los más idóneos para moldear y conducir a los que haciendo mal uso del don de la vid se embriagan: éstos, al pasar primero por un estado en el que se elevan por encima de todos, se inflaman en locuaces audacias, hasta el punto de hacer oídos sordos a su prójimo, y terminan creyéndose a sí mismos como competentes o superiores para reglarse tanto a ellos mismos como a cualquier otro. Después de pasar por este estado, caen luego en la mayor ductilidad y suavidad como si fueran muy jóvenes. Es en este momento en el que los sobrios cantores sexagenarios moldean y conducen a los beodos [Leyes, 671c]. Porque para Platón el vino no es dado por el dios para enloquecer a los hombres o castigarlos, sino como una medicina (phármako) que fortalece su cuerpo y procura la moderación en su alma [Ibid, 672e]. Dioniso, pues, no deja de ser con Platón el dios del vino, tampoco deja de ser en compañía de Apolo y las Musas el que implanta en el hombre el sentido del ritmo y la armonía. Lo que sí marca la diferencia en Platón es que el vino no es un mal que el dios da al hombre, de hecho, sería un error considerarlo inapropiado y perjudicial para la ciudad, puesto que, si es un don de la divinidad, no es propio de ella causarle a los hombres males, sino sólo bienes y en este caso el vino se toma como medicina que libera al hombre y le permite volverse dúctil y maleable a la conducción del oficiante de Dionisos. En cuanto a la armonía y el ritmo en sus cantos los oficiantes no lo ofrecen sólo como disfrute de inocentes placeres sino que, así mismo, deben servir como guías a los jóvenes “en la apropiada adopción de buenas maneras” [Ibid, 670d]. La música cumple ahora una función claramente ética, pues si ésta se definió en 657b como imitación de las maneras de ser de hombres buenos y malos, más adelante, en 673a se determinará ésta como “las acciones vocales que conciernen a la disciplina del alma en la excelencia”.

Como podemos apreciar, esta nueva figura de los cantores sexagenarios tendría la función de ser tanto los guardianes del ritmo y de la armonía, de reglamentar los cantos no sólo en los distintos tiempos y combinaciones tonales, sino también en que esos cantos correspondan a una buena imitación de la excelencia. Los músicos y poetas tendrían la obligación de conocer las dos primeras distinciones, la de los ritmos y la de los tonos, mas no tienen por que conocer la tercera que corresponde al distinguir entre la representación noble e innoble. De esta última se encargarán los cantores sexagenarios de Dioniso [670e]. La condición del músico y del poeta está en evidente inferioridad con respecto a estos coreutas, pues al carecer del conocimiento de los efectos musicales sobre las almas, pueden aquellos ejercer sobre éstos un control en su producción. La figura de los coreutas, además, corresponde a una nueva visión del propio dios. En efecto, en República 379b, Sócrates llega a la conclusión de que si el dios es realmente bueno de por sí no produce mal alguno ya que el dios “es causa de las cosas que están bien, no de las malas” y por esto el dios debe ser representado en versos épicos, líricos o en tragedia tal como realmente es, es decir, en su naturaleza bondadosa, estable, única y verdadera. La nueva imagen del dios Dioniso, y en general de cualquier otra divinidad, debe corresponder a este tipo de representación, so pena de cometer impiedad. El poeta-músico se atendrá a lo que los guardianes de la ley, en este caso los cantores sexagenarios, reglamenten acerca de estas materias, y no podrá por tanto, hacer cambios que afecten la naturaleza divina o la humana. Se atendrá estrictamente a los contenidos y formas que determinen los coreutas. En resumidas cuentas, este tipo de poeta-músico no produce más que una imagen de otra imagen que ya le ha sido dada por los legisladores. En cambio, estos guardianes de la ley están en posesión de una imagen que habrían ya contemplado en su inteligencia. Estos serían, en verdad, los poetas en el sentido estricto de poietés, de productor de imágenes que producen el recuerdo de pretéritas contemplaciones divinas, a la manera como en el Fedro, la imagen del joven bello hace nacer alas en el amante no por él mismo sino por la belleza en sí que le inflama de deseo. El verdadero poeta será aquel que logre inflamar de este deseo por lo divino a quienes le escuchan. Y este verdadero poeta no puede ser otro sino el filósofo, que está, de hecho, por encima del músico-poeta que sigue el cortejo de Dioniso. Este nuevo poeta está poseído por la más excelsa de todas las manías, la locura erótica, que lo lleva de la contemplación de los bellos cuerpos a la contemplación de la verdadera Belleza. Las Musas que lo dirigen en sus discursos son Calíope y Urania, y el dios al que originalmente siguió en su cortejo es a Zeus. De esta forma, decíamos, este tipo de entusiasmados requiere una nueva serie conformada así: El amado que produce en el amante un recuerdo divino que lo inflama de Eros; las Musas Calíope (madre de Orfeo) y Urania son las que, al dejar oír la más bella voz, lo conducen en discursos divinos y humanos y, finalmente, Zeus que es el dios que en su cortejo mostró al filósofo las visiones más excelsas, las Ideas. Pero no sólo esta serie es nueva sino que la dirección de esta fuerza entusiasta posee un movimiento ascendente, que la diferencia del descendente que era propio del entusiasmo poético: Apolo y Dionisos, las Musas, el poeta, el rapsoda y finalmente el Espectador. Este último no está obligado a elevarse a ninguna contemplación divina, mas sí a un comportamiento noble. En resumen, tenemos que el verdadero poietés no puede ser otro sino el legislador quien es el que posee una verdadera theoría, porque es en él donde convergen la inspiración divina (no sólo aquella que es propia de Dionisos y Apolo, esto es, con la música y la danza, sino también con aquella que pertenece a Eros y eleva hacia Zeus, la filosofía) y la mimesis correcta que permitiría poder explicar y enseñar (a los poetas miméticos) los cantos y danzas apropiados. El mimetés, en tanto, por no tener tal visión y conocimiento de los efectos de la música sobre las almas, y por no regirse sino por la mera imitación, que lo impele a la permanente contradicción cuando crea caracteres contradictorios, no podrá, pues, distinguir cuál de todos es el verdadero, ya que cuando se sienta en el trípode de la Musa, y al no estar en sus cabales, parece una fuente, la cual da vía libre a su ascendente chorro de agua (Leyes, IV 719c). En el legislador, no ocurriría tal estado de contrariedad, pues él sí sabría distinguir (gracias a la diairesis) cuál de los dos caracteres contradictorios sería el mejor o el peor y daría un juicio único conforme a un único asunto. El legislador, debido a la visión divina que lo arrebató, representará por ello adecuadamente la Idea, y la imagen que él produzca, será la que el mimetés podrá reproducir finalmente en sus himnos.

 

 

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